21 octubre 2018

Rituales (Primera parte)




Lleva años haciéndolo y no le disgusta para nada.  Tampoco le parece aburrido, aunque sea una rutina que mantiene desde hace cinco años. Es el más joven del grupo, pero no por ello el menos inexperto. Es de hecho un referente para sus compañeros.
Cuando comenzó, por insistencia de su madre, no pensó que duraría mucho. Ganaba muy poco dinero que no le alcanzaba para comprar todas las cervezas o cigarrillos que hubiese querido, pero una vez que comenzó, esos vicios fueron desapareciendo. ‘’¡Un milagro!’’ había exclamado su madre cuando no descubrió más latas de cerveza ni colillas solitarias esparcidas por su cuarto.
Siempre está atento y vigilante. Ni en sus fantasías más anormales, hubiera pensado que esa ocupación de medio pelo le ayudaría a centrarse en la vida y a descubrir talentos que no sabía que tenía, como este, el de guiar y cuidar de la gente.
A su madre también le gusta que él haya encontrado algo de provecho en qué entretenerse, a sabiendas de que su único hijo nació bueno para nada, y que no haya desperdiciado su juventud en cosas inútiles, como casi todos los muchachos de su edad. Su madre nunca le tuvo fe, pero sí un amor desbordado, y eso a él le bastaba. Claro que a ella no, por eso le insistió tanto en que empezara a trabajar y así lo hizo, para no defraudarla más.
Como todos los viernes, sábados y domingos, está listo para empezar su faena. Se cerciora de que todo esté en orden, porque el éxito de su labor depende mucho de eso. Cuando comienzan a llegar todos, cada vez más (se nota que la gente está cada año más desconsolada), se van ubicando.
Los primeros, esos que aman tener el rol protagónico en todo, se ubican como siempre en la primera fila. Algunos no se conocen, pero de alguna forma sí, de tanto verse siempre en las mismas circunstancias.
Le gusta observar a la gente, sobre todo. Hay un par de viudos y muchas mujeres solas, como su madre, que aún en vida de su padre, estaba más sola que nunca, porque su padre siempre estaba metido de cabeza y corazón en el trabajo y a ellos casi ni les prestaba atención. Estas mujeres tienen la misma mirada lánguida y resignada de su madre y por eso le gustan, porque le parecen familiares, cercanas.
Hay más mujeres que hombres. Y de todas las edades. Se nota que muchas no tienen en qué ocuparse y por eso se dedican a esto con fervor. Son todas un caso. Los hombres son más escasos y no tan constantes. Si por él fuera, le gustaría que la cosa fuera equitativa, así habría equilibrio. No como ahora: mucho de mucho, poco de poco.
Lo interesante de todo esto es que la gente está unida por un mismo sentimiento: el desespero. No es la fe, como él creía en un principio. Tampoco son los dogmas inculcados desde temprana edad. Es el desespero. Ese perenne caminar en una especie de cuerda floja entre inconvenientes cotidianos y sufrimientos personales.
¿Pero quién es él para juzgar? Nadie. Absolutamente nadie. Tampoco le interesa inmiscuirse en la vida ajena. Todo ese fardo de quejas insolubles de los demás le parece una carga muy pesada y él es muy joven aún como para ser la esponja emocional de un grupo de gente que ni le va, ni le viene.
Le gusta, eso sí, cuidarlos, de la forma estéril y tranquila en que lo hace. Es su forma de demostrar educación. ‘’Compasión cristiana’’ diría su madre. Y gracias a esa educación, que es más un rasgo de carácter que una actitud aprendida por la fuerza, es que está pendiente de todos.
Su labor no pasa desapercibida. Se acercan y le hacen preguntas, que casi siempre son las mismas, porque la gente va variando cada tanto y el público se renueva. Él ya desarrolló la capacidad de anticiparse a las necesidades del otro y es algo de lo que se enorgullece. Por eso se siente útil. Por eso le gusta observar a la gente. Por eso le gusta su trabajo.
