Todos los días, al salir de la
escuela, se desvía adrede para pasar por la tienda de muñecas. ‘’Traídas de
Francia’’, reza el cartel. Sabe que su padre, austero como pocos, le negará
cualquier juguete por considerarlo ‘’innecesario para su desarrollo
intelectual’’. Tampoco su madre la apoyará en esto. ¿Para qué quiere una muñeca
tan cara y delicada?, le preguntaría. ‘’Tus hermanitas van a destrozarla no más
la vean’’, le diría. Y en eso tendría razón. Ser la tercera de aquella prole
numerosa, le ha quitado protagonismo a su infancia que debió durar más de lo
debido.
Apoya suavemente la frente en el
cristal de la tienda y se queda observando a la muñeca: sus rizos de cabello
natural (ella la quisiera rubia) y sus grandes ojos coronados por miles de
pestañas que pueden abrirse y cerrarse (esto la hace diferente del resto de las
muñecas cuyos ojos eternamente abiertos la asustan) la hacen realmente única.
¿Cómo reunir el dinero? Le parece
terrible que teniéndolo, no lo tenga a su alcance. Frunce el ceño y bufa,
‘’cuando crezcas’’ es lo que le responde su padre siempre. Pero cuando crezca,
ya no querrá jugar con muñecas.
Contrariada, enfila hacia el
almacén. Entra por la puerta trasera y agarra el delantal que aún le queda
bastante grande. Abre la puerta que separa el mostrador del patio interno de su
propia casa. Su hermana mayor le lanza una mirada reprobatoria por su tardanza.
Ella ni se inmuta. Era importante constatar que la muñeca – su muñeca – seguía
estando en la vitrina, esperándola.
Sin mediar palabra con su
hermana, se sienta en la caja registradora, no sin antes colocar la banqueta
sobre algunos libros para quedar más alta. Su hermana la reprime, pero ella no
le presta atención. Pocas veces lo hace, de hecho.
Asume su turno, como todas las
tardes, con estoicismo. Es una lástima que ninguno de sus hermanos varones
hubiera alcanzado la pubertad porque estarían ahora, en su lugar, y ella
estaría jugando con sus hermanas, con sus conejos, con sus perros y con sus
gatos. Pero no. Quiso el destino que sobrevivieran todas ellas y que a su padre
se le ocurriera emplearlas en el almacén, en vez de contratar personal.
Cuando su padre descubrió cómo
ella se entendía tan bien con los números, la asignó a la caja y después le
enseñó a llevar el inventario, todo para ahorrarse sueldos. ‘’Prefiero que el
negocio esté en manos familiares’’ le había explicado, o mentido, mejor.
Perder todas sus tardes
infantiles por estar en el mostrador, cobrándole a los clientes, la fastidiaba
en gran medida. Su padre dando vueltas por toda la tienda, enseñando la fina
mercancía. La gente entrando y saliendo con sus compras. Aquel desfile
frenético de desconocidos. Su pequeña vida diluyéndose en algo que no le
competía.
Hasta esa tarde de lluvia. Estaba
sola en el almacén, sin nadie que la atormentara, ni siquiera su padre que
sabía que los días así, nadie portaba por ahí. La gran araña de cristal de roca
pendía elegante y arrojaba de cuando en cuando lucecitas de colores sobre el
piso y los espejos del salón.
Estaba tan extasiada contemplando
el fenómeno que no notó a la viuda, cuando entró empapada, con su gran sombrero
de fieltro negro deformado por el peso del agua. Al verla, se asustó y contuvo
el aliento. La viuda se acercó al mostrador y se quitó el sombrero, que dejó a
la vista su cráneo calvo y reseco. ‘’No te asustes’’ le dijo con voz hueca.
Su padre le había prohibido la
entrada muchos años antes y les había ordenado a sus hijas que jamás la dejaran
pasar y si eso ocurría, debían avisarle de inmediato. Ella recordó la orden
paterna, pero no pudo moverse del mostrador, hipnotizaba como estaba al ver por
primera vez a aquella mujer, que creía más una leyenda urbana que otra cosa.
