Casi cuatro meses fuera de casa
son suficientes para extrañarla. Si bien fueron meses entretenidos, echaba de
menos su casa, tan grande, tan espaciosa, tan moderna y elegante.
Haber quedado viuda fue lo mejor
que le pudo haber pasado. Era dueña absoluta de una libertad que nunca había
experimentado antes. Toda su vida tenía ahora los mismos espacios amplios y
libres de su casa. Todos esos espacios estaban llenos de la luz cálida que se
filtraba juguetona por los vitrales. Nunca había sabido lo que era la felicidad,
solía decir, pero estaba segura de que tenía que ver mucho con esta nueva
sensación de libertad que vivía a diario.
Había decidido viajar cada tanto,
aunque le marearan los viajes en barco y fueran extenuantes. De todas formas,
la travesía valía la pena. Llegar a París era maravilloso y desde ahí planear
travesías por Europa, más aún.
Sin embargo, con casi cuatro
meses le bastaba. Casi cuatro meses de aventuras, paseos, reuniones sociales,
diversión. Había tenido la astucia de permanecer en contacto con los otrora
socios comerciales de su marido, por el ‘’nunca se sabe’’. No estaba
particularmente dotada para los negocios, pero sí para moverse en ese estrato
de la alta sociedad al que había entrado por obra y gracia de su marido.
Regresar a su magnífica casa,
después de tanto tiempo, era su recompensa. Había decidido despedir a la
servidumbre, poco después del fallecimiento de su esposo y contratar personal
por horas. Se sentía una pionera en una ciudad en la que eso todavía no se
veía.
Le gustaba no tener que toparse
con criados a cada rato. Además, eran un gasto innecesario. ¿Para qué tanta
gente a su servicio, si ella se bastaba sola? Una cocinera y una mucama por
horas. Y el jardinero cada tanto también. De resto, quería disfrutar de su
enorme casa para ella nada más.
En sus últimos dos viajes, había
dejado a una señora al cuidado de la casa, no más para mantenerla aireada,
limpia, quitarle el polvo, abrir y cerrar cortinas, barrer la entrada de las
hojas de los árboles para que no se acumularan, entre otras cosas menores. Nada
del otro mundo. Lamentablemente, para este viaje no pudo contar con ella y tuvo
que apresurarse para encontrarle reemplazo.
Entrevistó a varias chicas, pero
ninguna la convenció, hasta que dio con la indicada, a escasos días de su partida
a Europa. Parecía una chica discreta, confiable. Había llegado a la capital
desde provincia hacía poco, por lo que aún no se había contaminado de los malos
hábitos de los capitalinos y mucho menos de su arrogancia. Le agradó tanto que
hasta le ofreció que se quedara en la casa, en vez de ir y venir; cosa que la
muchacha aceptó gustosa, así que dos días antes de su partida, la chica se mudó
al caserón para familiarizarse con sus tareas.
‘’Esta es la primera casa de toda
la ciudad – y me atrevería a decir de todo el país – que tiene ascensor’’ y
acto seguido le enseñó el funcionamiento. La chica dio un respingo cuando vio
descender la cabina enrejada desde el segundo piso. ‘’Es muy fácil: Aprietas
este botón, si la cabina está en este piso, y viceversa. Traba bien ambas
puertas. Si dejas la de adentro mal cerrada, el ascensor puede no funcionar o atascarse’’.
Hizo que entrara con ella para
subir y bajar un par de veces. La chica se pegó de unas las paredes, entre
atemorizada y asustada. ‘’¡Señora, me mareo del susto!’’ y rio. Ella también lo
hizo. ‘’Es cuestión de acostumbrarse a la modernidad’’. Después dejó que lo
hiciera sola. ‘’¡Esto parece magia!’’ dijo la chica mientras subía al segundo
piso, sonriente.
Sin saber por qué, esa
conversación fue lo primero que se le vino a la mente cuando el carruaje se
detuvo en el portón de su propia casa. Era tal el estado de dejadez que el
cochero le preguntó dos veces si estaba segura de la dirección, si esa era en
realidad su casa.
La cantidad de hojas secas y ramas
en la entrada formaron un manto grueso que se extendía desde el pórtico hasta
la entrada principal. Le indicó al cochero que dejara el equipaje, pero que no
se fuera. El hombre obedeció.
Antes de entrar, dio vueltas por
su propio jardín que lucía mustio, salvaje, desordenado y bastante seco. El
asombro y el desconcierto sobrepasaron la rabia que debía haber sentido en su
lugar.
En su mente solo se repetía una
pregunta: ¿Qué pasó? Entró por la puerta trasera, la que daba a la cocina. El
polvo y algunas telarañas habían cubierto sin miramientos los muebles y
alacenas.
A medida que avanzaba en su
recorrido, se hacía más notoria la falta de meses de mantenimiento. ¿Dónde
estaría la muchacha? Estaba claro que no en la casa.
Cuando llegó a la sala, abrió las
cortinas y las ventanas. Le hizo señas al cochero para que trajera el equipaje.
Una vez que todo estuvo todo adentro, fue a pagarle. El hombre miró alrededor y
dijo: ‘’Se van a necesitar muchas manos para limpiar esta casa, señora’’. Ella no
respondió de lo contrariada que estaba. Antes de ponerse el sombrero, el
cochero añadió: ‘’Y también quien le arregle la cabina esa’’ y apuntó con la
cabeza el ascensor. La mujer no se había percatado aún. El aparato se había
quedado detenido entre el primer y el segundo piso.
Se acercó y presionó el botón,
pero no hubo reacción. Probó sacudiendo las rejas. Nada funcionó. ‘’¿Sabe cómo
destrabarlo?’’ le preguntó al cochero. El hombre se acercó a inspeccionar. ‘’No
debe ser muy complicado’’ y se dispuso a revisar el mecanismo de funcionamiento
del ascensor. Después de varios minutos, consiguió desatascar la traba que
estaba en la parte superior izquierda de la puerta tijera para accionarlo y
devolverlo al primer piso.
Abrió las puertas e iba a
proferir triunfante ‘’¡listo!’’ cuando se dio cuenta de lo que había en el
interior de la cabina. ‘’¡Señora! ¡No vea!’’, pero ya era tarde. La mujer lanzó
un horrible grito ante la no menos horrible visión: El cuerpo – o lo que
quedaba de él – de la muchacha que había quedado a cargo de la casa, rodeado de
los artículos de limpieza, yacía sentado en una esquina de la cabina del
ascensor.
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