Lleva años haciéndolo y no le disgusta para nada. Tampoco le parece aburrido, aunque sea una
rutina que mantiene desde hace cinco años. Es el más joven del grupo, pero no
por ello el menos inexperto. Es de hecho un referente para sus compañeros.
Cuando comenzó, por insistencia de su madre, no pensó
que duraría mucho. Ganaba muy poco dinero que no le alcanzaba para comprar
todas las cervezas o cigarrillos que hubiese querido, pero una vez que comenzó,
esos vicios fueron desapareciendo. ‘’¡Un milagro!’’ había exclamado su madre
cuando no descubrió más latas de cerveza ni colillas solitarias esparcidas por
su cuarto.
Siempre está atento y vigilante. Ni en sus fantasías
más anormales, hubiera pensado que esa ocupación de medio pelo le ayudaría a
centrarse en la vida y a descubrir talentos que no sabía que tenía, como este,
el de guiar y cuidar de la gente.
A su madre también le gusta que él haya encontrado
algo de provecho en qué entretenerse, a sabiendas de que su único hijo nació
bueno para nada, y que no haya desperdiciado su juventud en cosas inútiles,
como casi todos los muchachos de su edad. Su madre nunca le tuvo fe, pero sí un
amor desbordado, y eso a él le bastaba. Claro que a ella no, por eso le
insistió tanto en que empezara a trabajar y así lo hizo, para no defraudarla
más.
Como todos los viernes, sábados y domingos, está listo
para empezar su faena. Se cerciora de que todo esté en orden, porque el éxito
de su labor depende mucho de eso. Cuando comienzan a llegar todos, cada vez más
(se nota que la gente está cada año más desconsolada), se van ubicando.
Los primeros, esos que aman tener el rol protagónico
en todo, se ubican como siempre en la primera fila. Algunos no se conocen, pero
de alguna forma sí, de tanto verse siempre en las mismas circunstancias.
Le gusta observar a la gente, sobre todo. Hay un par
de viudos y muchas mujeres solas, como su madre, que aún en vida de su padre,
estaba más sola que nunca, porque su padre siempre estaba metido de cabeza y
corazón en el trabajo y a ellos casi ni les prestaba atención. Estas mujeres
tienen la misma mirada lánguida y resignada de su madre y por eso le gustan,
porque le parecen familiares, cercanas.
Hay más mujeres que hombres. Y de todas las edades. Se
nota que muchas no tienen en qué ocuparse y por eso se dedican a esto con
fervor. Son todas un caso. Los hombres son más escasos y no tan constantes. Si
por él fuera, le gustaría que la cosa fuera equitativa, así habría equilibrio.
No como ahora: mucho de mucho, poco de poco.
Lo interesante de todo esto es que la gente está unida
por un mismo sentimiento: el desespero. No es la fe, como él creía en un
principio. Tampoco son los dogmas inculcados desde temprana edad. Es el
desespero. Ese perenne caminar en una especie de cuerda floja entre inconvenientes
cotidianos y sufrimientos personales.
¿Pero quién es él para juzgar? Nadie. Absolutamente
nadie. Tampoco le interesa inmiscuirse en la vida ajena. Todo ese fardo de
quejas insolubles de los demás le parece una carga muy pesada y él es muy joven
aún como para ser la esponja emocional de un grupo de gente que ni le va, ni le
viene.
Le gusta, eso sí, cuidarlos, de la forma estéril y
tranquila en que lo hace. Es su forma de demostrar educación. ‘’Compasión
cristiana’’ diría su madre. Y gracias a esa educación, que es más un rasgo de
carácter que una actitud aprendida por la fuerza, es que está pendiente de
todos.
Su labor no pasa desapercibida. Se acercan y le hacen
preguntas, que casi siempre son las mismas, porque la gente va variando cada
tanto y el público se renueva. Él ya desarrolló la capacidad de anticiparse a
las necesidades del otro y es algo de lo que se enorgullece. Por eso se siente
útil. Por eso le gusta observar a la gente. Por eso le gusta su trabajo.
Es el encargado de abrir el portón unos minutos antes,
para que los feligreses vayan escogiendo sus asientos. Es un día de mucho
calor, así que no esperan que asista mucha gente. Los días así tan pesados, son
difíciles de sobrellevar. No hay presupuesto para más ventiladores (solo un par
de los grandes en la entrada y uno pequeño en el altar) y mucho menos para aire
acondicionado, lo que sería un verdadero lujo.
