Abre con sigilo la puerta de la
habitación que comparten. Lo observa dormir. El sueño agitado del enfermo por
la fiebre, el malestar haciendo estragos.
Se va acercando y se agacha hasta
quedar a la altura del rostro. Le coloca la mano en la frente: está ardiendo.
Lo acaricia con ternura. Dice su nombre en voz baja, para traerlo de vuelta al
mundo que habitaban juntos, antes de que todo esto comenzara.
El hombre reacciona lentamente y
se tumba de espaldas en la cama, con la vista perdida en el techo de la
habitación. Ella lo ayuda a sacarse la camisa. ‘’Trata de respirar profundo’’
le dice. Él lo intenta, pero cada inspiración es como mil agujas que se clavan
con fiereza en sus pulmones.
Las lágrimas corren por sus
mejillas, llenas de impotencia y rabia, a la vez. Trata de incorporase, aún sin
ayuda, pero está tan débil y cansado que no puede y tiene que sostenerse a
duras penas, antes de desplomarse por completo en los brazos de la mujer.
Ella lo oye gemir y lo atrae más
hacia sí, de manera que él sienta como sus brazos rodean no solo su torso, sino
todo su cuerpo. Después de unos minutos, comienza la rutina que ha dominado sus
últimos días.
Él se coloca boca abajo. Puede
respirar un poco mejor de esa forma porque siente que los pulmones se liberan
momentáneamente de su sufrimiento y el poco aire que inhala, entra suave, como
una corriente que lo adormece.
Mientras, ella va preparando el
tratamiento. Se coloca los guantes. Toma con cuidado cada ventosa de cristal y
con un hisopo, les impregna la boca con el preparado y las coloca con cuidado
en la espalda del hombre, una por una, en cada moretón que indica dónde va cada
ventosa.
El hombre se deja llevar. Está
demasiado débil como para oponerse al dolor. Además, no quiere llevarle la
contraria. Ella ha sido un apoyo solícito y constante. Se ha hecho cargo de
todo desde que esto comenzó. No puede reclamarle nada, así que acepta conforme
someterse a ese tratamiento que lo único que ha hecho es debilitarlo más, pero
ella tiene esperanzas en que todo funcionará.
A pesar de estar enfermo, ¿quién
es él para decirle que pare? Es ella quien ha estado en contacto con el médico,
lo llevó al hospital, lo atiende. Nunca pensó que una mujer tan frívola,
distante y despreocupada como ella, estuviera tan atenta a su curación. Ella,
la mujer con la que comparte su vida desde hace unos años.
‘’Útil. Eres útil’’ musita.
‘’Shh, calla, querido. Concéntrate en el tratamiento’’, responde y va cambiando
las ventosas e impregnándolas de más y más preparado cada vez. Al cabo de una
hora, el hombre ha quedado vencido por la acción soporífera del sueño. Ella lo
observa con lástima. ‘’Todo hubiera sido diferente si no me hubiera aburrido’’
piensa.
Retira con cuidado y esmero las
ventosas, el frasco con el preparado, los algodones. En la tarde y en la noche repetirá
el procedimiento. Siempre es mejor el exceso al defecto. Y así todo será más
rápido.
Se dirige sin premuras al
lavadero. Es un magnífico día de sol, con la temperatura justa. Sonríe y una
brisa fresca la acompaña en esa sonrisa. Cierra los ojos por unos instantes.
Pronto será libre, del todo; no porque antes no lo fuera, pero le aburrió estar
siempre viviendo la misma vida.
Abre con cuidado las latas de
veneno, no sin antes haberse colocado el tapabocas. Mezcla sin premura el
contenido con algo de agua, hasta formar una pasta y las deja al aire libre, de
manera que el olor se disipe lo más posible. Limpia cada ventosa para que
puedan adherirse mejor y deja todo listo, hasta la próxima sesión del
tratamiento.
Al principio se deshacía de toda
evidencia, pero ya se ha vuelto un tanto negligente. Muy pocos saben de la rara
enfermedad de su marido y mientras ella no levante la voz de alerta, nadie
vendrá a visitarlos. Vivir en el campo tiene sus ventajas, indiscutiblemente.
De regreso en la habitación, se
sienta con cuidado en la cama y observa al hombre, que está encorvado y
encogido en el extremo opuesto. La piel luce marchita y cada vez más le cuesta
respirar. En verdad lamenta todo esto, pero no tenía otra forma de deshacerse
de él.
Ella nunca pudo pedirle el
divorcio. No estaba bien visto. No es lo mismo ser la ‘’viuda de’’ que la ‘’ex
señora de’’. En el pueblo todos hablarían, la mirarían mal. Además, no tendría
derecho a la pequeña fortuna de su marido y ella no sabe hacer más que pasar el
tiempo en cosas inocuas. ¿Cómo pudiera ganarse la vida? Y sobre todo ahí, donde
no hay mucho que hacer.
Se acerca con cuidado y lo besa
en la mejilla. Por momentos, el rictus de sufrimiento del hombre parece haberse
desvanecido con aquel beso. Lo observa con ternura, al tiempo que dice: ‘’Lo
siento, querido. No encontré otra forma’’. Lo arropa con cuidado y se queda
viéndolo, sin prisas. Se levanta y abre con sigilo la puerta de la habitación
que comparten. Lo observa dormir.