‘’Tienes los mismos ojos fieros
de tu padre’’ le dijo en voz baja. ‘’Debes tener entonces su mismo carácter’’ y
sonrió a medias. Ella pudo observar que le faltaban algunos dientes anteriores
y los que tenía, estaban renegridos. El asco se le notó de inmediato porque la
viuda la miró con ira y abrió más la boca.
‘’Sí, eres igual de desdeñosa que
tu padre’’. Le dio la espalda y empezó a caminar despacio por todo el salón,
arrastrando la sucia bolsa que llevaba en la mano y que parecía pesada. Ella
creyó en algún momento que iba a romper algunas de las porcelanas o a derribar
las estanterías llenas de cristalería.
Se bajó de la banqueta y
despacio, sin dejar de mirar a la mujer, fue caminando sigilosa hasta la puerta
trasera, para dar aviso a su padre. Pero cuando estaba por abrirla, la viuda se
percató de la maniobra y con una agilidad impropia de una mujer de edad
avanzada como ella lo era, la tomó de la muñeca y la arrastró hasta el centro
de la tienda.
La niña se retorcía del dolor y
gritaba, pero el escándalo de la lluvia ahogaba sus gritos. ‘’Ahora va a saber
tu papá lo que es el dolor’’. La tomó de la otra muñeca y le hundió las sucias
uñas en ellas, hasta hacerla sangrar. ‘’Te acordarás de mí por el resto de tus
días’’.
La bofetada que le propinó la
hizo perder la noción de sí por momentos cuando su cabeza golpeó el piso y a
partir de ese momento, todo fue una bruma confusa. La viuda la levantó como si
de una almohada se tratase y se la llevó, tan rápido como pudo.
Cuando volvió en sí, abrió
lentamente los ojos. Le dolía la cabeza y todala habitación le daba vueltas.
Empezó a toser y a convulsionar. La última cosa que vio, antes de perder de
nuevo el conocimiento fue los tímidos rayos del sol que se filtraban suavemente
por la ventana de su propio cuarto.
Sigilosamente, su padre entró en
la habitación. Se arrodilló junto a su cama y comenzó a rezar, al tiempo que
sostenía la mano de su hija. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Se prometió
a sí mismo no ser tan permisivo con las niñas, no dejarlas salir a jugar los
días de lluvia, a cuidarlas más. Si él se hubiese mostrado firme, nada de esto habría
pasado.
El tiempo transcurrió lento, como
era su costumbre, cada vez que alguien en aquella casa caía enfermo. ¿Sería la
vida tan cruel que les arrebataría a una de sus hijas, como ya había pasado con
sus hijos? Era un pensamiento recurrente en la mente de los padres, pero tenían
el tino de no confesárselo el uno al otro para no angustiarse ni atraer los
malos augurios.
Sin embargo, a veces la vida da
giros inesperados y aquella mañana, temprano, la niña despertó del todo. Aún
desorientada, comenzó a observar su alrededor. La puerta
estaba entreabierta. Temblando, se incorporó. ¿Y si la viuda abría la puerta y
la golpeaba? Se fue acercando y la abrió, intentando hacer el menor ruido
posible.
El chirrido de los goznes alertó
a la madre, que fue corriendo hasta el cuarto. Lanzó un grito cuando la vio
apoyaba en el marco, pálida, pero en pie y antes de que se desmayara, la
levantó y resguardó entre sus brazos.
Los días siguientes fueron diáfanos
y tranquilos. Su recuperación era lenta, pero cada vez ganaba más peso y vigor.
Las ojeras habían desaparecido y su piel de niña volvía a tener la lozanía de
porcelana perfecta, tan perfecta como la muñeca de la tienda, que ahora estaba
sobre su cómoda, mirándola atentamente. No era rubia, como ella hubiera querido,
sino que tenía el pelo negro, largo y brillante y los ojos oscuros, tan oscuros
como los de la viuda.
2 comentarios:
Wuou! Pobrecita! me dio un poco de miedo cuando quedo la puerta entreabierta!!
Me gusto el cuento!
Saludos porcelanados
Madre mia!! ich kann es nicht vermeiden. Jedes mal bekomme ich Gänsehaut. Du bist eine Meisterin der Psyche und machst ein Meisterwerk hintereinander.CHAPEAU ALE !!!!
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