Cuando a la noche levanto fiebre, la habitación se convierte en un
hervidero de sombras. Los destellos rojos del termómetro destilan una realidad
distorsionada. Cada grado de temperatura parece tejer un mundo paralelo, una
dimensión donde lo cotidiano se desdibuja en lo insólito.
En las noches, el calor que emana de mi cuerpo no solo es físico, sino
el presagio de un algo impredecible. Me duele, casi siempre, la cabeza. Con
cada pulsación de mis sienes, mi percepción se altera, como si mi mente se
sumergiera en un océano de visiones oníricas.
Los muebles parecen moverse por sí solos, danzando en una coreografía
arrítmica, mientras que voces inaudibles resuenan en mis oídos, susurros de un
lenguaje desconocido que penetran mi conciencia con inquietante claridad.
El umbral entre la vigilia y el sueño se desvanece, arrastrándome a un
estado de ensoñación febril. Por eso, intento no cerrar los ojos, porque cada
vez que lo hago, un paisaje desconcertante se despliega ante mí. Es como
caminar por senderos de luz y sombra, mientras mi cuerpo arde en una
temperatura que desafía los límites de lo humano.
Y entonces, en medio de esa danza entre la realidad y la quimera, veo
que mi habitación parece disolverse en un remolino de formas inconcebibles.
Frente a mí, se materializa un abismo insondable, una grieta en la realidad
misma. Desde su centro, un ojo ciclópeo, vasto y atemporal, me observa con una
intensidad que trasciende la lógica humana. Su mirada me atraviesa, y yo no soy
un espectador: yo soy parte de aquello.
Una de esas noches, al ceder la fiebre, no me encontré en mi habitación.
El mundo que me rodeaba era una réplica grotesca de lo que conocía, cada cosa
cargada con una textura imposible. En mi interior, un eco resonaba, un mensaje
del ojo que había contemplado:
"Te hemos despertado. Ahora, tú nos abrirás las puertas."
Y mientras el sol se alzaba en un cielo que ya no reconocía, comprendí
que mi cuerpo no era mío, que mi mente era apenas un huésped, y que algo había
comenzado a gestarse en mi interior. Las noches de fiebre habían sido
suficientes para arrancarme de mi humanidad y entregarme a un destino que nunca
más volvería a ser el mío.