Al primero lo vi arrastrándose
lentamente por la puerta del congelador de mi nevera. No le presté atención.
Tal vez había salido de alguna fruta. Lo maté.
Un par de días después, encontré
otro en el fregadero. Este me la hizo fácil: lo ahogué. Ya iban dos. Aun así,
no me preocupé. Tampoco revisé si había algo en mal estado en la cocina. Lo
dejé pasar, como siempre. Porque las cosas que no son cotidianas hay que
dejarlas pasar, si no, se corre el riesgo de que se conviertan en fascinación o
en un horror y yo no estaba para ninguna de esas dos cosas.
Ese mismo fin de semana no lo pasé
en casa. O no recuerdo si fui solamente a dormir. Es irrelevante esto, en realidad,
pero en cuanto estuve más de tres horas seguidas, noté que había algunos en el
techo. Tres, para ser exactos. Me sorprendí y no para bien.
Le tomé una foto con mi celular y se
la mandé a mis amigos. Los veredictos iban desde ‘’mal de ojo’’, pasando por
‘’envidia’’ hasta ‘’rata muerta’’. El más imaginativo dijo que seguramente se
había muerto por fin la vieja del segundo y que era su cuerpo en descomposición
lo que había producido la aparición de estos bichos.
No desestimé ninguna teoría. Bueno,
en realidad, sí. La del animal muerto y la de la vieja del segundo no iban. El
resto podía tener sentido. Antes de agarrar el haragán y empezar a aplastarlos
con la goma, inspeccioné si no había más. En realidad, había varios.
Si hacía la cuenta de cuántos iban
ya, me acercaba a la docena. Y todo esto en menos de una semana. Ya empezó todo
a parecerme muy raro.
Me puse a leer literatura en
internet al respecto. Sumé más teorías a mi banco de teorías. Me pedí el día en
el trabajo para llegar hasta el meollo de este asunto. Entiéndase por
‘’meollo’’ como ‘’limpieza profunda’’ de mi casa.
Compré un spray de esos que matan
hasta lo que no tienen que matar, guantes, cloro, vinagre, entre otros
artículos. Todo lo que pensé que podía ayudarme a deshacerme de estos cositos
invasivos y desagradables.
Limpié. Llegué hasta los rincones
más recónditos de mi propia casa. Le saqué brillo a todo, eliminé hasta el
polvo invisible. Quedé extenuado. Me di un baño prolongado y me tiré en la
cama. En minutos ya dormía.
Al día siguiente y cuando sonó la
alarma, abrí lentamente los ojos. ¿Qué es lo primero que vi? Otro arrastrándose
lenta, suave y parsimoniosamente por la pared. Lo maté de un zapatazo. ¡Ya esto
era el colmo! ¿Cómo había sobrevivido uno solo a mi limpieza del día anterior?
No lo sé. Aún no lo sé.
Me preparé para irme al trabajo. Al
llegar a la oficina, mis compañeros me notaron pálido y ojeroso. Les dije que
no tenía nada, que estaba cansado nada más. Pero en realidad me dolía todo el
cuerpo, sobre todo la espalda, a la altura de los pulmones. Ese día resolví no
fumar la tanda de cigarrillos del día.
La jornada laboral fue un suplicio
de lo larga que fue. Tuve todas las reuniones posibles ese día, una más inútil
que la otra. Yo no podía prestar atención de lo cansado que estaba. Al llegar a
casa, miré hacia el techo: había ya cuatro.
El cansancio no me impidió subirme
en la escalera, armado de una servilleta y apretarlos uno a uno contra el
propio techo, hasta oír que crujían y se deshacían bajo la presión de mi mano.
Ya esto era una batalla y yo estaba decidido a ganarla.
Al día siguiente iría al vivero a
indagar sobre estos bichos. Tal vez vivían entre mis plantas y yo no me había
dado cuenta. No estaba de más darme una vuelta.
Después de matarlos, me desplomé en
mi cama y me dormí, aún con la ropa puesta. Lo bueno es que al día siguiente
era sábado y podía recuperarme, podía pasar en la cama todo el día. No entendí
en ese momento por qué estaba tan cansado. Se lo atribuí al estrés en el
trabajo, a la limpieza de mi casa, a estos bichos que no me dejaban pensar en
otra cosa que no fuera en ellos mismos.
Lo cierto es que el dolor en la
espalda se fue acentuando durante el fin de semana. Me faltaba la respiración
si hacía algún movimiento medio brusco. No pude dormirme boca arriba, como era
mi costumbre, por el dolor.
Pasé buen rato tirado boca abajo.
Con la mejilla izquierda apoyada sobre el colchón, los ojos cerrados y la
respiración entrecortada, empecé a sentir hormigueos. Lentos. Suaves.
Parsimoniosos. Después se hicieron más intensos, tanto como el dolor que me
laceraba.
Como pude, me senté en el borde de
la cama. Ya nada de esto era normal. Tenía que llamar al médico. Me pasé la
mano por el cabello y para mi sorpresa, atrapé algunos entre mis dedos. ¡Asco!
Eso fue lo que sentí. Asco del más puro, como nunca antes.
De mis oídos, de mi nariz, salían
muchos. Lentos. Suaves. Parsimoniosos. Empecé a gritar como un enajenado, pero
a cada grito, me dolían más y más los pulmones. Creo que me desmayé en algún
punto.
Cuando finalmente abrí los ojos,
quién sabe después de cuánto tiempo, estaba todo recubierto por estos bichos.
¡Todo mi cuerpo estaba cundido! Sin fuerzas casi, llamé a emergencias. Después
de eso, no sé bien qué más pasó. Hay una especie de agujero negro en mis propios
recuerdos.
Sé que hubo quejidos, pero tal vez
eran los míos. Sé que hubo llanto, pero tal vez era el mío. Sé también que
estos bichitos seguían saliendo, no sé si de mi cuerpo o de algo en
descomposición en mi propia casa. No lo sé. Estuve esos días aislado, como
desconectado. Y el dolor, ¡el maldito dolor! que no me dejaba en paz. Ya ni
respirar podía.
En fin, nunca entendí bien ni cómo
empezó todo esto ni cómo terminó. Supongo que tuve algún tipo de infección
porque tuve mucha fiebre, o es lo que creo (ya no estoy muy seguro de lo que
viví esos pocos días) o algo raro relacionado con esos bichos que vaya usted a
saber qué eran.
Solo tengo un único recuerdo muy
nítido y es el de mamá, inclinándose sobre mí y besándome en la frente, como
cuando me leía un cuento por las noches para hacerme dormir. Y sus lágrimas
cayendo sobre mi rostro y yo durmiéndome, descansando finalmente, como si
cayera en un sueño eterno, lento, suave y parsimonioso.
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