Es el encargado de abrir el portón unos minutos antes, para que los feligreses vayan escogiendo sus asientos. Es un día de mucho calor, así que no esperan que asista mucha gente. Los días así tan pesados, son difíciles de sobrellevar. No hay presupuesto para más ventiladores (solo un par de los grandes en la entrada y uno pequeño en el altar) y mucho menos para aire acondicionado, lo que sería un verdadero lujo.
Los días así, el público merma. Y si no fuera porque él es constante y comprometido con su trabajo, también lo haría. Se le hace interminable el rito de la misa cuando hacen tantos grados que el mismo diablo sufriría un golpe de calor, si es que existiese.
Las personas van llegando a cuentagotas. Él está cerca del pasillito que da hacia los baños y al jardín. Cada tanto corre algo de brisa, tan caliente como el mismo día que la produce y tan inútil como los pensamientos por los que vaga su mente cuando el calor lo azota.
Cierra los ojos unos instantes. Piensa en una piña colada, aunque en su vida haya visto o probado una. Cuando los abre, muy cerca de él está una mujer morena, corpulenta, de unos 50 años. Tiene el pelo tan negro e hirsuto, que le llama la atención, mucho más que la mirada centelleante con que lo observa.
‘’Te pregunté qué dónde estaba el baño, niño’’ le dice, de mala gana. ‘’Perdone, señora, no la oí. Al fondo, por este pasillo’’. La mujer sigue las instrucciones y él la sigue con la vista. Es la primera vez que la ve en la parroquia, está seguro de eso. La ve contonearse, no con la gracia propia de quien seduce, sino de quien es torpe y ordinario. Pero quizás es solo el calor lo que lo hace pensar estupideces.
La misa transcurre como siempre, sin altibajos. Los mismos de siempre fingen desmayos cuando el cura pasa por los bancos esparciendo agua bendita, tocándolos en la frente para ahuyentarles la mala vibra. Si no fuera porque sabe que es parte de un show barato que nadie organizó, creería ciegamente en esas representaciones; sin embargo, sabe de sobra que a las personas les gusta el drama, como si fueran actores de telenovelas baratas.
A veces él ayuda porque el padre, cuando le pasa cerca, le hace un guiño. Entonces él ya sabe, lo entiende todo, se coloca al lado del feligrés que está a punto de desmayarse como por arte de magia. Lo toma de un brazo o se coloca por detrás de la persona para que cuando caiga de rodillas, como un muñeco de trapo, no se golpee.
Es este accionar lo que a veces lo entretiene. Ya tienen identificados a esos amantes espontáneos del drama. ‘’Showceros’’ los llama el cura. A él le encanta esa palabra porque resume todo lo que es el ritual del espanto de los malos espíritus en cuerpos ajenos, un espectáculo barato, con actores de segunda.
Cuando todo termina, se dispone a ordenar los bancos, a barrer un poco el piso. Siempre se queda una hora más de lo estipulado. Le parece una bajeza dejar todo así sin más e irse y no ayudar a sus compañeros. Algunos se quedan orando, hasta que la pequeña iglesia cierre sus puertas para abrirlas más tarde, para la misa vespertina.
Una vez que todo ha quedado en silencio, enrumba hacia su casa. De repente, le asalta el pensamiento de la mujer que le pidió que le indicara dónde estaba el baño. Aquel pelo tan negro e hirsuto y mirada centelleante con que lo observó.
Su madre lo recibe con un beso. Lo estaba esperando para almorzar. La conversación hubiera sido la misma de siempre, llena de nimiedades, sino hubiera sido porque le cuenta la anécdota con la mujer. ‘’No la vi salir del baño, mamá’’ le dice. ‘’Pero hijo, seguro que salió. Además, si hoy hubo más desmayos de mentira que de costumbre, seguro no lo notaste. Anda, termina de comer, que tienes que tener fuerzas para la tarde’’, le dice dulcemente. Él obedece y se queda en silencio, pensando.
Contrario a su costumbre, se recuesta un rato en el sofá y dormita. En el sopor de la tarde, solo sueña un único sueño: la mujer del pelo negro que le hace la misma pregunta una y otra vez. Cuando se despierta, lo hace sobresaltado. Es casi la hora de estar de nuevo en la iglesia para el turno de la tarde y aún no está listo. Se apresura lo más que puede y sale corriendo para llegar lo menos tarde posible.


