Estaba en esa edad incierta en la
que se sale de la niñez, pero todavía no se es un adolescente. Ya no le interesaban
las cosas que hasta hace poco le habían interesado, pero tampoco llamaban su
atención las cosas de adultos. Vivía fluctuando entre lo que iba a ser su
adolescencia, cuando entrara de lleno, y el recuerdo reciente de su infancia
tranquila y sin sobresaltos.
Así que, a sus 13 años, pasar
vacaciones con sus primos y resto de la familia que no veía a menudo, no era un
plan divertido, como hasta hace poco lo había sido. Sus primos seguían siendo
niños, mientras que ella había ido cambiando, creciendo.
La idea de pasar todas las
vacaciones en el mismo lugar de siempre, le pareció aburridísima. En vano
intentó convencer a sus padres de que la dejaran hacer otra cosa. Se mostraron
reacios. Iban todos o no iba ninguno y de su decisión dependería entonces que
sus hermanos se la pasaran encerrados en casa. No tuvo otra que aceptar, a
regañadientes, eso sí.
Tres meses estarían sin volver a
casa. Prefería aburrirse en su propia casa que en la de sus primos. Todos los
planes que armaban para entretenerlos, no la divertían. Quería ir al cine, a
ver pelis B-12, ir a pasear sola a la plaza, merendar con chicos de su edad, no
con la ristra de niñatos que aún habitaban la tranquilidad de la infancia.
Sus padres estaban ocupados con
sus amigos, haciendo cosas de adultos. No podían – y tal vez no querían –
ocuparse exclusivamente de ella o al menos idearse planes más acordes para la
edad de su hija mayor.
Sin embargo, un buen día, a una
de sus primas mayores, de esas felices que no se habían casado nunca y
disponían de todo el tiempo del mundo, se le ocurrió un paseo al zoológico. Al
principio no le pareció tan buena idea y además, seguro los niños querrían ir,
pero cuando supo que estarían las dos solas, el interés despertó en ella.
Así que una mañana soleada, su
prima la pasó a buscar y la llevó a recorrer el famoso parque zoológico. Pasearon
para arriba y para abajo. Reconoció a todos los animales que pudo, dado su
escaso, por no decir pobre, entendimiento del mundo animal.
Al llegar a la jaula del único oso
del lugar, estaba sentado sobre las patas traseras nada más. La jaula era
pequeña, así que el oso, negro y robusto, la ocupaba toda. Le quedaba chica,
tendría que decir mejor. Se paró enfrente. Detalló sus patas, tan gigantes.
Detalló el pelaje hirsuto y brillante. Y los ojos. Los ojos negros inyectados
de sangre.
El oso se acercó lo más que pudo
a la reja y la observó. Bufó y su bufido la asustó. Dio un salto y se echó para
atrás y casi pierde el equilibrio. ‘’No pasa nada, está enjaulado’’ le dijo su
prima, a modo de burla.
Se quedó unos instantes
observando al oso enorme, peludo, feroz, quien a su vez también la observaba,
con más rabia que calma. La rabia de un animal enjaulado. La chica se llevó las
manos al pecho para tratar de tranquilizarse. ‘’Vendrá por mí’’ pensó. ‘’Esta
noche vendrá por mí’’.
Se fue alejando de la jaula del
oso, apoyada en la baranda de metal, sin darle la espalda. El animal no dejaba
de verla. Acomodó su cuerpo en aquel reducido espacio para seguirla con la
mirada. Mientras más la veía, más sangre le llenaba los ojos.
El paseo la dejó intranquila. De
regreso en casa, lo único que hacía era pensar en el oso. Durante la cena, se
lo contó a sus padres, quienes la miraron extrañados. ‘’Es imposible que un oso
escape del zoológico y venga a buscarte. ¡Tendría que atravesar toda la
ciudad!’’. Ella insistió. ‘’Vendrá por mí esta noche’’ les dijo categórica. Sus
padres desestimaron sus palabras. ‘’Cosas de adolescentes sin nada en la cabeza
aún’’ dijeron.
En la tranquilidad de su cuarto,
se aseguró de cerrar bien la ventana y ponerle traba a la puerta. El animal
vendría a buscarla, pero algo de resistencia iba a encontrarse. Se tiró en la
cama y se arropó tanto como pudo, hasta quedar hecha un bollito. Le costó
conciliar el sueño. Cerraba los ojos y lo único que veía era la mirada letal
del oso.
Mientras tanto, en su
confinamiento y al amparo de la noche, el oso empezó a golpear los barrotes de
su celda, hasta lograr sacar los necesarios para salir. Se paró erguido, por
primera vez en tantos años de cautiverio. Respiró hondo y en segundos emprendió
el camino hasta la casa de la chica.
Olfateó su rastro. Tuvo el buen
tino de escabullirse silencioso amparado por la oscuridad de la ciudad. A la
hora que todos dormían, el oso se deslizaba por las calles, con una agilidad
impensada ni puesta en práctica jamás.
El olor de la chica se hacía cada
vez más poderoso. ¡Estaba ya cerca de su presa! Se detuvo unos instantes, se
relamió de puro gusto. Avanzó cauteloso, con la nariz pegada al piso, como si
fuera un sabueso.
Llegó al jardín de la casa. Tuvo
que contenerse para no abalanzarse sobre la ventana del cuarto de la muchacha.
Apoyó ambas patas delanteras y de un cabezazo rompió los cristales. El impacto
hizo que la chica se despertara y empezara a gritar.
Sus gritos, que se fueron
transformando en aullidos, alertaron a toda la casa. Sus padres intentaron
entrar al cuarto, pero la puerta estaba cerrada por dentro. Mientras tanto,
ella estaba en una esquina, gritando enloquecida, presa del pánico. El oso la
miró con ferocidad y lascivia. Levantó una de las patas y sacó a relucir las
garras. Le asestó un golpe seco, pero delicado en la pantorrilla. Como una
caricia que era un rasguño.
La sangre empezó a brotar
descontrolada de la herida. La chica lloraba y gritaba con toda la fuerza de su
voz. Sus padres habían podido derribar a machetazos la puerta y observaban la
escena entre aterrorizados e impactados.
El oso les dirigió la misma
mirada de rabia con que había visto a la muchacha esa misma mañana, en el
zoológico. Hizo un movimiento rápido y enganchó la pierna herida entre sus
fauces, sin morderla, para arrastrarla hacia sí. Y con la misma rapidez, salió
de la habitación, con ella al hombro, tan frágil, tan delicada, tan posible.
Tan suya.
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