Recuerdo claramente el día que llegamos
a casa, después del funeral de mi único hermano, Lucas. Mamá, que siempre se le
dio perfecto el papel de víctima, entró casi a rastras a la casa. Se sentó en
el primer sillón que encontró, se llevó la mano izquierda a la frente y empezó
a sollozar: ‘’Mi niño, mi niño. ¿Quién cuidará ahora de nosotros?’’.
Repitió esa frase varias veces,
algunas en un tono de voz más alto o más agudo o con la voz temblorosa que sólo
tienen los que han llorado durante un buen rato. Papá la miraba y estrujaba
entre sus manos su sombrerito negro, sin saber si tenía que abrazarla, sentarse
a su lado, seguir de pie o cerrar los ojos y hacer como si nada estuviera
pasando.
Ambos, cabe destacar, ignoraban
mi presencia. Y no sé si adrede. Mi familia nunca fue una familia donde las
mujeres tuvieran un peso importante, pero eso no lo sabía aún. Era adolescente
y todo mi mundo había girado en torno a cosas tan simples como las rosas de
nuestro pequeño jardín, cuándo y cómo sería mi primer beso, recoger la limosna
en la misa de los domingos y visitar a mis abuelos los viernes por la tarde.
Nada más. No tenía aficiones, ni preocupaciones, ni esperanzas, ni nada. Vivía
la vida de una jovencita normal de clase media baja, sin grandes sobresaltos.
Pero el deceso temprano de mi
único hermano, quien se suponía iba a estudiar, a graduarse, a aliviar un poco
nuestra situación económica -que a veces era precaria- cuando consiguiera su
primer trabajo; cambió los planes de nuestras vidas. Bueno, yo no tenía ningún
plan a esa edad, reitero. Siempre me quedó la duda de si Lucas hubiera aceptado
esa vida que nuestros padres habían trazado tan meticulosamente para él y nosotros.
Mamá estuvo dos días en su cama,
encerrada en su cuarto, para darle más dramatismo a la pérdida. Papá durmió en
la salita, como pudo, en el sofá verde. Al no tener qué comer, dado el estado
de depresión autoimpuesta de mamá, tuve que llamar a mis tías, para que
vinieran en mi auxilio. Yo tenía hambre y todavía no sabía cocinar. Limpiar sí,
porque mamá me obligaba, pero cocinar aún no era algo que me hubieran enseñado.
Mis tías se encargaron de poner
un poco de orden, dentro del caos posterior al funeral. La noche antes de que
regresaran a sus respectivas casas, no sé cuál de las dos hizo le hizo la
observación fatal a mamá: ‘’Te queda esta hija. Tienes que cuidarla’’. Mamá
parpadeó y fue como si la sola idea de cuidar de alguien inútil para ella, la hubiera
sacudido desde la profundidad de sus entrañas. Me miró como quien mira a un
objeto desconocido, nuevo, llamativo. ‘’Es ella quien tendrá que encargarse de
nosotros. Iba a hacerlo Lucas’’.
Así que de esa forma, mi mamá,
con el silencio aprobador de papá, decidió mi presente y mi futuro: tendría que
cuidar de ellos hasta su muerte, que pudiera sobrevenir pronto, dado el grado
de tristeza insoportable que los aplastaba. Más a ella que a él, claro.
Yo había pensado en estudiar, al
terminar el colegio. No era una decisión muy firme, porque básicamente no sabía
para qué era buena, pero quería saber qué era estudiar en una universidad, y no
hacer un cursito tonto en cualquier academia, sino tener una carrera, un
diploma y diferenciarme del resto de las mujeres florero de mi propia familia. A
veces fantaseaba con eso.
Creía que una vez que llegara a
la universidad, seguro encontraría un novio y me casaría con ese novio. Y
tendríamos hijos. Era ese el orden natural de la vida, ¿no? O al menos es lo
que decían mis amigas. Me gustaba imaginarme por momentos las caras de mis
padres cuando me graduara de…lo que fuera, y llegara a casa con mi diploma en
mano.
‘’Te quedarás con nosotros’’
sentenció mamá esa noche, cuando entró a mi cuarto para darme las buenas noches,
cosa que hacía mucho tiempo no pasaba. Yo estaba peinándome, parada frente al
espejo, cuando ella entró, un tanto menos demacrada que los días anteriores y
con un brillito diferente en la mirada.
Se fue acercando lentamente.
Apoyó sus huesudas manos en mis hombros y me quitó con delicadeza el cepillo,
para entonces continuar lo que yo estaba haciendo: peinarme. Cuando dio por
terminada la sesión, me devolvió el cepillo y dijo: ‘’Sabes hija, tu papá y yo
sabemos que serás muy buena compañía. Nuestra compañía. Terminarás el colegio y
te quedarás en casa, aquí con nosotros. Hay que limpiar, cocinar, lavar,
planchar. Hay mucho que hacer, todos los días’’. Siguió enumerando la cantidad
increíble de faenas hogareñas a las que debía consagrar mi vida, justo ahora
que el destino nos había jugado una mala pasada y nos había dejado sin Lucas.
Malísima, en realidad.