Los días así, el público merma. Y si no fuera porque
él es constante y comprometido con su trabajo, también lo haría. Se le hace
interminable el rito de la misa cuando hacen tantos grados que el mismo diablo
sufriría un golpe de calor, si es que existiese.
Las personas van llegando a cuentagotas. Él está cerca
del pasillito que da hacia los baños y al jardín. Cada tanto corre algo de
brisa, tan caliente como el mismo día que la produce y tan inútil como los
pensamientos por los que vaga su mente cuando el calor lo azota.
Cierra los ojos unos instantes. Piensa en una piña
colada, aunque en su vida haya visto o probado una. Cuando los abre, muy cerca
de él está una mujer morena, corpulenta, de unos 50 años. Tiene el pelo tan
negro e hirsuto, que le llama la atención, mucho más que la mirada centelleante
con que lo observa.
‘’Te pregunté qué dónde estaba el baño, niño’’ le
dice, de mala gana. ‘’Perdone, señora, no la oí. Al fondo, por este pasillo’’.
La mujer sigue las instrucciones y él la sigue con la vista. Es la primera vez
que la ve en la parroquia, está seguro de eso. La ve contonearse, no con la
gracia propia de quien seduce, sino de quien es torpe y ordinario. Pero quizás
es solo el calor lo que lo hace pensar estupideces.
La misa transcurre como siempre, sin altibajos. Los
mismos de siempre fingen desmayos cuando el cura pasa por los bancos
esparciendo agua bendita, tocándolos en la frente para ahuyentarles la mala
vibra. Si no fuera porque sabe que es parte de un show barato que nadie
organizó, creería ciegamente en esas representaciones; sin embargo, sabe de
sobra que a las personas les gusta el drama, como si fueran actores de
telenovelas baratas.
A veces él ayuda porque el padre, cuando le pasa
cerca, le hace un guiño. Entonces él ya sabe, lo entiende todo, se coloca al
lado del feligrés que está a punto de desmayarse como por arte de magia. Lo
toma de un brazo o se coloca por detrás de la persona para que cuando caiga de
rodillas, como un muñeco de trapo, no se golpee.
Es este accionar lo que a veces lo entretiene. Ya
tienen identificados a esos amantes espontáneos del drama. ‘’Showceros’’ los
llama el cura. A él le encanta esa palabra porque resume todo lo que es el
ritual del espanto de los malos espíritus en cuerpos ajenos, un espectáculo
barato, con actores de segunda.
Cuando todo termina, se dispone a ordenar los bancos,
a barrer un poco el piso. Siempre se queda una hora más de lo estipulado. Le
parece una bajeza dejar todo así sin más e irse y no ayudar a sus compañeros. Algunos
se quedan orando, hasta que la pequeña iglesia cierre sus puertas para abrirlas
más tarde, para la misa vespertina.
Una vez que todo ha quedado en silencio, enrumba hacia
su casa. De repente, le asalta el pensamiento de la mujer que le pidió que le
indicara dónde estaba el baño. Aquel pelo tan negro e hirsuto y mirada
centelleante con que lo observó.
Su madre lo recibe con un beso. Lo estaba esperando
para almorzar. La conversación hubiera sido la misma de siempre, llena de
nimiedades, sino hubiera sido porque le cuenta la anécdota con la mujer. ‘’No
la vi salir del baño, mamá’’ le dice. ‘’Pero hijo, seguro que salió. Además, si
hoy hubo más desmayos de mentira que de costumbre, seguro no lo notaste. Anda,
termina de comer, que tienes que tener fuerzas para la tarde’’, le dice
dulcemente. Él obedece y se queda en silencio, pensando.
Contrario a su costumbre, se recuesta un rato en el
sofá y dormita. En el sopor de la tarde, solo sueña un único sueño: la mujer
del pelo negro que le hace la misma pregunta una y otra vez. Cuando se
despierta, lo hace sobresaltado. Es casi la hora de estar de nuevo en la
iglesia para el turno de la tarde y aún no está listo. Se apresura lo más que
puede y sale corriendo para llegar lo menos tarde posible.
La segunda parte espera aquí.