Mi hermano siempre fue un poco
tonto. No en el sentido intelectual, sino en el de la vida práctica. Por eso,
cuando empecé a sentirme mal, no le dije nada. No porque fuera un tipo nervioso
que se ofuscara fácilmente, sino porque es tonto, como ya dije. Tonto para la
vida.
Yo caí en ese grupo de
‘’población de riesgo’’, por la epilepsia. Empecé a presentar los síntomas,
pero no me alarmé; total, a mí a cada tanto, cualquier gripe se me instalaba en
el cuerpo por días. La verdad es que no le di importancia.
Era de esperarse que mi hermano
no notara si yo pasaba más tiempo en cama que dando vueltas por la casa. Era de
esperarse que tampoco se diera cuenta de que tenía una tos seca persistente.
Eran de esperarse muchas cosas, en lo que a él y a su falta de visión se
refiere.
Deliberadamente, mi hermano no
quería hacerse cargo de nada que tuviera que ver conmigo, ni mis ataques, ni
nuestra ‘’hermandad’’, ni nada. Muchas cosas rutinarias, de la vida cotidiana
le cuestan, no les pone empeño. Así que cuando todo esto comenzó tan de pronto,
él no supo qué hacer. A veces creo que ignoró olímpicamente todas las señales
de mi enfermedad para tener que evitar involucrarse.
Ahora lo observo sin lástima. Al
principio confieso que sí me dio algo de lástima. Intentó reanimarme con un
boca a boca, pero eso fue porque lo vio en algún programa de la tele o tutorial
de YouTube, no porque supiera cómo hacerlo.
En un momento de nuestras vidas,
antes de que nuestros padres fallecieran, nuestra madre intentó que todos
hiciéramos un curso de primeros auxilios. Lo hizo pensando en mí. No lo
hicimos. Le fuimos dando largas, mi hermano, sobre todo.
Así que cuando empecé a quedarme
sin aire, intenté guardar la calma; pero solo lo intenté. Si me sobrevenía uno
de los ataques, ¿qué iba a hacer? Y era eso lo único en lo que pensaba, en que
no me pasara, o no al menos ahora, que me estaba costando respirar.
Traté de acomodarme lo mejor que
pude. Coloqué las almohadas sobre el respaldo de mi cama y me senté. Mi hermano
escuchaba música a todo volumen en la sala, así que tuve que mandarle un WhatsApp.
Hasta eso habíamos llegado.
En ese tiempo entre el mensaje
que envié y cuando mi hermano lo leyó, me sobrevino uno de los ataques. El
último. Las convulsiones y la falta de aire, más la debilidad de mi cuerpo por
el virus de moda, me hicieron exhalar mi último y sofocado suspiro.
A las mil y tantas cuando mi
hermano se percató de todo y entró en mi cuarto, hacía rato que yo estaba
inerte en la cama, con la boca abierta, con un hilo de saliva, y la vista fija
clavada en el techo. Hubiera preferido morir de otra forma, pero mi deceso fue
una unión de coincidencias típicas del destino.
Ahí fue cuando empezó con el
show, el pobre inútil. Empezó a gritar, me agitó por los hombros, intentó
reanimarme con un boca a boca y al final, como era de suponer, se echó a
llorar. Me pidió perdón, me abrazó. Cerró mis ojos, me limpió la boca. Acomodó
mi cuerpo con delicadeza y me cubrió. Eso me sorprendió y enterneció a la vez.
No es mal tipo mi hermano, solo tonto. Tal vez, si hubiera nacido en otra
familia, hubiera encajado bien, pero en la nuestra, estaba destinado al fracaso.
Llamó a los paramédicos, quienes
amablemente le informaron que en breve pasarían por casa. Yo lo dudé mucho.
Vivíamos en un pueblito, si bien estábamos cerca de la capital, llegar demoraba
cerca de una hora, hora y media. Todavía había nieve en la carretera, así que
eso hacía más lento todo.
