La dama desciende del carruaje
con la gracia que tienen las criaturas que nacieron con la elegancia
incorporada en los huesos. Casi totalmente cubierta por la capa de terciopelo
negro, puede parecer dos cosas a quien se la tope: o una cortesana o una bruja.
Camina con prisa el sendero que
la separa del convento y lo bordea, como siempre, para poder entrar por la
puerta que le tienen reservada, la que permanece abierta solo para ella. Al
entrar, la oscuridad absoluta la rodea y tarda algunos minutos en
acostumbrarse. Avanza algunos metros, apoyándose en las paredes frías hasta
llegar al pasadizo.
Una débil vela, a punto de
extinguirse, es la única iluminación disponible que puede usar para recorrer
ese húmedo pasillo, que cada vez se le antoja más largo y más lúgubre. No es la
mejor parte del recorrido, pues siempre teme que alguna rata decida hacer de
ese sitio su hogar y en sus plegarias, está incluido el deseo de que eso jamás
pase.
Respira agitadamente mientras
avanza hasta llegar a su destino. Tantea la puertecilla y la golpea, primero
tres veces y después tres veces más, de manera de dejar en claro que es ella y
nadie más quien aguarda a ser atendida.
La hermana Alda estaba a punto de
dormirse en el banco de la capilla, pero el ruido de los golpes a la puerta
secreta la pone en alerta. Se levanta y apoya la cabeza en la pared falsa,
hasta que vuelve a escuchar los otros tres golpes que indican que es la dama de
la noche. Retira el falso decorado y abre, con todo el sigilo del mundo, la
puertecilla.
Iluminada por lo que poco que va
quedando de la vela, la dama, lejos de parecer una figura aterradora, se
muestra más hermosa que nunca; incluso a pesar de no serlo. La hermana Alda le
sonríe. Le agrada su presencia y reconoce, con cierto pesar de su alma
femenina, que nunca podrá tener el porte delicado y fino de aquella dama, por
más que se esfuerce.
Se inclina ante ella con una reverencia
torpe e infantil. La dama le alaba el gesto con una media sonrisa y un ‘’no es
necesario, hermana’’ suave y lánguido. A la luz de la poca iluminada capilla, las
mujeres intercambian miradas cómplices. La hermana Alda está siendo instruida
en los menesteres de recibir y despachar ‘’el elixir de la vida’’, a las
clientas que pasan por un riguroso examen.
La dama se abre un poco la capa y
deja al descubierto un bolso que contiene las dosis exactas del lote pedido.
Cada frasquito está primorosamente envuelto en telas y algodones, con la
etiqueta lacrada que reza ‘’Elixir vitae’’. Se los entrega a Alda, quien
los cuenta uno por uno.
La mujer se acerca al altar, se
arrodilla y reza. Lo hace por su éxito, porque nunca la descubran, porque pueda
seguir adelante con su noble y loable causa, por seguir ayudando a tantas
mujeres a deshacerse de deberes innecesarios y a ser felices. Está convencida
de que está ganándose su lugar en el paraíso con esmero y honestidad, tal y
como le enseñó su madre.
Se levanta y persigna. Alda
terminó de contar los frascos hace unos minutos, pero no quiso interrumpirla.
‘’Están todos, señora. Muchas gracias en nombre de todas’’. La dama sonríe y asiente
complacida. ‘’Estoy para servirlas, hermana’’ y es esta vez ella quien se
inclina ante la monja, a modo de reverencia.
Sin más dilaciones, la mujer se
retira, haciendo el camino inverso, esta vez sin necesidad de una vela. Va
tanteando por los muros del pasadizo, lo más rápido que puede hacia la puerta
reservada solo para ella. Abandona el convento, en medio de la oscuridad más
absoluta, hasta llegar al carruaje, que la llevará de vuelta al castillo que
habita, con su devoto y anciano marido.