Le gusta contemplar, por sobre todos los recuerdos de
todos los años que llevan juntos, el álbum de su boda. Ambos lucen radiantes y
felices, prestes a iniciar una vida en común que nunca los separase. O al menos
era lo que ella creía en ese momento.
Después todo fue cambiando, como todas las cosas en la
vida que van evolucionando y adquiriendo un cariz diferente al planeado. Ha
tomado por costumbre llegar de la fábrica, descalzarse, hacerse un té y
sentarse junto a la ventana a leer las cartas que ambos se enviaron durante su
noviazgo.
Sin embargo, es en las fotos de su boda donde más
encuentra regocijo. Ella, que nunca fue linda, disfruta viéndose tan plena,
porque no era solo la felicidad, sino era la plenitud de saberse protegida,
amada, venerada. Y él luce impecable, sobrio, formal y dulce. Sobre todo eso,
dulce. Con el tiempo, pensó que esa característica se disiparía, porque la vida
da tantas vueltas y golpea a veces tan inesperadamente, que siempre pensó que
él perdería ese rasgo tan propio de los espíritus leves.
Con el dedo, recorre la silueta de él y después la de
ella misma, en su foto preferida. Ambos en la entrada del templo, después de
casarse como Dios manda, sonrientes y dichosos. Le encanta verse así. Le
encanta verlo así. Cierra la tapa de terciopelo del álbum y vuelve a colocarlo
en su sitio.
Bebe un poco de té, al tiempo que piensa en su marido,
en ella con él, en todos esos años. Que nadie diga que no lo quiere. Lo hace, sí,
pero cada vez menos. Él nunca será capaz de seguirle el paso. Es igual que
cuando intentaban bailar los ritmos de moda: él se movía como un muñeco
desarticulado, totalmente desacompasado. Ella siempre fue grácil y ligera y
todo su cuerpo vibra y entiende la música sin mucho esfuerzo.
Era una lástima que él siempre se quedara viéndola en
la pista de baile, pero le agradecía que no lo obligara a bailar con ella para
no hacer tan el ridículo. Así ha sido, infelizmente, con muchas cosas en su
vida juntos. Él siempre aguarda, se queda quieto observándola, hasta que ella se
cansa de insistir y terminan por no hacer nada.
Con el tiempo, se ha ido aburriendo. O tal vez esa no
sea la palabra. Tal vez solo se ha acobardado y ahora respira cómoda en esa
relación apacible, que es justo lo que él siempre quiso, pero que ella no. Hay
algo en ella que se agita siempre más allá de los latidos de su corazón.
Por fortuna siempre estuvo el club.
Respira hondo. Él debe estar por llegar. Termina el té
y se dispone a cambiarse y preparar la cena. Nada elaborado en extremo. Él es
incluso fácil en ese aspecto. Todo le viene bien. Todo le parece bueno, incluso
cuando no lo es, tiene esa capacidad pasmosa de ver más allá y quedarse siempre
tranquilo, confiando en el proceso de su propia vida.
‘’Un marido predecible’’ piensa. No fue nunca lo que
tuvo en mente para sí misma, pero ¿acaso sabía a ciencia cierta que era lo que
quería? No. Solo quería la emoción de tener esta misma vida siempre diferente a
su lado, como una única oportunidad de vivirla de modo distinta cada vez que lo
quisieran, pero aquí estaba ella, parada en el medio de su cocina, pensando en
hacer una pasta rápida, que no requiriera mucho esfuerzo. Como su propio
matrimonio.
Cuando él llega de trabajar, la mira siempre como en
esas fotos de su boda: con complacencia, con plenitud, con alegría. Como si su
hogar fuera ese templo, ese día que se repite ad infinitum y él estuviera indefectiblemente condenado, de alguna
forma buena, a adorarla y a agradecerle a la vida por su presencia.
Esa mirada a ella le pesa un poco. Cuando lo besa, lo
hace cada vez con menos fervor. O le da esos besos rápidos y fugaces, típicos
de quien quiere salir del paso. Y ha sido más así desde que él enfermó. Su
dolencia lo hizo aún más tranquilo. Sus dolores lo hicieron aún más dulce y
apacible. La enfermedad de él, a ella la aburrió.
Por fortuna siempre
estuvo el club.
Después de cenar, harán lo de siempre. Él se sentará a
oír la radio o a ver en la tele cualquier programa insípido. Ella se pondrá a
coser lo que no puede coser en la fábrica: sus vestidos de baile. Las raras
veces que él le preguntó qué hacía, ella le dijo que eran encargos de clientas.
Sonrió satisfecho. La primera vez que le mintió tan descaradamente, se ruborizó
y bajó la vista. Él la había rodeado con sus brazos cálidos y blandos y ella se
había soltado casi de inmediato con un ‘’necesitamos el dinero para tu
tratamiento. Debo ponerme a coser’’ y había sonreído forzadamente, ante la
cándida mirada de él.
