(En primera persona)
Era una tarde cualquiera y yo moría del tedio.
Ya no sabía qué hacer para entretenerme. Como último recurso me senté en las
escaleras que daban a la huerta a tirarle piedritas a la nada. Mi tía abuela
oyó el ‘tintín’ y buscó de dónde venía el ruido hasta que lo encontró. Me
encontró. Estaba ya vestida para salir. Eran casi las 4:00pm, hora de ir a
visitar a las vecinas. ‘’Véngase’’, me ordenó con la voz dulce de todas las
tías abuelas. ‘’Le cuento un secreto si me acompaña a la visita’’, me dijo.
Parpadeé. Un secreto, a mis trece años, era siempre mucho más interesante que
tirarle piedritas al viento. ‘’Voy contigo, tía’’, le dije, sin anteponer ni
posponer ningún usted. Mi tía abuela
sonrió y se colocó el chal sobre los hombros. Tomó su diminuta cartera y se vio
de nuevo en el espejo del comedor. Yo la seguí ansiosa durante todo el ritual.
Caminamos por el largo pasillo de la casa, con cierto sigilo. Antes de abrir el
primer portón, me tomó del brazo y me dijo en voz baja, a modo de confidencia
impropia: ‘’Ana Emilia no es viuda. El marido desapareció el mismo día de la
boda. Le dijo que ya volvía y nunca volvió. No vaya a preguntar nada. Después le
cuento bien´´. Me quedé pasmada y la ansiedad por conocer a Ana Emilia se hizo
más fuerte aún.
Salimos. Dimos unos 20 pasos y tocamos el
timbre una sola vez y antes de que el riiiing
terminara, ya una vocecita había respondido desde el fondo: ‘’¿Quién es?’’ y mi
tía abuela respondió casi al mismo tiempo: ‘’¡Pepita!’’. La vocecita se hizo
entonces presente en forma de mujer fantástica: ‘’Bienvenida, Pepita’’ le dijo
a mi tía abuela hasta que se dio cuenta de mi existencia. ‘’¡La sobrina!’’ y se
le iluminó el rostro con una mágica sonrisa. ‘’Bienvenidas’’ dijo esta vez y
nos llevó hasta la sala, donde retozaban algunos de sus gatos. Las tres nos
sentamos en la sala. Yo a escucharlas y a observarlas, ellas a parlotear. Ana
Emilia era una mujer vivaz, de impresionantes ojos verdes, tan perfecta a sus
casi 70 años, que parecía sacada de un cuento. En algún punto de la charla,
recordaron ambas mi presencia. Ana Emilia me sonrió y me preguntó cuánto tiempo
me iba a quedar de visita. Mi respuesta fue, como siempre, una pregunta fuera
de contexto: ‘’¿Aquí en su casa?’’. ‘’No’’, río ella. ‘’En casa de su tía, en
esta ciudad’’. ‘’Ah. Hasta que pase una de estas tres cosas: se acaben las
vacaciones, mi mamá cambie de opinión y vayamos a la playa en vez de seguir
aquí o Ud. me cuente por qué se quedó sin marido’’, dije, impertérrita, a
sabiendas de que en segundos, mi tía abuela me regañaría o asesinaría por
imprudente. El rostro de Ana Emilia no se alteró en nada ante la fiereza de mi respuesta,
no así el de mi tía que ya estaba a punto de ebullición. ‘’¿Le sirvo un café?
El cuento es largo’’ dijo y apoyó su taza casi vacía sobre la mesita. ‘’Con dos
cucharaditas de azúcar, si es tan amable’’, respondí y me acomodé mejor en el
sillón, no sin antes enfrentar visualmente a mi tía abuela, quien de seguro esa
noche se aseguraría de acuchillarme.
‘’El día de nuestra boda, no llegué tarde a la
iglesia, como era costumbre. Llegué puntual y perfecta, del brazo de mi padre.
La música, la decoración, los invitados (casi 60 personas y puedo recordarlas a
todas), el cura y Eduardo: radiante y magnífico en el altar, esperándome. La
boda que toda muchacha de mi edad y de mi posición social hubiera querido
tener, la tuve yo, ese día, 24 de mayo de 1942. La ceremonia duró lo justo y
fuimos a la recepción en el hotel Majestic, el de los jardines que son casi una
selva, ¿sabe de cuál le hablo, verdad?’’. Yo asentí, absorta.
