Al llegar a casa, no enciende las
luces, como de costumbre. Tampoco revisa si tiene correspondencia y mucho menos
le presta atención a la T.V. En medio de ese quiebre en su rutina, se sienta en
el piso, con la espalda recta pegada a la puerta de entrada. En la cartera
busca el celular. Ningún mensaje, ninguna llamada, ni siquiera perdida. Son las
8:40 de la noche. ‘’No tiene ningún sentido seguir’’, le dice a la nada.
Después de un largo rato, se
levanta. Enciende una única luz, la de la cocina. Se dirige al baño, en
penumbras. Se quita con delicadeza la ropa. Abre las llaves de la ducha. Deja que el agua corra por todo su magro
cuerpo. Cierra los ojos y se deja llevar. Agua tibia. Sera la última vez que la
sienta. Se lava el cabello, recorre con lentitud su cuerpo. Al terminar de
bañarse, se seca meticulosamente y se mira en el espejo. Nunca le gustó hacerlo
y, por fortuna, esta será la última vez.
Ya en su cuarto, se viste con su
mejor camisón de dormir. ‘’El sueño eterno’’, ironiza. Una vez lista, se
cerciora de cerrar las ventanas y las cortinas. Sobre la cama está la bolsa
plástica, la cinta gris de embalaje, un poco de cuerda. Sobre la mesita de
noche, un frasco de tranquilizantes. Se peina con esmero y se recoge el cabello
aún húmedo en un rodete. Se sienta al borde de la cama y toma la dosis exacta
de pastillas. Ni una más, ni una menos. Se coloca la bolsa en la cabeza, no sin
antes respirar hondo y la ata lo más herméticamente que puede con la cinta y
para estar segura de que el aire no interferará en sus planes, aprieta la
cuerda por encima de la cinta.
Inhala. Se acuesta en el medio de
la cama, boca arriba. Exhala. Toda la bolsa por dentro se llena de su aliento.
El corazón late de prisa. Inhala. Siente un hormigueo que comienza por los
pies. Exhala. Escucha la puerta de entrada. Está mareada. Gira la cabeza hacia
la derecha y hacia la izquierda, con rapidez. Inhala. Ve, en medio de la bruma
de su propia respiración, a Mario parado justo enfrente de la cama. El poco
aire que queda dentro de la bolsa empieza a enrarecerse mucho más. Se le nubla
la vista. Exhala. Oleadas de pánico la invaden con más fiereza cada vez. Se
estremece violentamente. Casi no inhala. Mario abandona la habitación y cierra
tras de sí la puerta. Ella aprieta los puños. Arquea la espalda. Ya no queda
nada de aire. Abre la boca y toda la bolsa se adhiere a su rostro, sofocándola
aún más. Grita un grito sordo: ‘’¡Mario!’’.
Sentado frente a la televisión,
Mario escucha esa voz seca, tan familiar, que antes amaba. Se levanta y va
hacia la ventana y la abre de par de en par. Respira hondo. ‘’Lo siento. Ya no
tenía ningún sentido seguir, amor’’.
2 comentarios:
Nunca ví a nadie que se suicidara así.
Una historia preciosa, aun a pesar del suicidio. Escribes muy bien :)
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