Paso horas aquí arriba. Qué digo
horas: días. Interminables días. La paciencia no fue nunca mi fuerte, pero este
encierro lo sobrellevo bien, para mi propia sorpresa. Lo malo es que, de noche,
el penetrante olor de estos fajos no me deja descansar.
En otro momento de mi vida, estar
aquí sería un tanto incómodo, porque el solo hecho de estar de cuclillas me
arruinaría las rodillas; pero por fortuna eso no es un problema. Puedo moverme
aún agachado sin tener que ponerme de pie o acostarme cada tanto.
Me he vuelto muy observador y he
aguzado todos mis sentidos desde que llegué aquí. Cada chirrido en la casa lo
conozco, sé de dónde viene, qué lo produce. Cada rendija por donde se cuela el
viento lo hace sonar de forma diferente y sé exactamente en qué parte está.
Las paredes de la casa se
anticipan a las estaciones y van cambiando. Sé cuando el otoño está por
aparecer, porque en las noches de verano todo se vuelve un poco menos caluroso
y entonces así sé, por esa temperatura que también adoptó mi cuerpo, que los
días de verano están preparándose para irse.
Dirán que son cosas tontas, pero
en algo tengo que usar mi tiempo. Eso me ayuda a mantenerme activo. No es lo
ideal, claro. Lo ideal sería no estar aquí. Desde hace cinco años aguardo mi
liberación; mientras tanto, me entretengo.
Mi hija no viene desde hace tres
años, aproximadamente. Al principio de mi cautiverio, venía con cierta
frecuencia para ordenar, limpiar, deshacerse de algunas cosas de la casa. En
ese tiempo, yo no le prestaba mucha atención, de tan embobado que estaba con
esto de cuidar de mi botín. Después, cuando sus visitas se hicieron más
espaciadas, me alarmé.
No tenía manera, ni aún tengo, de
ponerme en contacto con ella. A veces siento que me olvidó del todo, otras
veces siento que me recuerda todos los días de nuestra vida. Si bien es duro
estar así y más en este encierro, hay un montón de sensaciones y de
sentimientos que dejaron de tener la etiqueta de ‘’bueno’’ o ‘’malo’’.
Simplemente las cosas son como son: Mi hija no viene desde hace tres años.
Creo que no lo hace por miedo. Le
mando mensajes, con cualquier pretexto, para que vuelva. Me ignora o no
entiende lo que le digo. No soy un hombre de saber explicar bien las cosas, me
quedo siempre corto.
Sucede también que, en este
cambio de circunstancias, no es fácil la comunicación. Se recurre a metáforas,
a símbolos, cuya interpretación dependerá mucho del receptor. Si el mensaje no
es claro, como sé que son mis mensajes, el receptor, mi hija, no entenderá o
confundirá toda la situación.
Estoy tratando también de mejorar
eso. Me está llevando tiempo. Lo repito: nunca fui muy bueno comunicándome. Así
que por los momentos, trato de estar cerca de ella lo más que puedo, en
pensamiento, porque de aquí no puedo salir, hasta que mi situación se resuelva.
Recuerdo las buenas épocas en
esta casa. Hacía buen dinero, podía ahorrar, atesorar. Sobre todo eso:
atesorar. Cuando llegaba el dinero, lo guardaba y de tanto hacerlo ahora estoy
atado a él, a ese olor a viejo, ha guardado que adquieren las cosas cuando no
circulan, no se usan.
Nadie sabía que estaba guardando
tanto dinero. Me estaba partiendo el lomo trabajando, pero les hacía creer que
la paga por mis trabajos era baja. Me convertí en un experto en el arte del
engaño. Cuando mi mujer, que Dios la tenga en la gloria, me pedía dinero para
los gastos de la casa y la manutención de nuestra hija, yo siempre respondía
con algún remilgo y le decía que ese mes no había logrado cobrar mucho, etc.
Tenía ya armadas mil excusas.
Mientras, iba guardando billete
tras billete aquí arriba, donde estoy ahora. Este ‘’escondite’’ lo descubrí de
casualidad. Parece que cuando construyeron el techo, pensaban también hacer una
especie de entrepiso para la ventilación, creo, no estoy seguro, pero no lo
terminaron y quedó un espacio, como si fuera una larga gaveta, en el techo de
la cocina. Ahí empecé a meter los fardos, mes tras mes, año tras año.
