‘’Lo único que he hecho en todo este tiempo ha sido
trabajar y envejecer’’. Piensa esto mientras se observa en el espejo y se
recoge el cabello en un chignon. Intenta
contar las nuevas arrugas que va descubriendo en su rostro, en su cuello. No le
perturban, pero tampoco le gustan. Son un fiel recordatorio de que se está
venciendo, como un producto cualquiera del supermercado, y que pronto tendrá
que dejar de trabajar (oh, la indeseada jubilación) y dedicarse por completo a
envejecer (oh, maldita vejez).
Se maquilla sin excesos, como siempre, y se viste
acorde. No olvida colocarse la alianza en el anular, para evitar coqueteos
innecesarios de caballeros insípidos. A su edad, no necesita lastres. Ya tuvo
suficiente con Ramiro, durante todo el tiempo que duró su matrimonio.
‘’Ramiro fue mi única mala decisión’’. Piensa esto al
salir de su casa y esperar en el pasillo a que el lento ascensor llegue para
llevarla a la planta baja del edificio. Varios pensamientos van detonando en su
cabeza, mientras desciende, piso por piso. ‘’Muchas veces las personas
confunden el amor con el deseo’’, ‘’dejarse obnubilar por la belleza física
causa estragos’’, ‘’¿de qué sirve un buen cuerpo si no viene acompañado de un
buen cerebro?’’.
Cuando el ascensor abre sus puertas, resopla. ‘’Allá
vamos otra vez’’ se dice a sí misma. Ya no camina con el porte ni la decisión
de antes. Ahora es más lento todo. No es que se queje, pero le hubiera gustado
conservar eso de sus años anteriores, la rapidez de reacción de su cuerpo.
Al llegar a la oficina, saluda como lo hace de lunes a
viernes, a la chica de la recepción: Con un ademán de cabeza, sin pronunciar
palabra. ‘’A estas nuevas generaciones les importa tres carajos quién saluda y
quién no’’, se lo decía a Ramiro, las raras veces que hablaban, porque ¿para
qué emplear tiempo tratando de conversar con aquel ser tan banal?.
Está tratando de evitar la charla sobre su pronta
desvinculación por edad. Seguro querrán hacerle una fiesta y la sola idea la
aterra. ‘’¡Qué cosa tétrica y de mal gusto!’’ piensa y cierra los ojos con
fuerza para espantar el pensamiento. Una vez en su escritorio, se concentra,
como desde hace 20 años, en trabajar. Todo su ser se entrega a las labores
cotidianas. A veces hasta se olvida de comer. Hace horas extra sin cobrar. Workaholic le dicen, pero no es eso. Lo
hace para entretenerse.
Se demora adrede en ciertas labores, no para hacerlas
mejor, sino para estirar lo más que puede las horas. Lo empezó a hacer una vez
que dejaron Estados Unidos y se instalaron en el inclemente calor tropical de
su nuevo país de residencia. Su flamante marido confirmó ser lo que ella
sospechaba: Un inútil aburrido, nada más. Digno de mirar, eso sí. Pero solo
eso.
Encontrar trabajo no fue difícil. Una multinacional la
acogería rápidamente, con o sin experiencia. ‘’God bless America’’ dijo, cuando
firmó el contrato. No era fácil encontrar angloparlantes nativos que no
sucumbieran a los excesos del placer y la voluptuosidad de aquel país caribeño.
Fue una empleada modelo, desde siempre. No porque
fuera inteligente, sino porque era dedicada por necesidad. Ese trabajo
rutinario e intrascendente, la salvó de pasar sus mejores horas en aquel
matrimonio insulso. Por fortuna, Ramiro murió joven, y ella no tuvo que pasar
por el tedioso papeleo de un divorcio, cosa que había estado analizando desde
sus primeros meses de convivencia.
Se fue quedando hasta altas horas en la oficina, más
por costumbre que por productividad. Llegaba puntual y se iba a casa, cuando ya
la ciudad empezaba a languidecer para entregarse al descanso. Estaba de lunes a
viernes en el mismo lugar, como si fuera un mueble, un cuadro o una planta. Un
algo decorativo, tal vez, que nadie echaría de menos si faltase.