Invertir en mí, en mi futuro nada
promisorio según mis padres, no era algo que estuviera en sus cabezas. Ni
siquiera creo que la muerte de mi único hermano tuviera algo que ver. Creo que,
al no existir yo para ellos, no había nada pensado, ni hecho, ni planeado. Por
tanto, al recordar que yo existía, me movía y pensaba, como cualquier otra
persona medianamente normal, me había puesto en la mira de sus vidas.
Ahora contaban con alguien que se
ocuparía de ellos en su presente, en su vejez y decrepitud, enfermedad, etc. Yo
estaba ahí no para ser su hija, la que quedó, sino para servirles. Así de
simple. Ahora lo puedo decir abiertamente. Me llevó un tiempo asimilarlo.
Adiós a mi carrera universitaria,
al novio con el que me casaría y tendría hijos, a la rutina de una vida en
familia, de una vida gris, tal vez, o llena de colores, luces y matices. Adiós
a todo lo poco que pude haber deseado en algún punto.
Esa noche, cuando mamá me confió sus
magníficos planes de sacrificio, no pude dormir. Estuve dando vueltas en la
cama. Me levantaba, me asomaba a la ventana, volvía a la cama. Así durante
horas, hasta que el sueño me venció. No rendí nada en el colegio al día
siguiente. Estaba como ausente. Pensaba sólo en el terrible futuro que se
presentaba ante mí y que venía como una boa, lenta y peligrosamente, a
engullirme. Y yo no podía hacer nada. Mi deber de señorita era quedarme al lado
de mis padres, porque ellos en algún momento, iban a necesitarme.
Justo el día que terminé el bachillerato,
dos años después de la muerte de Lucas, esperé a que papá llegara del trabajo y
seria le dije que tenía que hablar con él y con mamá. Respiré hondo, muy hondo
y les dije que quería ser monja. ‘’Tomar los hábitos’’ fue la expresión exacta
que usé. Papá sonrió tímidamente, como siempre. Miró a mamá y quiso decir algo,
pero nunca se atrevió.
Mamá se me quedó mirando, como
escrutando mi rostro para encontrar algún punto de quiebre para desbaratarme la
mentira, pero no lo encontró. Yo llevaba dos años ensayando el momento en el
que les comunicaba a todos (mis padres, las monjas de mi colegio de segunda) mi
decisión de dejar el mundo material y entregarme al espiritual.
Yo creo, y digo ‘creo’ porque
nunca lo constaté, era sólo una sospecha, que cuando me preguntaban si estaba
realmente segura de lo que quería, porque era joven, muy joven, e inexperta, yo
mantenía la mirada y respondía sin vacilaciones: ‘’Tan segura como el aire que
respiro’’. Esa frase, pequeño extracto de una canción lastimera que cantábamos
en la misa de los lunes en el cole, le daba toda la solemnidad a mi respuesta.
Pero toda la que justo necesitaba.
Era un cambio de prisiones, en
realidad. Y lo tenía claro. De una reclusión a otra, pero con ciertos
beneficios que no tendría en la prisión familiar. Podía intentar ser yo, un
poco. Aunque no sabía qué significaba serlo, de todas formas. Y cuando mis
padres murieran, yo dejaría los hábitos, como quien deja una maleta vieja
olvidada en algún rincón de su propia casa e intentaría tener una vida. No sé
cuál, pero la tendría.
Dada la religiosidad extrema y el
pensamiento conservador de mis papás, mi plan de entrar al convento tuvo un
éxito increíble. Fui una novicia ejemplar, obediente, tranquila. Cuando tomé
los hábitos en serio, me despedí de mi mamá como quien se despide de alguien
lejano. No la abracé. A papá sí. Le esperaba un largo camino junto a mi madre
en soledad. Sin Lucas y sin mí, aunque yo no importase mucho.
Traté de seguir al pie de la
letra mi nueva vida de obediencia, rectitud y demás virtudes. Pero eso sí: no
dejé ni un momento de abrazar las únicas tinieblas que me descubrí y por eso rezaba
un rosario todas las noches, arrodillada, por la pronta desaparición de mis
padres. Así yo podía dejar la farsa, quitarme el hábito, bajarme del escenario
y decir ‘’señores, se acabó la función’’. Sin embargo, fieles a sus ganas de no
morirse para estropear los únicos planes de mi vida, mis padres sobrevivieron a
las suyas durante años sin término. Ambos murieron nonagenarios, con pocos días
de diferencia, tranquilos, en su cama, sin grandes aspavientos. Y ahora reposan
al lado de Lucas.
Me fui acostumbrando a la rutina
del convento. Me adapté fácilmente, debo decir. Llegué a pensar que me
costaría, pero no. Todos mis años aquí me fueron templando y despojando de las
ganas de no sé qué, como una florecita que va perdiendo sus pétalos, conforme
pasa el tiempo.
No me quejo. Ahora está de moda
decir que ‘’hay que dejarse llevar’’ y fue justamente lo que hice, muchos años
antes de que esa tendencia new age o
lo que sea, se pusiera de moda y todos estuvieran buscando lo que nunca habían
perdido.
Quise hacer una revolución y me
quedé en la promesa de hacerla: cambié una prisión por otra, siempre con el
pensamiento, que no la esperanza, de que mis padres decidieran liberarme. Nunca
fui adicta a los escándalos ni a hacerme la víctima, papel que había acaparado
mi mamá por mucho tiempo; por eso, aguanté y aguanté. Y aún aguanto.