Debía mudarse de prisa, así que el primer depto que
encontró, que más o menos le interesó, fue el elegido. Estaba dentro de sus
posibilidades y sobre todo, tenía algo que hacía rato quería en un depto:
Ventanas grandes.
Este tenía dos, una en la habitación y otra en la
sala. La de la sala daba a la parte de atrás de otros edificios y uno de ellos
tenía un balcón discreto, rodeado de las ramas benévolas de unos árboles
vecinos.
Decidió que ahí pondría su escritorio y la
computadora. Si tenía que pasar parte del día trabajando, al menos que el verde
de los árboles le refrescara la vista.
No tardó en adaptarse a su nueva casa y a la que
sería su nueva rutina en ese espacio. No solo empezó a gustarle estar ahí, en
esa ventana, mientras trabajaba, sino que encontró simpático verse observada
por el vecino de la casa de enfrente.
Era un tipo de unos cuarenta y pocos años, con aire
de intelectual, a decir por los lentes y la hermosa biblioteca que ella veía
con envidia, aunque también pudiera no serlo y tener todos esos maravillosos
libros de mero adorno. Eso no importaba, en realidad. Le gustaba verlo sin
verlo y jugar a no prestarle atención, cuando en realidad estaba atenta a sus
movimientos.
Empezó a contar las veces que él aparecía y se
quedaba viéndola unos instantes. Ella fingía concentrarse en sus tareas, fingía
anotar cosas en un cuaderno, hacer caras que variaban entre el supuesto
análisis de datos irreales hasta la desesperación por no encontrar solución a X
o el triunfo por haber encontrado solución a X.
Nunca pensó que algo tan infantil y banal sería tan
entretenido, de lunes a viernes. Su vecino de enfrente se convirtió en su
compañero de trabajo sin saberlo y sin saber que ella lo observaba y cada vez
más estaba familiarizada con su rutina y cómo la fue adaptando para estar más
tiempo en su balcón y verla.
Porque eso, sobre todo, la enternecía: El
desconocido fue cambiando su hábito balconero para estar más tiempo ahí y
observarla. Ella incluso le comentó a sus colegas de los episodios de salidas
diarias al balcón del vecino y a sus amigas les detalló su falta de belleza
física, la blancura extrema de su torso en verano, las plantas que fue
comprando y las mil tazas de café que se tomaba al día para pasar más tiempo al
aire libre, en su balcón, mientras ella se mostraba concentradísima en sus
tareas.
De igual modo, supo de la existencia de la mujer
que compartía esa casa, pero que sentía cero interés por ese balcón y tal vez
cero interés por ese hombre, a juzgar por la falta de cariño con que lo
trataba.
En ese tiempo atípico, pandémico, raro en todo
sentido y sobre todo caótico, esos encuentros vecinales que de fortuitos
pasaron a ser rutinarios para ambos, fueron necesarios. Más para él que para
ella, pero eso ella no lo sabía.
Una vez, cuando salió a comprar algunas cosas, se
lo topó en la tienda de frutas. Lo reconoció por su cabello desordenado, sus
lentes de intelectualoide y por la remera rosa que varias veces ya le había
visto usar en el balcón, cuando se ocupaba de sus propias plantas. Quiso
saludarlo y decirle que era ella, la vecina del depto de enfrente, pero se
contuvo. Hacerlo equivaldría a reconocer que ella también lo observaba y que
había descubierto su rutina para estar con ella, a distancia.
Así transcurrieron algunos meses. Sin embargo, en
esa casa ajena hubo cambios y ella estuvo atenta a todos ellos. Él dejó
de aparecer con frecuencia en el balcón y las veces que lo veía, él no se
asomaba tanto como antes y tampoco tenía ya el porte de quien es dueño, sino un
mero visitante.
Ella creyó entender que él se había marchado, que
ese balcón ya no era su balcón y que algo se había roto; no con ella,
precisamente, si no algo de él, con su propia mujer o dentro de sí mismo.
La última vez que lo vio pasar tiempo de sobra como
antes, fue en un magnífico día de sol invernal. Se quedó parado viéndola hasta
que ella, por primera vez, levantó la vista de la pantalla, se pasó una mano
por el cabello y le sonrió.