30 enero 2010

Jamás












Puede divisar la casa desde la esquina: la pintura ya no tan blanca que falta sobre todo en el lado izquierdo, las rejas grises descascaradas, el número ''4'' pintado a mano, casi a punto de borrarse del todo. Respira profundo y agarra la maleta más firmemente. Se aproxima unos pasos más, hasta quedar casi enfrente de la casa. La observa completamente. De nada basta recordar los días felices e infelices que vivió en esa casa, la que fue su casa.

Una vez más, recorre con la vista la estructura. Parece desgastada, abandonada, como si Clara no viviera más allí; sin embargo, ahí está, regando las mismas plantas, barriendo las mismas hojas, saludando a los mismos vecinos. Todo exactamente igual, como si no hubieran pasado 11 años. Atraviesa la calle y se detiene enfrente de la puerta. Apoya la mano sobre el timbre. Respira profundo de nuevo. Exhala.

Clara lo vio llegar desde siempre, así que no le sorprendió verlo detenido en la esquina de su casa. Siguió todos sus movimientos, primero desde el balcón y después protegida por la persiana de su cuarto. Lo vio acercarse, aferrado a la maleta, sopesando sus pasos. Había cambiado. No precisamente envejecido, pero definitivamente cambiado. Hizo sonar el timbre tres veces, como acostumbraba a hacer. Clara contó cinco minutos antes de verificar que la impaciencia lo devoraría como siempre y haría sonar el timbre tres veces más, con toques más cortos y enfáticos. Se recogió el cabello en una cola impecable, bajó con lentitud las escaleras, se dirigió a la ventana para enfrentarlo. Su rostro no mostró ninguna emoción. Él, por su parte, se quedó sorprendido al verla: no era la misma mujer que había abandonado 11 años atrás. Esta Clara, separada tan solo por la reja de entrada de la casa, tenía aires nuevos, una determinación feroz en sus otrora tranquilos ojos verdes. ''Hola, Clara'', dijo y su propia voz le sonó irreal. Ella contó 10 exactos segundos para responderle un ''hola'' seco y parco. ''¿Puedo pasar?'' preguntó, aunque se sintió a sí mismo implorando. Clara se dirigió a la puerta, abrió la reja y lo dejó pasar. Lo observó y pudo escucharlo de nuevo gritando, 11 años atrás: ''¡Yo a esta casa no regreso jamás!''.
Un silencio helado se instaló entre los dos. Sentados frente a frente, se observaban. ''¿Café?'' preguntó ella. ''Sí, por favor'', respondió e intentó esbozar una sonrisa, tal vez la misma que tanto la cautivaba antes. No obtuvo ningún resultado. Ningún músculo en la cara de Clara se alteró. Al cabo de unos minutos, respondió: ''Voy a prepararlo entonces, ya vengo" y se levantó en dirección a la cocina. ''Te acompaño'' dijo él, pero ella le dio la espalda y soltó un gélido: ''No es necesario'' y siguió hasta la cocina. Él se detuvo en seco, desconcertado. Respiró profundo. Recorrió con la vista la sala: los muebles conservaban el mismo tono mustio de una época indefinida; los cuadros seguían ocupando sus mismos lugares (la naturaleza muerta parecía más muerta que nunca, los caballos lo miraban con la misma expresión cansada de siempre y el paisaje holandés lucía igual de lúgubre que siempre). Se sentó y empezó a ordenar sus pensamientos y la forma cómo los pondría en palabras. Fue armando mentalmente el discurso de manera que sonara natural, pero el rico olor del café lo distrajo. Unos minutos más tarde, Clara reapareció en la sala, con dos grandes tazas de café. Le acercó una y se sentó enfrente de él. Lo observaba mientras revolvía el azúcar en su taza. Pudo oírlo gritar, a las 4:15 de aquella tarde nefasta:''¡Yo a esta casa no regreso jamás!, ¿me oíste? ¡jamás!'' y ahora lo tenía sentado justo enfrente de ella. ¿Dónde había quedado el ''jamás?''.
Él elogió el café y trató de armar una conversación para romper el iceberg entre ambos. Pero Clara lo observaba en silencio, sin responder, con la taza de café humeante en las manos. ¿A qué viniste? le preguntó y las palabras lo golpearon una a una. Dejó la taza sobre la mesa y respondió: ''Me estoy divorciando'', explicó y bajó la mirada. ''Tuve que dejarle todo, incluso el apartamento y...no tengo adónde ir''. Todo el discurso que había preparado mentalmente se vino abajo y dejó escapar todas las palabras represadas que se derramaron en oleadas por toda la sala. Clara escuchaba y solo se quedaba con algunas: ''fracaso...nunca debí irme de tu lado...no tengo adónde ir...me quedé sin trabajo...te amé mucho Clara...sé que no lo merezco...''. Y la frase final, que terminó de cerrar toda la confesión: ''¿Puedo vivir aquí un tiempo, por favor?''. Clara sorbió el café, ahora frío. Se entretuvo unos instantes contemplando la imagen que le devolvía su reflejo en el líquido y como reflejos también, los recuerdos se sucedían iguales de borrosos e inexactos. Levantó la mirada y lo observó una vez más. No vaciló ni un instante cuando se levantó, dejó la taza en la mesa y le dijo con voz firme: ''El cuarto del fondo está desocupado desde hace años. Puedes quedarte ahí el tiempo que sea necesario''. Él reunió fuerzas y logró musitar un ''gracias'' endeble y triste. Clara le hizo un ademán para que la siguiera hasta el cuarto. Le indicó donde tenía las cosas, por si acaso lo había olvidado: el armario ocre, la pequeña cómoda, la ropa de cama. Abrió la ventanita que daba al jardín interno y un viento benévolo y fresco corrió travieso por todo el cuarto.
''Ponte cómodo'', le dijo, ''estás en mi casa'' y al retirarse, lo dejó solo con sus pensamientos.

