Había vivido en varias ciudades,
pero solo una tenía el poder de invocar en ella la nostalgia del tabaco. No era
una gran fumadora, más bien lo contrario; su consumo de cigarrillos se limitaba
a una situación muy específica: estar en Caracas.
Era joven y con un espíritu de
aventura. La primera vez que pisó suelo caraqueño, la ciudad la recibió con su
bullicio, el calor abrasador y una atmósfera cargada de energía y caos. Fue en
un pequeño café del centro donde conoció a este hombre, claramente venido a
menos, de unos 50 años que la miró con una mezcla de lástima y fascinación.
Tenía un paquete de cigarrillos en la mesa. "¿Quieres uno?", le
ofreció, y aunque no fumaba, aceptó, atraída más por la chispa en sus ojos que
por el tabaco.
Hablaron de todo y de nada, riendo
por anécdotas triviales y compartiendo silencios cómodos que decían más que
cualquier palabra, como si fueran viejos conocidos. Ella no tuvo el acierto de
preguntarle su nombre y tampoco le dijo el suyo, así que quedaron ambos
flotando en una especie de limbo de un encuentro casual.
Aquel cigarrillo, con el fondo
del Ávila imponente y la calidez de una tarde que se desvanecía, se convirtió
en un ritual secreto. Cada vez que volvía a Caracas, por trabajo o por placer,
se permitía fumar. No importaba si la ciudad la recibía con sol brillante o
lluvias torrenciales, siempre encontraba un momento para buscar un rincón
tranquilo, encender un cigarrillo y recordar a ese hombre.
Los años pasaron, las visitas se
hicieron menos frecuentes, pero el hábito persistió. No sabía exactamente por
qué, pero sentía que en ese acto simple y casi olvidado encontraba un ancla, un
recordatorio de una época menos complicada, cuando todo parecía posible. Esa
persona se había marchado hacía tiempo, llevándose con ella la posibilidad de
un futuro juntos. Sin embargo, en ese pequeño vicio, encontraba una conexión
con el pasado, un puente a los días de juventud.
En su última visita, la ciudad
había cambiado. Nuevos edificios, calles más bulliciosas, pero el aroma de las
arepas y el sonido de la salsa seguían allí. Se dirigió a su café habitual,
ahora renovado y más moderno. Pidió un café negro y sacó un cigarrillo.
Mientras lo encendía, miró alrededor, esperando quizás ver un destello del
pasado, una sombra de ese hombre que le convidó el primer cigarrillo de su
vida.
Una joven se acercó y le pidió
fuego. Era la hija del dueño del café, quien recordaba a la mujer de sus
visitas anteriores. "Mi padre me habló de ti", dijo sonriendo.
"Siempre decías que solo fumabas en Caracas. ¿Por qué?"
Sonrió, exhalando una bocanada de
humo. "Es una especie de tradición personal", respondió. "Algo
que me conecta con los viejos tiempos."
La joven se quedó un momento,
observando el humo que se elevaba en espirales hacia el cielo. "A veces,
esas conexiones son importantes. Nos recuerdan quiénes somos y de dónde
venimos."
Asintió, agradecida por las
palabras. En ese momento, comprendió que no era solo el cigarrillo, ni siquiera
la ciudad. Era la suma de todas las experiencias, los momentos y las personas
que la habían llevado hasta allí. Caracas no era solo un lugar; era un estado
del ser, un recordatorio de la juventud, de las oportunidades perdidas y de las
nuevas que siempre estaban por venir.
Mientras se alejaba del café,
apagando el cigarrillo, supo que volvería. Quizás no pronto, pero volvería. Y
cuando lo hiciera, encendería otro cigarrillo, no por nostalgia, sino por
gratitud. Porque, en el fondo, todos tenemos nuestras pequeñas ceremonias,
nuestros recuerdos encapsulados en rituales, que nos recuerdan que estamos
vivos. Y para ella, ese ritual se llamaba Caracas.
3 comentarios:
Me encantó!! Cuando vuelves a un lugar quieres repetir esos rituales y si no los haces es como si no fuiste a ese lugar o te falta algo.
Que buena historia! Me encantó!
Quizá fumar no es tan malo como dicen, después de todo.:)
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