Todas las tardes, después de la
siesta, lee un poco. Tiene el tino de dejar cerrada la ventana de la sala,
porque sabe que al abrirla, las vecinas irán pasando, con cualquier excusa y estarán
parte de la tarde, hablando con ella, de las vidas ajenas y de los problemas
propios.
Esto, lejos de molestarla, le
agrada; la hace sentir el centro de un mini universo que se abre, cada vez que
ella abre la ventana de su sala.
Esa tarde, sin embargo, se siente
inquieta. Intenta concentrarse en la lectura, sin éxito. Se entretiene un rato
con la TV, otro con el libro. A las 4:00, hora acostumbrada de abrir la
ventana, no lo hace. Con la vista fija en el libro, sus pensamientos vagan. Deja
el libro sobre la mesa. Se levanta para preparar café.
Isabel, por el contrario, abre la ventana de su cuarto de quinceañera.
Sin zapatos, se pone de cuclillas en el borde y se sostiene a duras penas con
una mano. Siente el viento que agita sus cabellos irreverentes. Respira hondo.
Está llorando. Cierra los ojos y le dice al viento: ‘’Llévame. No quiero que
mamá se avergüence de mí’’.
En la cocina de su casa, su
propia inquietud avanza. Arregla los platos, los cambia de lugar, guarda los
vasos las tazas, limpia un poco. Quiere consumir el tiempo, que desaparezca la
desazón que esa tarde se instaló en su cuerpo.
El ruido del agua hirviendo la
trae de regreso a su mundo. Con la delicadeza de siempre, se sirve una taza de
café, sin azúcar. De regreso a su sala, retoma la lectura.
Las lágrimas siguen rodando lentas y pesadas por su rostro de rasgos
indefinidos, infantiles a veces, de adulta, otras. Cierra los ojos y al
abrirlos, echa un último vistazo a su cuarto, a sus peluches, a sus útiles
escolares, a su cama, su ropa. Vuelve a cerrar los ojos en el preciso instante
en que su madre abre la puerta y la ve en aquella posición: de cuclillas en el
borde, sostenida a duras penas de la ventana con una mano. ‘’¿Qué estás
haciendo ahí?’’, le grita histérica, al tiempo que se lleva las manos a la
cabeza. Corre a sujetarla, pero Isabel trastabilla. El viento arrecia de
repente…
Una vez que termina el café, se
dirige a la cocina y se sirve otra taza, que se derrama al mismo tiempo que Isabel
va cayendo lentamente y se estrella, sin estruendos innecesarios, contra la
acera.
Vuelve al libro.