La madre se arrodilla para llegar a la altura del niño. Le abotona el
saco, aunque le falten un par de botones, pero lo hace con esmero de manera que
el niño luzca lo más prolijo posible. Le peina con cuidado el cabello, lo llena
de colonia barata, el único lujo que pueden tener. Antes de levantarse, lo besa
rápidamente en la frente y lo mira complacida: su hijo es muy lindo. Tiene la
belleza tierna de los que nunca serán agraciados cuando crezcan. Aún así, ella
sonríe.
Le entrega la minúscula maleta con sus pocas pertenencias. Ella cargará
el resto de las pocas cosas que entre los dos tienen. El niño ha pasado los
días emocionado con la idea de la mudanza, no así la madre, que sabe por qué lo
hacen.
‘’Debemos irnos, hijo’’ le dice y casi lo saca a rastras de la casa. Él
quería despedirse de cada rincón, pero la prisa de la madre no se lo permite.
‘’Tenemos que irnos ya’’ insiste la madre. ‘’Pero ¿y papá? ¿Sabe adónde
vamos?’’ pregunta el niño. Ella no contesta y en lo sucesivo, no contestará
nunca a esa pregunta que, en lo que les resta de futuro, se quedará en el limbo
de todo aquello que no recibe respuesta.
Caminan varias cuadras hasta llegar al autobús. Aunque es temprano, ya
hay gente con cajas, bolsos, animales de campo, muebles. Transportan todo lo que
pueden transportar. Viajan todos apiñados, como se pueda. ‘’No sueltes la
maleta’’ le recuerda la madre al hijo, quien se aferra de la manijita y a cada
tanto la mira, para cerciorarse de que sigue con él.
El viaje es largo. Hay mucho ruido. Los demás pasajeros hablan en voz
alta, algunos a los gritos. Los animales se quejan. La mujer respira hondo y
reza. Quiere llegar a su destino y tratar de empezar una nueva vida, o lo mejor
que pueda hacer con lo que resta de la que tiene.
Después de todas las horas imposibles de camino, llegan a destino,
cansados y hambrientos. El niño está a punto de llorar. Ya quiere llegar a
casa.
Caminan todas las cuadras interminables hasta que por fin divisan el que
será su nuevo hogar. Con el último impulso del día, se apresuran para llegar lo
más rápido que puedan. Antes de tocar a la puerta, observan la edificación: es
un caserón que conoció épocas mejores y que ahora luce descuidado, lúgubre y
triste.
El niño mira a la madre y en su mirada ella comprende que en menos de un
minuto, se echará a llorar. También quiere hacerlo, pero no puede, ni quiere,
asustar al pequeño, así que lo abraza y le sonríe, antes de tocar la puerta.
El hombre que los recibe los mira de arriba abajo con desgano. ‘’Es el
cuarto del fondo. Antes de llegar al patio’’. No los acompaña. Le da dos llaves
a la mujer, la del cuarto y la de la casa y solo le indica que las visitas no
están permitidas.
Al dirigirse al cuarto, la casa se va haciendo más lúgubre y triste, más
oscura y deprimente. En las paredes reposan años de humedad mal curada y
diferentes tonos de pintura descascarada.
‘’De tripas corazón’’ dice en voz baja la madre cuando abre la puerta
del que será su nuevo aposento. El único bombillo que pende del techo da una
luz lastimera y mortecina. Dos camas, un clóset, una mesita de noche
destartalada y un arcón son el precario mobiliario. Hay polvo por doquier.
La mujer cierra los ojos, se persigna y respira hondo. El niño se queda
petrificado en la pared y las lágrimas empiezan a rodar lentamente por sus
mejillas. También la mujer llora, pero no quiere que él la vea, así que se
acerca a la ventana y la abre de par en par. Los últimos rayos de sol del día
iluminan la habitación suavemente, como un bálsamo. Con disimulo, la madre se
seca las lágrimas y le dice al chico: ‘’Limpiemos un poco y ordenemos,
hijito’’.
Entre ambos ordenan y limpian el cuarto como pueden, de manera que quede
lo más habitable posible. Una vez terminada la faena, la mujer le pide al niño
que se quede que ella irá a comprar algo de pan para ambos. ‘’No le abras la
puerta a nadie’’ le ordena con dulzura. El niño asiente.
Al abandonar el cuarto, el niño abre su maleta y coloca la ropa y los
pocos juguetes que tiene en el espacio que la madre destinó para él en el
clóset. Al terminar, se sienta en el borde de la cama para quitarse los zapatos
y acurrucarse. Está tan cansado que dormirá hasta que vuelva su madre.
La tarde va cayendo para dar paso a la noche que se filtra por la
ventana del cuarto, lentamente, hasta dejar todo a oscuras. El chico respira
suavemente. Sueña sus sueños de niño. De repente, siente como unos dedos largos
y finos le acarician el cabello y como la mano a la que pertenecen se posa con
delicadeza sobre su cabeza. ‘’¿Mamá?’’ pregunta, a sabiendas de que no son los
dedos ni la mano de su madre.
Entreabre los ojos. En medio de la oscuridad logra distinguir la silueta
de un hombre alto, muy alto, que lleva un sombrero. A pesar de no conocerlo, el
niño no siente miedo. El hombre se inclina hasta alcanzar la altura del chico.
‘’Por fin tengo compañía’’ le dice y vuelve a pasarle la mano por la cabeza.
‘’Duerme. Yo te cuido hasta que vuelva tu mamá’’. El niño asiente y enseguida
vuelve a conciliar el sueño.
Pasadas unas horas, la madre regresa y al abrir la puerta del cuarto,
enciende la luz. El niño se despierta y se cubre la cara con el brazo.
‘’Mamá…’’ musita. ‘’Levántate hijo. Traje pan, queso y algo de verdura. Vamos a
la cocina que preparo de comer’’ le ordena suavemente.
El niño se sienta en el borde de la cama para calzarse los zapatos.
‘’Mamá…Vino un señor de visita’’ le dice mientras lo hace. La madre abre
desmesuradamente los ojos. ‘’¡Te dije que no le abrieras la puerta a nadie!’’ exclama. ‘’¡Pero no le
abrí la puerta! Solo vino y me dijo algunas cosas…no sé…’’ se defiende el niño
asustado.
La madre se lleva las manos a la cabeza, preocupada. ‘’Mi amor, recuerda
que no debes hablar con extraños y menos abrirle la puerta a nadie mientras yo
no esté’’. ‘’Pero mamá, no le abrí. Yo estaba durmiendo’’. ‘’Sea como sea hijo,
recuérdalo: no le abras a nadie, no hables con nadie, hasta que todo pase’’. El
chico se queda viendo a la mujer sin entender ni una palabra.
Ambos salen de la habitación hacia la cocina. En la soledad del caserón
se escucha la voz de la madre, repitiéndole las órdenes al niño. Desde el fondo
del pasillo, el hombre del sombrero asiente, entrelaza las manos y susurra complacido
para sí: ’’Por fin tengo compañía’’.
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