Ella llevaba más de tres décadas bajo el hábito, envuelta en una devoción que había aprendido a modelar con la persistencia que solo tienen esos espíritus alejados de la vulgaridad. Sus días eran rutina y oración, su mundo un claustro cuyas paredes parecían murmurar letanías. Nunca sintió que le faltara algo, ni siquiera cuando el viento nocturno susurraba historias de otros mundos tras los barrotes del convento.
Una tarde, mientras entregaba limosnas en la plaza del pueblo, lo vio por primera vez. No más de veinte años, de piel cetrina, cabello largo negro, con el rostro y el torso encendidos por el sudor y la intensidad. Pero no era su belleza lo que la perturbó, sino el compás que de él se desprendía. Sus pies golpeaban las tablas con una precisión brutal, casi cruel, y sus manos dibujaban trazos en el aire con una pureza que le recordaba al movimiento de las aves en los frescos de la capilla.
El sonido del taconeo se deslizó dentro de ella como un cuchillo cortando seda. Sintió algo inesperado: un deseo extraño, no de la carne, sino de existir en ese momento eterno que él creaba con cada giro, con cada palma. Quiso llorar y no supo por qué.
A partir de entonces, la plaza se convirtió en un imán secreto. Siempre había una excusa: llevar pan a los pobres, recoger flores para el altar, saludar a los ancianos que se reunían para ver a la gente pasar. Pero era él a quien ella buscaba, aunque nunca cruzaran palabra. Lo observaba desde las sombras de un portal, como si el sol y el aire que él habitaba le fueran negados.
Él bailaba como si estuviera poseído. Era juventud, arrogancia y furia, pero también inocencia. No bailaba para agradar, sino para expresar algo más allá de las palabras. En su compás, ella encontró una pureza que no había visto ni en las estatuas del Cristo ni en los santos. Era un rezo pagano, una herejía que su alma, para su propio desconcierto, no quiso rechazar.
Una tarde, al terminar su actuación, él la vio. Apenas un instante, pero suficiente para que el fuego en sus ojos chocara con el agua quieta de los de ella. No hubo palabras, sólo una sonrisa de él, breve y luminosa como el destello de un hacha al sol. Ella apartó la mirada y se apretó el rosario contra el pecho, como si el contacto pudiera borrar la sensación de haber quedado desnuda en su presencia.
Esa noche no durmió. El eco de los tacones resonaba en su mente, cada golpe marcando algo dentro de ella que no podía nombrar. Era deseo, sí, pero no por él, que bien podía haber sido el hijo que nunca tuvo; sino por lo que representaba: la libertad, la pasión, la vida en su forma más cruda y hermosa.
La siguiente vez que lo vio bailar, lloró. Lágrimas silenciosas que resbalaban por sus vírgenes mejillas, mientras se decía que aquello no podía continuar. Y entonces, mientras la guitarra rugía, las palmas acompañaban aquel movimiento frenético y los tacones caían como martillos, comprendió algo que él había despertado el ritmo en su alma dormida.
La última vez que fue a la plaza, él no estaba. Había partido, dijeron, para bailar en ciudades más grandes. Ella no volvió a buscarlo. Pero durante las noches de vigilia, mientras el resto del convento dormía, en lugar de rezar, marcaba el compás con la punta del pie, en un susurro tan leve como una confesión al viento.