‘’Lo único que he hecho en todo este tiempo ha sido
trabajar y envejecer’’. Piensa esto mientras alza la vista y se pierde por
momentos observando a través de la ventana a la gente que huye de la fina
lluvia que cae inocente sobre la ciudad. Se levanta y se acerca más al vidrio.
Son cerca de las 4:00 de la tarde. Ya pasó la hora del almuerzo pero ni lo
notó.
Se quita los anteojos y los limpia con delicadeza con
un pañuelito. Al calzárselos de nuevo, observa detenidamente al hombre que está
parado en la esquina y que la mira, con la misma mirada estúpida e insulsa con
que la miró durante los años que compartieron juntos. Deja escapar un suspiro y
se acerca más al cristal, hasta apoyar la frente, para cerciorarse de que está
viendo bien.
Ramiro, su marido, le sonríe. Tiene la misma edad con
la que falleció, hace tantos años. ‘’This can’t be!’’ dice para sí. A sus
espaldas, escucha la voz de su jefe: ‘’Marigold…¿se siente bien?’’. Da un
respingo, se da vuelta y responde cortés, que nada pasa, que está todo bien,
como siempre. Espera unos segundos a que el hombre se aleje y vuelve a fijar la
vista en la esquina, sorprendida. Ni rastros de Ramiro.
Vuelve a su escritorio e intenta concentrarse. La
visión de su marido muerto la tiene estampada en las retinas, como si de un
tatuaje se tratase. Ese día se va en horario a su casa, por primera vez. No
deja de pensar el resto de la tarde en lo que vio. Era sin duda Ramiro, con la
edad, apariencia y maneras exactas que tenía cuando (afortunadamente) falleció.
Después de ese episodio, los días volvieron a
trascurrir sin inconvenientes, como siempre, y sin sobresaltos de visiones del
más allá. ‘’Trabajar y trabajar. Esto siempre me ha salvado’’. Piensa esto
mientras termina uno de los tantos informes inútiles que redacta para el
departamento en el que está asignada. No volvió a pensar en Ramiro, ni como
pensamiento buscado, ni como no buscado.
El tiempo avanzó inexorablemente, como siempre. ‘’Lo
único que he hecho en todo este tiempo ha sido trabajar y envejecer’’, dice,
sin emoción. ‘’50 años en este país. Y yo que pensé que me devolvería no más
pudiera. Así es la vida, la costumbre’’.
Al llegar a la oficina, se dirige al baño, antes de
instalarse en su escritorio. Se lava las manos, se arregla el cabello y el
atuendo. Siente de repente un dolor lacerante en el pecho que no le da tiempo
ni de gritar para pedir ayuda. Cae al piso, como una marioneta a la que le han
cortado las cuerdas, sin ruidos innecesarios. ‘’Oh, Lord!’’ es su último y
discreto pensamiento.
Pocos fueron a su funeral. No había registros de
familia a la que avisar de su deceso. Pocos notaron su ausencia definitiva y
eterna; sin embargo, ella siguió yendo a trabajar, como si nada hubiera pasado.
En su escritorio y espacio de trabajo empezó a formarse una capa de polvo. La
señora de la limpieza no quería perturbarla, al verla siempre tan concentrada.
Hasta que el caos se hizo muy evidente y le llamaron
la atención los de mantenimiento: ‘’Tiene que limpiar TODOS los escritorios y
el de la esquina tiene tiempo sin haber sido limpiado’’ le espetaron. La mujer
abrió desmesuradamente los ojos y respondió: ‘’¿Pero cómo quiere que lo ordene
y limpie, si la señora mayor nunca se quita de ahí, siempre está trabajando’’.
‘’Lo único que he hecho en todo este tiempo ha sido
trabajar y envejecer. Y ahora también me dedico a alimentar la creencia de que
existo en este plano terrenal, cuando ya pasé al otro, más sobrenatural, por
llamarlo de alguna forma. Con tal de que Ramiro nunca descubra que he muerto,
me viene bien cualquier cosa. Con él no quiero estar dando vueltas en los
mismos universos. De estas cuatro paredes y de este escritorio no saldré nunca
más. Por lo que dure la eternidad’’.
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