Sabe que esa noche no podrá
dormir. El desarrollo vertiginoso de los acontecimientos ha dejado una marca
trágica en sus sentimientos, así que se levanta sigilosa y sale del cuarto, no
sin antes cerciorarse de que ninguna de sus compañeras la haya visto.
Se escabulle tan silenciosamente como
puede hasta llegar a la cocina. Se asoma de puntillas por la ventanita de la
puerta: Encima de la mesa del comedor, María Fernanda está boca arriba, pálida,
con las manos sobre el pecho, como si estuviera durmiendo sin soñar.
Quiere entrar y verla de cerca,
pero no lo hace por miedo. A los muertos se les debe respeto, en todo momento.
O al menos eso es lo que su madre y las monjas siempre le han dicho. Sin
embargo, tiene unas ganas casi irrefrenables de acercarse y llamar a María
Fernanda por su nombre completo, para hacerla revivir.
Se sienta en el piso y respira
hondo. Intenta rezar, no sabe si para calmarse o para interceder por el alma de
una niña que no tuvo ni chances de pecar, como Dios manda. Siempre le dio algo
de pena, desde que sus padres la dejaron llorosa en la puerta del internado,
hasta este momento preciso en que yace, eternamente silenciosa, en la mesa de
la cocina.
Recuerda cuando las monjas la
recibieron. Las demás niñas se agolparon en las ventanas para verla llegar. Tenía
un aire dulce y tímido y no estaba ahí como la mayoría de las demás niñas, por
lo que no encajaría a la primera. O al menos eso fue lo que algunas notaron.
La noticia de por qué estaba
entre todas ellas, se supo al tiempo, por una de las novicias, que adoraba las
historias románticas y los amores imposibles de parejas sufridas y desdichadas.
Los padres de María Fernanda la habían internado en ese colegio, lejos, muy
lejos de la capital, para separarla de un chico, del que ella se había enamorado,
ya que eran de clases sociales diferentes.
‘’Niñas, tenemos que darle
nuestro apoyo’’, les había confiado en voz baja la novicia romántica. ‘’El primer
amor nunca se olvida’’ dijo categórica y exacta. Pero a los 12 años, que era la
edad promedio de las chicas, esa frase sonaba más a novelita barata que a un
hecho cierto, porque ¿quién a los 12 años tiene la certeza absoluta de lo que
es el amor de pareja?
Las demás niñas le hicieron un
espacio a María Fernanda, sin preguntarle muchas cosas, para no socavar más su
tristeza, ni hacer que se sintiera peor. Pronto se le pasaría ese enamoramiento
y volvería a confiar en el proceso de la vida o al menos no vivirla sin tantas
prohibiciones sin sentido.
La tarde del paseo planeado por
el día feriado, el río ofrecía su caudal más crecido, intenso y profundo, casi
desbocado. Sin embargo, había que cruzarlo para llegar a su otra orilla y
disfrutar del paisaje. No era nada que no hubieran hecho antes, solo que esta
vez, las aguas caudalosas se mostraban llenas del ímpetu de la naturaleza,
voluble y volátil, como suele ser a veces.
Las monjas organizaron a las
niñas por orden de tamaño, como en tantas otras oportunidades. De manos dadas,
empezaron a atravesar el río, despacio, gritando de felicidad, riendo,
dejándose empapar los uniformes, los hábitos, por el agua fría.
Las primeras iban llegando felices
a destino, hasta que María Fernanda, sin querer, se soltó, agitada por ese río
impetuoso que nunca había cruzado. Entonces los gritos se llenaron de espanto.
La niña fue arrastrada por la corriente. Dio vueltas y vueltas hasta hundirse.
Presas del pánico, suspendieron
el cruce y como pudieron, regresaron a la orilla. Las monjas corrían río abajo
llamando a la niña. Quiso participar en la búsqueda, lo recuerda bien, pero una
de las monjas decidió llevarla, junto con el resto del grupo al internado.
Algunas lloraban. Ella permanecía
con el alma en vilo, esperando la noticia de la aparición con vida de su
compañera. En oleadas, recordaba el suceso: María Fernanda dando vueltas, sin
control, agitada por el río.
Después de interminables horas,
los bomberos rescataron el cuerpo. Y llegaron los padres de la niña. Y oyeron
los gritos de la madre por todo el internado. Y los llantos de las monjas. Los
lamentos del padre. Y sintieron la culpa de esos padres estrellarse una y mil
veces contra los muros del internado. Y tantas otras cosas terribles de ese día
triste, del paseo al río.
Se levanta del piso. No sabe bien
qué hora es. Quiere entrar y ver a María Fernanda de cerca, pero no lo hace, de
nuevo, por miedo. Se pone de puntillas para atisbar por la ventana. Tal vez
algo haya cambiado, pero no, no hay ninguna alteración en la escena: Encima de
la mesa del comedor, María Fernanda sigue boca arriba, lívida, con las manos
sobre el pecho.
Después de unos minutos, vuelve
al cuarto y se esconde bajo las sábanas, a esperar que comience un nuevo día.
Cierra los ojos y trata de descansar, pero el sueño termina por vencerla, al
final.
Cuando despierta, respira hondo.
Es feriado. No trabaja, se ocupará de su casa, de sus hijos, de cocinar, tal
vez de limpiar. Se levanta y se recoge el pelo. El silencio reina en su casa,
aunque no por mucho tiempo, porque cuando todos despierten, empezará el ajetreo
de siempre.
Se dirige a la cocina y se
dispone a preparar café. Mientras espera, mira por la ventana: Es un fantástico
día de sol, el cielo sin nubes deja paso a ese azul intenso y limpio que tanto
le gusta; sin embargo, es 12 de octubre y como todos los 12 de octubre, se
acuerda de María Fernanda, encima de la mesa del comedor del que fue su
internado, durmiendo sin soñar.
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