La segunda parte espera aquí.

Rituales (Segunda y última parte)




Una vez en el recinto, ayuda a sus compañeros a disponerlo todo para la misa, que en breve comienza. El calor ha disminuido un poco, así que ahora hay más gente. Él se ubica donde siempre, para tener más control de la situación, en caso de que sea necesario.

Le duele un tanto la cabeza, así que una vez que comienza la misa, apoya la espalda contra la pared y por minutos, cierra los ojos. Al abrirlos, muy cerca de él, está la mujer del pelo negro e hirsuto, que lo mira con esos ojos profundos como un pozo. ‘’Te pregunté qué dónde estaba el baño, niño’’ le dice, recalcando cada palabra. Se sorprende que sea la misma pregunta de la mañana y más se sorprende que su respuesta y reacción sean tan iguales también: ‘’Perdone, señora, no la oí. Al fondo, por este pasillo’’.
A medida que la mujer avanza, él no la pierde de vista. Pero en algún punto, entre el tumulto y el espectáculo de la tarde, se distrae de su objetivo. En medio de la agitación, ve a la mujer de pie en el tercer banco. ¿En qué momento salió del baño? Antes ella no estaba ahí.
Quiere acercarse para preguntarle, pero el cura le ha hecho el consabido guiño y él debe estar atento para servir de contención a los que protagonizan el show de la misa vespertina. ‘’Pobre gente desesperada de atención’’ piensa. Intenta observar a la mujer, que permanece de pie, mirando al infinito con esos ojos tan vacíos y llenos de nada.
El cura va esparciendo agua bendita. El monaguillo, a su vez, va detrás con el incienso. Hay unos que lloran, otros que claman por misericordia. Lo mismo de siempre. Él está inquieto y le ha costado concentrarse por primera vez en esos cinco años de perfecto desempeño. Es tal su despiste, que deja sin sostén a un par de señoras que caen con todo el peso de sus cuerpos al piso. ‘’Mala cosa’’, piensa avergonzado. Incluso el cura lo ve con cara de asombro.
Cuando van aproximándose al banco donde está la mujer, se da la vuelta. Y esos ojos oscuros centellean como candelas. Chilla en el justo momento en que las gotas de agua bendita empiezan a caer sobre su cuerpo. Todos gritan.
‘’¡Es el diablo! ¡El mismísimo Satán!’’ gritan las señoras de siempre. La gente se persigna, llora, se agita. Hay una gran confusión. La mujer de pelo negro ya no chilla, aúlla. Presa de un pánico nuevo, el cura empieza a gritarle frases en latín y a tirarle más agua bendita. Algunos huyen despavoridos. Los más valientes, presencian aquel espectáculo del inframundo sin poder creerlo del todo.
Él no sabe qué hacer. El miedo se ha apoderado de su cuerpo y permanece rígido, observando la escena, como si fuera una película. De repente, la mujer cae al piso e empieza a reptar por los bancos. Su pelo ya no es su pelo, sino miles de serpientes negras diminutas.
En medio del paroxismo de lo que está pasando, el muchacho logra reaccionar. Le arrebata al cura la copa que contiene aún algo de agua bendita, se abre paso entre la gente y la vacía entera sobre el cuerpo de la mujer reptil. Esta se agita sin cesar, como oleadas frenéticas de dolor.
Miles de pústulas llagan aquel cuerpo deforme y lo van consumiendo. El olor es insoportable. Los que aún permanecen rezan diferentes oraciones. Algunos de rodillas, con los rosarios en las manos, claman por el perdón de todos sus pecados, que el mal no los alcance, que los protejan.
Siente que el corazón se le va a salir del pecho. Exhausto cae también de rodillas, sudando. Apoya la frente en el piso y llora, para darle rienda suelta al pánico que lo embarga. De la mujer solo queda manchas negras en el piso y un olor más nauseabundo que antes.
Tiene los ojos cerrados firmemente, a espera de que toda esa pesadilla haya pasado. Su propia respiración entrecortada le impide pensar con claridad. Todavía siente la opresión en el pecho. Intenta abrir los ojos para ponerse de pie y serenarse y ayudar a los que pueda. Cuando lo hace, su madre lo está mirando con cara de estupefacción. ‘’¿Qué pasó, mi vida? ¿Otra pesadilla?’’.
Abre los ojos y mira a su alrededor. Es la sala de su casa, está en el sofá de su casa, en la tarde soporífera de su propia casa y con su madre que lo observa entre asustada y confundida. ‘’Estabas dando unos alaridos terribles’’ le dice. El muchacho se seca el sudor de la frente y solo atina a preguntar qué hora es. ‘’Ya debes irte a la iglesia, son casi las seis’’.
Aún perturbado por lo que experimentó en las horas previas, enfila hacia la iglesia. Se concentra en hacer su trabajo lo mejor que pueda. Hay poca gente. Se nota que el calor les ha hecho desistir de ir a misa. Es más fuerte el estupor de la tarde, que la necesidad de lavar sus propios pecados. Respira hondo.
De pie, en el mismo sitio de siempre, espera que alguna brisa fresca le haga llevadero el rito, que nadie exagere en sus representaciones de siempre, que nadie se desmaye, ni nadie finja emociones sin sentido para obtener un poco de atención.
Se apoya contra la pared y cierra los ojos por segundos. Al abrirlos, muy cerca de él está la mujer reptil. Él la mira con pánico, sin poder creer que la esté viendo, que está ahí, a escasos centímetros. La mujer se sobresalta y sin entender el por qué de la reacción del chico, le pregunta si la conoce. ‘’Te conozco muy bien’’ le espeta. La mujer abre los ojos desmesuradamente: ‘’Es la primera vez que piso esta iglesia, joven’’ y se lleva las manos al pecho, a modo de protección.
Se ubica en un asiento de la tercera fila, al tiempo que dice ‘’hay locos en todas partes’’. Las otras mujeres que están sentadas a su lado asienten. ‘’Es un muchacho con problemas’’, le dice una a modo de confesión. Otra añade, en voz baja ‘’tiene algo de retardo porque estuvo en drogas’’. La mujer del pelo negro asiente. ‘’Pobre’’, piensa, ‘’siempre hay alguien que me confunde con el propio diablo’’. Y en silencio, empieza a rezar el rosario.

La primera parte aguarda aquí.