Vivían en una pequeña casa, con dos únicos ambientes, en los que se
acomodaban como podían. En la parte de atrás estaba un cobertizo, mal hecho,
pero que servía para esconder la letrina y sus malos olores.
No tenían sembradíos y mucho menos una huerta decente, como algunas
otras familias de la región, pero sí un pequeño viñedo, del que producían vino
para su propio consumo y a veces, cuando tenían un poco de más, lo vendían en
la feria cada tanto.
Como tantos otros, sobrevivían. El padre, un hombre de unos cuarenta
años, era el típico borracho violento y grosero que obligaba a sus hijos a
trabajar y producir su propio vino, del que gota a gota él consumía con la
velocidad del vicioso.
La madre, sumisa y temerosa, se encargaba de las tareas del hogar y de
cuidar a los niños. Los pequeños, sucios y mal vestidos, no iban a la escuela
rural, que solo abría un par de veces a la semana y trabajaban largas horas en
huertas ajenas junto a su padre. ‘’¡Aquí todos se ganan su propio pan! solía
gritarles.
El hijo mayor tenía apenas 13 años y estaba a cargo de la producción de
vino. Los hermanos menores se turnaban para ayudar en las siembras y en lo poco
que pudieran hacer en casa. El padre siempre estaba borracho y malhumorado, y
no dudaba en golpear a sus hijos si consideraba que no trabajaban lo
suficientemente bien.
Alquilaba a los niños a los patrones de otros caseríos para que les
trabajaran el campo. Sacaba sus propias cuentas de cuánto podía producirle cada
niño y así tener dinero suficiente para gastarlo en la taberna, bebiendo vino,
mientras esperaba por la cosecha de su propio viñedo.
Sin embargo, un día, el hombre se dio cuenta de que no le quedaba casi
vino y tampoco dinero suficiente como para comprarlo en el pueblo. Furioso,
empezó a tirar cosas al piso y romper lo poco que tenían. Los niños se
escondían en un rincón, temerosos de las ya sabidas consecuencias.
El hombre tambaleante se dirigió hacia el fondo de la casa, donde
estaba la barrica de vino. Allí encontró a uno de sus hijos menores, de solo
nueve años, atendiéndola. ¿Dónde estaba el mayor? ¿Por qué no estaba ahí?
El niño estaba subido en una escalera enclenque para alcanzar la
barrica. Sin mediar palabra, el hombre empezó a agitar la escalera y a gritarle
que qué hacía ahí, si ese no era su lugar. ‘’¿Dónde está tu hermano, dónde?’’
vociferaba mientras subía como podía. Comenzó a golpear al niño y a apremiarlo
para que se diera prisa.
El hijo mayor, que dormía escondido del padre entre la paja amontonada
en el piso, se despertó por los gritos. Vio cómo el padre forcejeaba con el
niño y sin pensarlo dos veces, dio un salto y subió por la escalera.
A pesar de no poder hacer mucho, dadas sus contexturas de niños,
atacaron al padre para defenderse, pero el hombre perdió el equilibrio y cayó
dentro de la barrica, golpeando su grande y pesada cabeza de borracho contra el
filo, quedando inconsciente.
Ante la mirada atónita de los chicos, el padre quedó flotando, boca
abajo, inerte. El líquido lo fue cubriendo por completo y se hundió lentamente,
como si se hubiera desvanecido en el vino. El chico más pequeño bajó por la
escalera dando tumbos y su madre fue a su encuentro, dada la naturaleza de sus
gritos y de su llanto, que eran muy diferentes de cuando el padre borracho lo
azotaba.
Entre sollozos, le contó a la madre lo que había ocurrido. La madre
comenzó a llorar y lo atrajo hacia sí. Los demás chicos se reunieron en torno a
ellos. Nadie sabía qué hacer.
Fueron todos juntos hasta el fondo de la precaria casa. El hijo mayor
tenía aún la vista clavada en la barrica. La madre lo llamó varias veces para
sacarlo del trance en el que estaba.
Le limpió con su sucio delantal la cara sudorosa al tiempo que lo
besaba en la frente. Hizo que todos se sentaran en el suelo y les dijo que
guardaran el secreto. No había nada más que hacer.
Les ordenó que embotellaran parte del vino para venderlo en el pueblo.
Los niños se encargaron toda la noche de hacerlo, cuidando de que el cuerpo del
padre no quedara expuesto. Al día siguiente, con más miedo que certezas, la
madre fue al pueblo a ofrecer las botellas de vino. El resultado fue
sorprendente. El vino era de una calidad excepcional y pronto se corrió la voz
de aquella maravilla gastronómica.
La familia empezó a prosperar gracias al vino y a su secreto tan bien
guardado. Compraron nuevas herramientas para la huerta y se hicieron con una
pequeña tienda en el pueblo. Tenían que disfrutar de esa dicha mientras durara
el cuerpo del padre en el fondo de la barrica.
Nunca hablaron de lo que había sucedido
aquella noche. Mantuvieron el secreto de su vino y se aseguraron de que nadie
conociera el verdadero origen del mismo. Se obligaron a relegar en el olvido la
tragedia del padre que les trajo lo único que nunca habían esperado: El éxito.