Yo hice mi triunfal aparición, en mi propia
fiesta de cumpleaños, cuando supe que todos estaban en la casa de la anfitriona
de tan magna noche. Digo ‘’triunfal’’ pero debería decir ‘’aparatosa’’, en
realidad. Subí las diminutas escaleras, cuya luz mortecina siempre me deprimió
un poco, me tropecé con la alfombra de ‘’Welcome’’ y fui a parar al piso. Todo
esto en cuestión de segundos. Para rematar, y en vista de que nadie reaccionaba
y venía a levantarme, me agarré de la pata de la mesa donde estaba el ponche y
el sagrado resto de las bebidas. Aquella mesa enclenque se tambaleó y oí el
tintineo de las botellas y mis amigos que gritaban: ‘’¡El ponche! ¡El vino!
¡Las birras!’’ mientras yo seguía en el piso, impresionada y adolorida.
Cuando por fin me levanté, sola y obviamente
avergonzada, los fulminé a todos con la mirada, al tiempo que los increpaba:
‘’¿Qué les importa más: la bebida o yo, zoquetes?’’. Todos empezaron a reír y
respondieron al unísono, como si lo hubieran ensayado: ‘’¡La biiiiirrraaaaa!’’.
No tuve más remedio que reír porque creo que si yo hubiera estado del lado de
ellos, como espectadora de tan ‘’triunfal’’ llegada, también hubiera escogido
salvar la birra, el ponche, el vino, por sobre el caído. Y es que así somos los
borrachos.
‘’¡Feliz cumple!’’, ‘’¡Qué cumplas muchos más,
sin caerte!’’, ‘’¡Mantente en pie y feliz cumple!’’. Las felicitaciones giraron
en torno a la caída y a cómo puse en riesgo la mesa de bebidas, también.
Esa noche recibí muchos regalos. Cosa que
siempre he adorado de los cumpleaños e incluso tuve dos tortas: una de fresas
con crema y otra, que era una auténtica bomba de dulce de leche y chocolate.
Ambas fueron la gloria de la noche.
Bailamos, mal como siempre, ya que todos mis
amigos tenían lo que yo denominaba ‘’caderas de cemento’’. Hicimos el trencito
y el ridículo, que es lo mejor que nos salió siempre. Tuvimos un cotillón
improvisado con lo que encontramos en la casa y papelillo hecho con papel
sanitario que algunos pintaron con marcadores de colores.
Repetimos la rutina mil veces: reímos,
bailamos, cantamos, comimos, bebimos, bebimos, bebimos y volvimos a beber,
comimos, cantamos, bebimos y reímos.
A medida que avanzaba ya la madrugada del día
posterior a mi cumple, mis amigos se fueron despidiendo. Los escolté uno a uno
a la entrada, no sin antes verificar bien donde ponía el pie, para no hacer más
papelones.
Cerca de las 6:00am, solo quedaban algunos
sobrevivientes, un tanto adormilados por los excesos del alcohol. Yo, que
siempre he tenido mucho aguante, mucho más que todos mis amigos juntos, no
tenía ni sueño, ni cansancio y mucho menos tenía trazas de la cantidad
insolente de ponche y cerveza que había consumido (obvié el vino, para no hacer
trabajar extra a mi hígado con tanta mezcla pecaminosa). Me dispuse entonces a
recoger el desastre de la fiesta. La anfitriona y dueña de casa, ya se había
ido a dormir, sin remordimiento alguno. Así que quedé a cargo de ordenar y
limpiar, tareas que nunca se me dieron bien.
De la nada, salió Javi, quizás el último
sobreviviente sobrio también de la noche. Me ayudó a recoger el estropicio,
pasar la escoba, lavar los platos, los vasos. Cuando vimos que todo estaba más
o menos presentable, pusimos algo de música. Después de que sonara un par de
melodías, Javi escogió una canción eterna de Ben Webster y me dio un abrazo
tierno y a la vez sobrehumano. Empezamos a bailar, sin saber cómo, puesto que
ninguno de los dos había bailado jazz en su vida, así que dimos una suerte de
vueltas lentas en el medio de la sala. El saxo de Webster se mezclaba con los
ronquidos de los poquísimos sobrevivientes en la sala, lo que hacía que nos
riéramos como niños que se burlan de alguna travesura.
Javi mantuvo apoyado su mentón en mi hombro,
como si estuviera descansando de una larga batalla. Yo iba contando sin premura
sus rizos castaños entre mis dedos. Cuando incorporó la cabeza, sentí su
aliento de menta en mi cuello y fui contando los besos que antecedieron al
encuentro de nuestros labios, nuestras lenguas, nuestros dientes.
Yo cerré los ojos. Sé que también él tenía los
suyos cerrados. Respirábamos acompasados, sin tener conciencia de que lo
hacíamos. Cuando nos separamos, dijo: ‘’Feliz cumple, aunque haya sido ayer’’.
Yo sonreí, lo abracé de nuevo y lo acompañé a la puerta. En cada escalón de la
entrada, nos besamos de forma distinta. Por tanto, recibí nueve exactos besos
diferentes, como regalos extra de cumple. Ya en la puerta, nos despedimos como
los viejos amigos que éramos desde niños. Yo lo vi perderse en la mañana, un
poco encogido por el frío y con sus rizos castaños al viento.
Ese sigue siendo, sin lugar a dudas, el mejor
cumpleaños de mi vida.