No fue por codicia que lo hice,
sino para vivir tiempos mejores, siempre pensando en el futuro; especialmente
el de mi hija. Cuando pasó el accidente, yo no tuve tiempo de avisarle que en
el techo de la cocina, estaba todo su futuro. Vinieron por mí y yo dije que no,
porque tenía que cuidar mi botín.
Lo malo es que paso horas aquí
arriba. Qué digo horas: días. Interminables días. El penetrante olor de estos
fajos no me deja descansar. No puedo deambular tampoco por mi propia casa. No
sé cuándo terminará todo esto.
Quiero vender la casa, pero
¿podré hacerlo?. A veces siento que nunca voy a poder deshacerme de ella, pero
es que no logro dar el paso. Es una casa grande e inoperante. Mantenerla es un
caos y no tengo ni el tiempo ni las ganas.
Además, este olor tan rancio que
no logro ahuyentar y que tampoco logro identificar. ¿Qué haré con esta casa? Ni
siquiera está llena de recuerdos que quisiera conservar. Es tan solo una
estructura y nada más.
Lo que más me gustaba era la
cocina, porque daba al patio interno, donde estaba el árbol del que colgamos
una hamaca, el columpio y nos creíamos de vacaciones cuando hacía buen tiempo.
¡Fue una buena época, sí! Pero el árbol terminó secándose y tuvimos que sacarlo
y en su lugar, pusieron el piso de cemento. Una lástima. Me gustaba el jardín.
Tengo que limpiar. La casa va a deteriorarse
más si sigo dejando todo así, a la buena de Dios. Dios no limpia. Ojalá viniera
un terremoto y la arrancara de sus cimientos y chau, casa. No tendría que
ocuparme de esto, que es como un pensamiento que me taladra de vez en vez.
Contengo la respiración. ¡Eres
tú! ¡Viniste! ¡Mi amor! Hago ruido, pero no me oyes. ¡Mira hacia arriba! ¡Te
estoy viendo, hija querida!
Algunas baldosas se han salido y
otras están rotas. Me lo anoto. Tengo que ir haciendo un informe del deterioro,
pedir presupuesto para que vengan a arreglar o dejar todo así y venderla, tal y
como está, aunque no saque mucho dinero. Cañerías, pisos, algunos vidrios
rotos…
¡Mi amor!¡Mira hacia arriba!
Concéntrate. Mírame. ¡Mira hacia arriba! Ya es tiempo de salir de aquí. Guardé
todo esto para ti. ¡Solamente para ti!
Miro hacia los techos y los
inspecciono. Había una filtración en el de la sala; no muy grande, por fortuna.
Aquí en la cocina pareciera estar comenzando. Se levantó un poco la pintura. Lo
anoto. No parece ser grave.
Hago un rollito con uno de los
billetes y lo empujo por unas de las rendijitas de este techo falso que habito.
Cae, sin ruido. No lo notas. Lo pienso con todas mis fuerzas: ¡Mírame! Mientras,
hago otro rollito y lo aviento. ¡Concéntrate!
Vuelvo sobre mis pasos y piso
algo. ¿Qué es eso? Estos papelitos no estaban aquí recién. Me agacho. Es un
billete de 100. ¿Eh? ¿De dónde salió? Más allá hay otro. Lo recojo. También de
100. Miro hacia el techo de la cocina. Voy a buscar algo en qué subirme. Alguna
silla, alguna escalera, algo útil debe haber quedado.
Cuando por fin encuentro una
silla, me subo y observo más de cerca. Hay rendijas finas y de allí emana el
olor que transpira la casa. Mi casa. ¿Pero por qué? Raspo con la uña la pintura,
toco con los nudillos: ‘’Toc, toc, toc’’. Suena hueco. Con asombro descubro el
techo falso. ¿Qué es esto?
¡Mi amor! ¡Ni te ocupes!
Acércate. Tengo aquí mi botín, que es todo tuyo. Lo atesoré para ti. Ven, mi
vida. Acércate, acércate.
Hay muchos billetes, de 100 y de
50. Estoy atónita. Es que es increíble. ¿Quién los guardó? Nunca tuvimos
dinero. ¡Dios mío! Esto es una pequeña fortuna.
Por fin, hijita, por fin.
Llévatelo todo. Es tuyo, todo tuyo. Siento que me falta el aire, mi amor, que
ya no soy yo. Tengo que irme. Mi vida, mi amor. Te amo mucho. Tenlo presente.
Adiós, mi querida hija. Adiós.