11 junio 2016

El hombre en la azotea

                                                             Para Antonio José Loprestty.
                                                                                     In memoriam


El helicóptero sobrevuela la zona del desastre. El río, en su crecida arrasó con todo a su paso: casas, escuelas, la iglesia, la plaza y los hoteles del malecón. Todo sucumbió a la fiereza del río.
El piloto y el copiloto prestan mucha atención durante su recorrido, puesto que todavía hay personas en las azoteas de los edificios, de las casas, que esperan ser rescatadas. No deberían sobrevolar la zona de Playa Grande, porque fue prácticamente arrasada y no hay sobrevivientes, pero ambos confían en su instinto, así que se dejan llevar.
Los dos chicos de Defensa Civil que viajan también en el helicóptero, no dejan de estar atónitos ante el tamaño de la tragedia que causó la madre naturaleza. No han dormido bien en días, pero están en estado de alerta perenne, como perros de caza, porque están seguros de que hay más personas perdidas, desplazadas, desorientadas y sobre todo, desesperadas.
‘’Damos una última vuelta. Atentos todos’’ dice el piloto, a modo de orden. Playa Grande es zona de casas de dos pisos, pero no altas. La mayoría quedó destrozada o sepultada bajo el lodo y los escombros que formó y arrastró el río. Es la zona donde más decesos se registraron y siguen registrando.
Divisan, sin dar crédito a sus ojos, lo que parece ser una persona en la azotea de una casa azul claro. Se van acercando lo más que pueden y constatan que es un hombre, en piyamas. Y al estar más cerca, se dan cuenta de que es un anciano, de unos 75 u 80 años.
El anciano contrasta en medio de aquel panorama de desolación. Es blanco, muy blanco, lleva un piyama largo color crema y sólo una sandalia en el pie izquierdo. En el helicóptero todos se miran entre sí. ¿Habían pasado por ahí antes? ¿Dónde había estado este anciano que recién ahora aparece? La duda de si habían sobrevolado antes ese grupo de casas destrozadas, se instala como el quinto pasajero del helicóptero.
Pero ¿acaso eso importa? Su labor es rescatarlo. Después aclararán sus dudas, si el tiempo lo permite. Así que poco a poco se van acercando. Uno de los chicos se ata una soga, para poder bajar, mientras es sujetado por su compañero, y subir al anciano a la cabina. No pueden aterrizar, pero sí pueden acercarse lo suficiente como para maniobrar y rescatar al hombre.
A medida que se van acercando, el chico con la soga empieza a gritar: ‘’¡Don! ¡Acérquese que lo subimos y lo sacamos de ahí!’’. El anciano le responde, gritando más fuerte que el propio rescatista: ‘’¿Qué dijiste?’’, pero como se tapa a medias la boca con la mano, el chico no logra entenderle y empieza a hacerle señas para que se aproxime.
El anciano los saluda, sin quitarse la mano de la boca. Les hace también señas pero de que se alejen. El chico le grita de nuevo: ‘’¡Venga, don, venga!’’, pero el hombre repite los ademanes y en vez de acercarse se aleja.
El piloto ni el copiloto pueden creer lo que ven. Pero a pesar de la aparente negativa del hombre en la azotea, se acercan aún más, por última vez. ‘’Debe estar insolado, el pobre’’ dice el copiloto. ‘’El desastre no lo deja pensar’’, añade.
El chico colgado de la soga intenta gritarle una vez más, pero se ve interrumpido por el hombre que le dice: ‘’¡Vayan a buscar a otra gente. Yo no me voy de aquí. No así!’’. El muchacho lo mira sin entender bien qué trata de hacer. ‘’¡Suba ya, don! ¡Deje la pendejada!’’. Pero el anciano insiste con sus ademanes para que se vayan.
‘’¡Suéltame, Andrés!’’, le ordena a su compañero. Contrario a lo que debería hacer, Andrés obedece y lo suelta con cuidado, hasta que llegue a la azotea. ‘’¡No podemos quedarnos mucho más tiempo!’’, advierte el piloto.
El joven se acerca al anciano y le habla, con tono fuerte: ‘’Se viene ya, don, ¿me entendió?’’ y se va aproximando. El hombre va retrocediendo, poco a poco. ‘’No voy, no puedo ir con ustedes así’’ le responde, sin quitarse jamás la mano de la boca. ‘’¿Así cómo, abuelo?’’, pregunta perplejo el chico. ‘’¡Váyanse! ¡Hay otros que los necesitan. Yo estoy bien aquí. Así no voy!’’, responde el anciano. ‘’¿Pero no entiende que no lo podemos dejar así, aquí?’’ insiste el muchacho. ‘’¡Váyanse de una vez!’’. En un último intento, el chico se acerca rápidamente y lo agarra fuerte de un brazo, al tiempo que le dice: ‘’¡Abuelo, usted se viene conmigo, carajo!’’ y justo es en ese forcejeo que el viejo deja descubierta su boca desdentada. ‘’¿Vio lo que me hizo hacer? No puedo ir con ustedes así, sin dientes. ¡Abajo tengo mis dientes! ¡Al menos déjeme ir por ellos!’’. El chico no tuvo otra que soltar al hombre y a la vez soltar también una gran carcajada. ‘’Venga conmigo, don, así sin dientes. Le conseguiremos unos en el hospital’’ dice, riendo. ‘’Bueno, pero que conste que se lo dije. Me monto en ese aparato, pero no diga nada, hágame el favor’’. El joven lo toma con dulzura de la mano. ‘’¡Véngase, no más. Yo le guardo su secreto, abuelo’’. Y finalmente el hombre de la azotea subió al helicóptero, sin proferir ninguna palabra, porque siempre llevó la boca tapada con la mano.