Corre.
Lo más rápido que puede. No sabe bien adónde ir, pero corre. El matorral es
espeso, denso, pero él no lo nota, tan sólo corre. Se resbala varias veces.
Otras cae. Está casi sin aliento, pero debe continuar corriendo. Tiene la
camisa pegada al cuerpo, el sudor empapa todo su cuerpo. Sabe que están detrás
de él, muy cerca y si lo atrapan…
Corre.
Cuanto puede, aunque el corazón se le salga por la boca, corre. Sin rumbo, pero
corre. Lo más rápido que puede. Debe parar por segundos para tratar de respirar
un poco, al menos. Se detiene. Curva el cuerpo y apoya ambas manos sobre las
rodillas. Respira con desorden por la boca, la nariz. El cabello cae sobre el
rostro empapándolo aún más de sudor. Observa sus manos, con la sangre ya seca
cubriéndolas aún. Observa su ropa, con rastros de sangre todavía fresca. Su
respiración se hace más entrecortada. Tiembla. Tiene que seguir huyendo. Si lo
atrapan…
Cuando
se incorpora nota el humo. ¿Una casa? ¿Una fábrica? Empieza a escuchar las
voces a lo lejos. Vienen por él. Oye los ladridos de los perros. Debe
continuar. Cada segundo que pasa, pone su vida aún más en peligro.
Comienza
a correr de nuevo, esta vez buscando el origen del humo. Al aproximarse ve de
dónde proviene: una humilde casa de adobe, con un cobertizo de paja para la
leña, un pequeño huerto y un gallinero. En la entrada hay un perro viejo que
dormita.
Contiene
el poco aliento que le resta y se acerca con sigilo. Observa al perro, que no
detecta su presencia. Observa la casa y sus alrededores. Cuando está lo
suficientemente cerca, se asoma por una de las ventanas. El interior de la casa
es aún más precario que el exterior. Un solo ambiente, dividido por sábanas,
sirve de cocina, comedor y habitación. Hay dos catres, uno junto al otro y un
colchón grande en el piso, en el que dos niños pequeños duermen abrazados para
espantar el frío. Puede ver detrás de una de las sábanas las siluetas de dos
adultos, un hombre y una mujer. El hombre está sentado en un banco y mira hacia
la nada. Sostiene una taza humeante de café entre sus grandes manos. La mujer
está de espaldas, inclinada sobre el fogón. Cuando termina de beber el café, el
hombre se levanta, le entrega la taza a la mujer y la besa con ternura en la
frente, al tiempo que le dice: ‘’Me voy a la faena’’. Lentamente sale de la
casa y en la entrada se agacha para acariciar al perro, que responde lamiéndole
la mano, resoplando y moviendo la vieja cola.
Desde
la ventana, ha seguido con atención todos los movimientos del hombre. Si entra
a la casa, puede robar algo de comida y algo de ropa. Es más fácil si el
campesino no está porque podrá dominar a la mujer y a los niños, si llegaran a
despertar. Sin embargo, el campesino bordea la casa y se dirige al cobertizo,
de donde sale con un hacha, y después enfila hacia el gallinero.
El
corazón del hombre se paraliza. Tiene que pensar y actuar rápido para evitar
ser descubierto, así que sin hacer ruido, entra al gallinero. Su presencia
provoca el cacareo y la inquietud de las gallinas. Nota que hay fardos de paja
y es justo detrás de ellos que se esconde lo mejor que puede. El campesino
entra escasos minutos después. ‘’¿Qué pasa que amanecieron tan contentas?’’
dice, al tiempo que esboza una cálida sonrisa.
Oculto
detrás del fardo, el hombre observa toda la escena. El campesino coloca el
hacha sobre el tronco que le sirve de apoyo para matar gallinas, toma una vieja
cesta de mimbre y va jaula por jaula recolectando los huevos. Una vez que
termina, recorre con la vista las jaulas, abre una sola y saca una de las
gallinas, que aletea y cacarea sin cesar. El campesino le agarra con fuerza el
pescuezo y lo tuerce hasta que oye el familiar ‘’crac’’. El ave queda entonces
sin vida en sus manos. Coloca el cuerpo en el tronco, toma el hacha y le corta
la cabeza que le salpica el pecho de sangre sin querer. ‘’¡Ah, carajo!’’
exclama. Termina de faenar la gallina y sale del gallinero en dirección a la
casa. El hombre sale de su escondite improvisado, no sin antes quitarse la
camisa y lavarse como puede con el bidón de agua que encontró en el gallinero.
De repente, se percata de las voces de los hombres que aún lo buscan y de los
ladridos de los perros, que parecieran estar cada vez más cerca. Esconde la
camisa ensangrentada entre la paja y se oculta de nuevo detrás del fardo. Con
algo de suerte, los hombres y sus perros pasarán de largo y él podrá reanudar
la huída.
Mientras,
el campesino le dice a su mujer, desde la puerta: ‘’¡Agarre la gallina! ¡Mire
cómo me dejó!’’. La mujer toma una olla grande y coloca dentro al ave, no sin
antes decir: ‘’¡Qué buen sancocho tendremos hoy!’’. Ambos ríen. Los niños, ya
levantados, corren a ver a la gallina y gritan y ríen con el escándalo propio
de sus años. El campesino se aleja de la casa hacia el cobertizo. Justo en ese
momento, seis gendarmes y tres perros lo rodean. El hombre los mira sin
entender nada. Tiene las manos aún cubiertas de la sangre fresca de la gallina,
así como la camisa. ‘’¡Que no se escape!’’. Dos gendarmes lo golpean hasta
dejarlo inmóvil en el suelo. Los perros ladran con vehemencia. Ante tal
alboroto, la mujer sale de la casa gritando: ‘’¿Pero qué está pasando, Dios
mío?’’. Desde el gallinero, el hombre observa toda la escena y logra escuchar
partes aisladas de lo que dicen: ‘’Lo estábamos buscando’’, ‘’…porque asesinó
a…’’, ‘’¡no es posible!’’, ‘’sólo era una gallina…’’.
Los
gendarmes esposan al campesino y se lo llevan a rastras. La mujer los sigue
llorando, con las manos en la cabeza, pero los gritos de los niños la hacen
regresarse. Dentro del gallinero y aún atónito, el hombre se persigna al tiempo
que dice: ‘’¡De la que me salvé!’’. Sale sigiloso en dirección al cobertizo y
una vez dentro, encuentra un pantalón de montar y una camisa vieja. Al fin
puede deshacerse del resto de su ropa, aún salpicada de sangre, que esconde
debajo de algunos troncos para leña. Encuentra también un viejo sombrero de
paja, se lo coloca de manera que le oculte el rostro lo más que pueda y sale
sin ser notado del cobertizo, sin rumbo fijo, pero seguro hacia su nueva vida.