‘’Pues bien, recuerdo el trayecto en la
limosina con Eduardo. No me quitaba la vista de encima y tenía mis manos
entrelazadas con las suyas. Sé que en ese momento, éramos la felicidad. Cuando
llegamos, el gran salón del Majestic estaba todo iluminado, decorado en tonos
champaña. Había cerca de 150 invitados, la crema y nata de la sociedad merideña
de la época. Saludamos, entre aplausos y ‘’vivan los novios’’ y las lágrimas de
nuestras madres, sobre todo. Contraviniendo las reglas de la sociedad, Eduardo
me besó antes del vals y ese beso tibio, dulce y a la vez apasionado, aún lo
conservo en mis labios. La magia del amor. Cursi, lo sé, pero ya verá cuando le
toque. Saludamos, conversamos un poco, reímos, brindamos. Cuando nos tocó
bailar, solo recuerdo el brazo de Eduardo rodeando mi cintura, su frente
apoyada en mi frente, la calidez de su cuerpo, el ritmo elegante de sus pasos y
los latidos nerviosos de su corazón enamorado. Lo recuerdo como si hubiera sido
ayer’’. Ana Emilia hizo una pausa, que a mí me pareció eterna. Respiró hondo y
continuó. ‘’Después del vals, ese único baile que nunca se repetiría, Eduardo
me besó en la frente y me dijo: ‘’Ya vengo’’, y me entregó a mi padre, para
continuar el baile. Después de dos piezas más, fui a buscarlo. Empecé a
preguntar si lo habían visto. Las respuestas fueron varias: por allá, por aquí,
por aquí, por allá. Después de media hora de pasearme intranquila por el salón,
empezamos a buscarlo, ya más en serio, sus padres, hermano, mis padres, yo. La
gente empezó a bromear: ‘’Se perdió el novio’’ y otros más letales decían ‘’Se
le escapó el novio’’. Al cabo de una hora, la orquesta paró y el director
preguntó si alguien sabía adónde había ido Eduardo. Yo estaba al borde de las
lágrimas, asustada, avergonzada. ¡Mi marido no aparecía! Nadie vio salir a
Eduardo del salón, custodiado por personal del hotel. Los accesos a los
jardines estaban cerradísimos, también. Las siete puertas por donde Eduardo
pudo haber salido, estaban vigiladas’’.
Ana Emilia se levantó y fue hasta a la
estantería. Buscó dos fotos y me las dio. ‘Aquí estamos, al salir de la
iglesia; y este es él, ese mismo día’’. Miré las fotos. Ana Emilia era magnífica de joven, no así
Eduardo, que era demasiado alto y demasiado desgarbado, sin gracia, con rasgos duros
que no lo hacían pasar desapercibido. ‘’¿Notó que era alto? ¿Cómo pudo haberse
esfumado, escabullido…escapado…sin ser notado? Era muy obvio, adondequiera que
iba, llamaba la atención. Lo que restó de la noche de mi boda, lo pasamos
buscándolo. 24 horas más tarde dimos el parte a la policía y 72 horas más
tarde, lo dieron por ‘’desaparecido’’. Eduardo figuraba –y aún figura- en los
registros policiales como eso: desaparecido. Ni vivo ni muerto volvió. Lo
busqué por exactamente 10 años, cuando por ley prescribió mi matrimonio y volví
a ser soltera. Lo seguí buscando por 10 años más, hasta que me di por vencida.
Guardé solo esas dos fotos y el anillo de casada. Cuando regrese, me lo pongo
de nuevo y nos casaremos de nuevo, pero esta vez seré yo quien desaparezca’’
concluyó, con una risita tierna, propia de quien ha asimilado una tragedia y la
ha convertido en un aprendizaje necesario para seguir viviendo.
Coloqué mi taza en la mesita y esperé antes
de hablar. ‘’No siempre el que desaparece lo hace por gusto’’, dije. ‘’Gracias
por la historia’’. Ella sonrió con su sonrisa mágica y me tuteó por primera vez
en ese día: ‘’Espero haberte entretenido’’.
Los 20 pasos de regreso a casa, los caminamos
mi tía abuela y yo en total silencio. Cuando abrió la puerta, vino el tan
ansiado regaño, suavizado por la historia trágica de la tarde: ‘’No la vuelvo a
llevar de paseo’’. Suspiré y fui a sentarme de nuevo en las escaleras y a
pensar en la historia de Ana Emilia, la sobreviviente.
1 comentario:
Excelente
Publicar un comentario