Una suerte de
diluvio benévolo cae sobre la ciudad y retrasa su llegada al café de siempre.
Lo lamenta. No tanto porque su involuntaria impuntualidad puede arruinar
espíritus ajenos, sino porque cada precioso minuto que se pierde de estar con
ella es irrecuperable.
Todo él gotea
cuando llega al sitio. Está atestado de gente que espera cese la lluvia. Se
dirige con paso firme, pero sin aliento ya, al último saloncito. La encuentra
en la mesa del rincón, casi en penumbras, con la taza de café entre las manos y
la vista perdida en la nada. Se acerca y se detiene justo enfrente. Como si no
estuviera ahí, la chica continúa con la mirada vacía. ‘’El diluvio y tú’’,
dice.
Él se quita el
abrigo y siente como se le queda pegada la camisa empapada a la piel. De sus
rizos caen gotas constantes, como si el aguacero fuera parte de él también. La
muchacha deja la taza en la mesa y lo
mira: ‘’Vas a enfermarte’’ y le retira el cabello de la cara con
delicadeza. ‘’No lo creo, me gusta mucho la lluvia. Lo que te gusta, no te
enferma’’, responde y toma una de aquellas manos tan femeninas para besarle la
palma. Ella sonríe. ‘’Tienes razón’’ y le devuelve el beso, solo que en la
boca. Se besan un tiempo largo, como si fueran adolescentes, como si el resto
del mundo no existiera, como si besarse fuera la vida. Al separarse, se toman
de las manos. Ella se quita el anillo de casada y él hace lo propio con el
suyo, como pasa siempre cada vez que se encuentran.
‘’Tengo algo que
decirte y no te va a gustar’’, dice ella y apoya con ternura su frente contra
la de él. El chico respira hondo. Lo que sea, no quiere oírlo, saberlo,
sentirlo. Ella lo mira y suelta la noticia: ‘’A mi marido lo trasladan al
interior por tiempo indefinido’’. Un silencio largo y triste se instala entre
ambos.
‘’Esto iba a pasar
en cualquier momento. Lo sabíamos’’, continúa. Lo atrae suavemente hacia sí y
lo besa. ‘’¡Qué no daría por haberte
conocido a tiempo!’’, atina a decir el muchacho, antes de que otra vez el pesado silencio haga un espacio entre
ambos.
Las lágrimas
empiezan a rodar lentas por el rostro de la chica. ‘’No nos merecemos esto y
sin embargo…’’. Él le coloca el índice sobre los labios: ‘’Yo te merecía a ti,
tú me merecías a mí. Nos mereceremos hasta siempre’’. La besa, al tiempo que se
levanta. Se coloca el abrigo mojado, paga la cuenta y se dirige a la puerta, en
silencio. Ella esconde la cara entre las manos y solloza.
El diluvio benévolo
sigue azotando la ciudad. La chica se levanta, sin ánimos. Guarda el anillo de
matrimonio en el bolsillo del abrigo. Con pasos tristes, se dirige a la salida.
Se detiene en la entrada del café.
Empieza a caminar
bajo la lluvia, cabizbaja, con las manos en los bolsillos. Empapada llega hasta
su casa. Se detiene en la puerta de entrada y llora. Saca del bolsillo el
anillo, lo observa, cierra el puño, se da la vuelta y lo arroja lejos.
Abre la puerta de
su casa y entra.