Así pasaban sus noches. Cuando era la hora de irse a
dormir, ella lo acompañaba en aquel ritual. De hecho, calculaba la cantidad de
ronquidos que indicaba la pesadez de su sueño. Se inclinaba sobre él y lo
observaba por segundos para ver cómo su pecho subía y bajaba cada vez que el
aire hacía su labor y entraba en aquel cuerpo que ya a ella no le daba placer,
sino lástima.
Era entonces cuando muy lentamente, se iba acercando a
la orilla de su lado de la cama. Y como si de una pluma se tratase, etérea,
vulnerable y diáfana, abandonaba aquel lecho y salía de la habitación. En su
cuarto de costura, tenía preparado su ajuar de la noche, escondido entre las
telas, retazos y vestidos poco llamativos. Se arreglaba lo más rápido que podía
y dejaba su casa, en puntillas, con los zapatos de baile en la mano, sin hacer
ningún tipo de ruido.
Ya en la calle, se calzaba y colocaba un toque de
perfume dulzón y se cercioraba de que el maquillaje estuviese lo más prolijo
posible, de manera de que aguantara todo el agite que la noche le ofrecía.
Caminaba de prisa las exactas 11 cuadras que separaban su casa del club, aquel
antro de fiesta eterna y personajes felices y sórdidos que vivían la vida que
ella quería vivir.
Dejaba el abrigo y la cartera en el guardarropa y
empezaba a mezclarse con la gente. A veces iba a la barra y se sentía osada
dejándose cortejar por tipos inservibles que le ofrecían martinis, a cambio de
algunos besos y apretujones. O siempre estaban los más vulgares, sus
preferidos, que sin remilgos le decían que se fueran al hotel de la esquina,
que cuánto cobraba por sus favores. Ella reía, se hacía la desentendida y se
iba al centro de la pista a bailar sola. Porque podía con todo, menos con eso.
Su marido no merecía esa tamaña descortesía de su parte.
Bailaba sola o acompañada. No importaba. La música se
apoderaba de ella y se dejaba llevar. Se sabía todos los pasos, las canciones
de moda. Las luces de colores del recinto la bañaban, mientras ella daba
vueltas como si fuera una versión sin la fama y fortuna de una Isadora Duncan,
Carmen Miranda o Josephine Baker. ¡Qué maravilla era ser anónima! ¡Podía ser
quien ella quisiera!
Y en esa pista de baile era todas las mujeres y a la
vez ninguna. Y eso la llenaba de energía de los pies a la cabeza. Podía jugar a
ser seductora, malcriada, displicente, complaciente, furtiva y altiva. Podía
ser lo que quisiera. Le encantaba dejarse llevar por el ritmo de brazos fuertes
y desconocidos que la hacían sentir deseada y codiciada.
Le gustaba apretar sus labios contra otros y
permitirse besos clandestinos, manos explorando su cuerpo, las de ella
explorando ajenos. Pero hasta ahí. Abandonaba aquellos juegos cuando las cosas
empezaban a salirse de control. ‘’No puedo seguir’’ musitaba, presa del deseo,
pero presa también de lo que le inculcaron desde niña: ‘’No cometerás
adulterio’’. Y así hacía siempre. De alguna manera se mantenía casta, para
regresar después de unas horas, a los dulces y blandos brazos de su marido.
Escapaba cómo y cuándo quería, no sin antes dar las
últimas vueltas en la pista, como la mejor bailarina del mundo. Recorría las 11
cuadras tan rápidamente como podía, siempre por distintos caminos, no fuera a
ser que algún caballero quisiera seguirla y ella pudiera ceder ante los
impulsos de su primitiva naturaleza.
Así que antes de entrar de nuevo en su casa, se
quitaba los zapatos y sigilosa se dirigía al cuarto de costura, donde se
desmaquillaba, se ponía de nuevo su camisón y volvía a ser la esposa perfecta
que trabajaba de lunes a viernes en la fábrica, casada desde hacía tanto con el
mismo tipo suave de siempre.
Sin hacer el menor ruido, se metía en la cama, no sin
antes percibir la respiración acompasada de su marido, que dormía profundamente
y sin culpa, como todas las noches. Entonces ella cerraba los ojos para tratar
de calmar el frenesí de la noche, que buscaba repetir cada tanto, con cada
vestido que terminaba.
En su mente se sucedían los eventos de esa noche en el
club, y plácidamente se iba dejando vencer por el cansancio y por el sueño.
Abrazaba la almohada y dormía las pocas horas que la separaban del amanecer y
de la rutina de sus días.
En su lado de la cama, él la oyó respirar hondo y supo
cuando ya se había dormido. Abrió los ojos y constató la hora: 4:10 am. Hoy
volvió más tarde. Quedamente musitó para sí: ‘’Por fortuna tiene el club’’ y
cerró los ojos, para intentar dormir lo poco que dormía, desde que empezó su
enfermedad.
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