Cuando la hija avanza por el
pasillo lleno de flores que la conducirá hasta donde está él, su padre, para
bailar el vals de sus 15 años, se siente nervioso, feliz y a la vez triste. No
ha cambiado de opinión sobre lo que pasará esa noche; sin embargo, no deja de
sentir esa mezcla de emociones tan desequilibrantes.
La joven luce radiante con su
vestido rosa. Por momentos, parece una mujer joven, desenvuelta, astuta,
pícara; por otros, parece lo que simplemente es: una adolescente torpe,
frívola, egocéntrica. Ninguna de las dos versiones de esa misma persona
incomoda o asusta al padre, que la observa emocionado y triste. ‘’Lo siento
mucho, mi niña’’, piensa, mientras ella avanza, despacio, sonriente.
Cuando llega el centro del salón,
los invitados aplauden. La chica se detiene por minutos, más radiante que
nunca, y saluda como una reina. Ve a su madre, que no cabe en sí de la alegría.
Ve a su padre, que la espera para el primer baile, con una agonía que nunca
antes había visto en él, pero no le presta demasiada atención. Hoy es su gran
debut social, así que todo le importa nada.
Su padre se aproxima y hace una
reverencia. Después la abraza. La gente aplaude. Comienza la música y ellos
dos, en medio del salón bailan acompasados y perfectos. Antes de entregarla a
su próxima pareja de baile, la abraza de nuevo al tiempo que le susurra:
‘’Perdóname, hijita, perdóname, aunque hoy sea tu día’’.
El festejo transcurre como toda
fiesta de 15 años: perfecto. Hay música, bebidas, comida en abundancia y
adolescentes que gritan, ríen, bailan junto con la debutante.
Alrededor de las 4: 00am, empieza
a decaer la fiesta. Los invitados se van marchando poco a poco, hasta que al
final solo quedan la chica, la madre y el padre. Aunque está cansada, le pide a
su padre bailar de nuevo el vals, aunque ya no haya música. Él la complace, a
sabiendas de que será el último inocente capricho que le concederá. Cuando
terminan la canción improvisada, la madre aplaude y los tres se abrazan: ellas
dos con alegría y él también con tristeza.
Se dirigen al auto, los tres
cargados de regalos que colocan en la maleta. Una vez dentro y ya con el auto
en marcha, el padre dice: ‘’Tengo algo que contarte hija mía’’.
La chica, que está casi dormida
en el asiento trasero, murmura un ‘’qué’’ lánguido, producto del cansancio y de
la somnolencia.
A medida que avanzan por las
desoladas calles de la ciudad, rumbo a su casa, el discurso del hombre va
despertando a la joven.
‘’Tu madre, querida hija, casi
siempre fue una mujer íntegra. Te ha educado bien, tanto como yo mismo. Me
gustó de ella siempre su lado práctico y cómo enmascaraba las cosas, incluso
las triviales, para que todo pareciera perfecto. En realidad, para que
pareciera perfecto para ti’’.
La madre que mantenía los ojos
cerrados y estaba un tanto hundida en su asiento del cansancio, se yergue y
abre los ojos: ‘’¿A qué viene todo esto, Hernán? ¿Cómo que siempre fui casi
íntegra?’’, pregunta perpleja.
En el asiento trasero, la chica
presta atención en silencio. El hombre continúa su monólogo, sin inmutarse.
‘’Si yo hubiera estado en una situación similar, realmente no sé cómo hubiera
reaccionado’’. ‘’Qué situación papá?’’ dice, ya totalmente despierta. La madre
de nuevo vuelve a preguntar: ‘’¿A qué viene todo esto, Hernán?’’.
‘’Cuando yo tenía 21 años, me
enfermé. Estuve algunos días, creo que una semana, en cama, débil. No resultó
nada grave al final. Fue por la misma época en que conocí a tu mamá y empezamos
a salir. Te juro, hija, que no podía separarme de ella, de tanto que me gustaba
estar con ella…’’.
‘’Papá…¿es este un cuento
romántico? Me fastidian las historias rosa, papi…’’, dijo la chica con la
aspereza propia de sus recién estrenados 15 años.
El relato continuó, a pesar de la
interrupción. ‘’A los dos años exactos de conocernos, le propuse matrimonio y a
los dos años de estar casados, naciste tú. Toda mi vida debió haber girado en
torno a ti, lo sé, pero nunca fue posible, hijita, nunca, porque…’’.
‘’Hernán, ¿qué te pasa? ¿Qué
clase de historia sin sentido es esta?’’, preguntó la madre, visiblemente
intrigada.
‘’¿Porque qué, papá? ¿A qué estás
jugando?’’, preguntó a su vez la hija.
‘’Porque no eres mía. Nunca
pudiste serlo. Aquella enfermedad que mantuvo en cama, cuando era joven, me
dejó estéril. Era una consecuencia lógica. Y a mis 21 años, poco me importaba,
es más, me daba inmunidad para acostarme con cualquier mujer sin consecuencias,
ni riesgos. Así que cuando tu mamá me dijo que estaba embarazada, la acompañé
en su teatro, fingí alegría. Quería ver hasta dónde llegaría con esto. Pero no
la acompañé en su triunfo, porque el triunfo de decirle en su cara hoy, día de
tus 15 años, que nunca fui el tonto que ella siempre creyó que yo era, lo
guardé para hoy. Por eso te reitero, hija, que nunca fue posible amarte del
todo y la verdad es que no tengo ningún remordimiento por ello’’.
La madre llora, con la cabeza
hundida entre las manos: ‘’¡Siempre lo supiste!’’, le grita con odio al padre.
La hija, por su lado, no entiende completamente la historia. Tal vez es un mal
chiste, un mal sueño, un ‘’algo’’ que no está pasando y mucho menos tiene que
ver con ella.
Al llegar a la casa, el padre
abre la puerta despacio, entre el llanto de la madre y el silencio de la hija.
‘’Les pido que recojan sus cosas, se vayan de aquí y me dejen solo. Este teatro
llegó a su fin’’.