Mi hermano esperó un par de horas
y volvió a llamar. Al tercer intento, ya estaba bastante alterado. El servicio
de paramédicos le dijo que no podían pasar a buscar mi cuerpo, ni mucho menos
constatar si era verdad que había muerto, porque se había declarado la
cuarentena oficialmente y nada se podía hacer.
¿Y qué iba a hacer el inútil de
mi hermano conmigo durante 15 días? ¿Meterme en el congelador? Lo pensé. Pensé
mil alternativas, pero ¿cómo se las comunicaba? Yo estaba acostumbrada a ese
accionar burocrático y estúpido de los organismos públicos de nuestro país,
pero él no, porque siempre se había hecho a un lado y había dejado que otros
resolvieran su vida práctica. Así que ahora, que tenía que lidiar con esta
tragedia, no se le ocurría qué hacer. ¡Pobre!
Yo en su lugar, hubiera envuelto
el cuerpo cuidadosamente, lo hubiera puesto en la maleta del auto y habría
enfilado al hospital, el que nos quedaba a una hora. Pero a él, lo único que se
le ocurrió fue subir stories a su Instagram y un video a YouTube.
Cada tanto, entre lágrimas y
sollozos, enfocaba mi cuerpo y pedía ayuda. ´´¿Qué hago con mi hermana muerta?
¡Nos han abandonado!’’. Me entretuve un tiempo leyendo los comentarios bizarros
de la gente, que iban desde darle las condolencias, hasta decirle que me picara
en trocitos y me guardara en el frízer hasta que viniera la ambulancia o la
funeraria. Otros comentarios eran más sarcásticos, pero esos me los reservo; y
también los comentarios de otros inútiles como mi hermano, me los reservo.
Al cabo de unas horas, se encerró
en su cuarto. Cada tanto salía para ver si había ocurrido el milagro de mi
resurrección y para revisar los nuevos comentarios y subir alguna que otra
story nueva sobre nuestro caso. Si hubiera podido dejarle un comentario, le
hubiera escrito: ‘’De esta no se vuelve’’, pero…
El primer día transcurrió así: Mi
hermano entrando en mi habitación, mi hermano llamando a los paramédicos, mi
hermano subiendo actualizaciones de estado. 24 horas así. No sé cuándo comienza
el cuerpo a descomponerse, pero mi hermano ya estaba frenético buscando
información al respecto.
Yo pensaba ‘’¿y si se va la luz?
¡Se muere mi hermano también!’’. En este punto, juro que ya era de risa nuestro
caso. O por lo menos lo era para mí. Cada llamada a los paramédicos daba el
mismo resultado: ‘’No podemos atender ningún caso fuera del hospital porque
estamos en cuarentena’’.
Al término del segundo día, mi
hermano tenía unas ojeras muy marcadas. Estaba durmiendo mal y ahora se le
había instalado el miedo en el cuerpo. Si yo no hubiera sido compasiva, como lo
fui en vida siempre, lo hubiera asustado, pero era tonto mi hermano solamente.
No era mal tipo, nunca lo fue, así que era inmerecido. ¡Pero hubiera sido muy
divertido!
En fin, pasadas 36 exactas horas,
por fin llegaron los paramédicos. No fue por la insistencia caótica y
desesperada de mi hermano, sino porque una influencer se apiadó de sus
lastimeros videos y ejerció presión entre sus seguidores para hacer todo un lío
y que al final vinieran por mí.
Muy moderno todo, la verdad. Pero
no por ello deja de ser patético y triste. Supongo que la vida, como está
concebida ahora, no da lugar a la practicidad y a la naturalidad (mi muerte
tenía que pasar en cualquier momento, no es a eso a lo que me refiero) y sí a
hacer de ella una especie de obra de teatro a la que asisten inútiles o tontos,
como mi hermano. En todo caso, a final de cuentas, podemos ambos descansar en
paz.