05 enero 2010

Oscuros cabellos




Sentada en medio de las escaleras del parque, la chica espera. Lo espera. El viento es frío y a veces agita su oscura cabellera, que esconde a ratos su rostro. Observa cuidadosamente a los que van entrando al parque: ninguno se parece a su chico. La gente le pasa por los lados, pero ella no se inmuta, ni siquiera cuando el viento le revuelve la melena.
Los guardias de seguridad la han estado vigilando desde que llegó. Le han tomado el tiempo desde que se quedó inmóvil en las escaleras: una hora, 14 minutos. ‘’Estará meditando’’, dice Báez, con la cara pegada al vidrio de la caseta de vigilancia. ‘’O entró en estado catatónico’’ replica Márquez y todos ríen porque nunca entienden sus palabras rebuscadas. ‘’Si en 15 minutos no se mueve de ahí, vas a hablar con ella y a espantarla, Márquez’’, dice a modo de orden Gutiérrez. ‘’¿Por qué yo?’’ gruñe instantáneamente Márquez. ‘’Por hablar raro’’ responde Gutiérrez. Todos ríen. Márquez se asoma a la ventana y nota como el viento peina y despeina los largos y oscuros cabellos de la chica. Nota su rigidez apacible de estatua de otra época: las rodillas dobladas, la espalda recta, los hombros alineados. ‘’Perfecta’’, piensa Márquez. ‘’Así, de espaldas, perfecta. Misteriosa y perfecta’’.
Mientras, la chica sigue observando a todos los que entran y salen del parque. Ninguno es el que ella espera; sin embargo, está segura de que irá. El primer domingo de cada mes, él va al parque a hacer las mismas fotos de siempre. Mero ritual. Mera obsesión. Lo que sea que determine sus visitas al parque a ella no le importa. Tan sólo quiere verlo, hablarle. Sobre todo eso: hablarle. Oírlo de nuevo.
‘’Dale Márquez. Te llegó la hora de sacar a la inamovible aquella’’, dice Báez y todos le celebran la orden. Márquez masculla entre dientes, se coloca la chaqueta que más claramente lo identifica como agente de seguridad del parque y se encamina hacia la muchacha. Sin embargo, va despacio, mientras repasa mentalmente lo que dirá.
A tan sólo 10 pasos de llegarle, ella se retira el cabello de la cara y lo ata delicadamente. Márquez se paraliza. Le parece increíble lo grácil de aquellos movimientos, las manos tan finas, la perfección del cuello, el tatuaje en la nuca.
Pasado el impacto inicial, el guardia se aproxima un poco más. Luce tan dócil y tranquila que no quiere perturbarla, pero justo cuando va a hablarle, se levanta súbitamente y baja las escaleras hasta casi llegar a las dos primeras. Márquez la sigue, perplejo, a la misma velocidad. Está a tan sólo dos escalones por detrás de ella. ‘’No me diga nada’’, la oye suplicar. Impresionado por la voz de sirena que acaba de escuchar, el hombre se detiene y no logra reunir las palabras para decirle algo coherente. Aún de espaldas, continúa: ‘’tengo que esperarlo. No puedo irme sin verlo, hablarle, olerlo. Entiéndame. Está por llegar, lo sé’’. Márquez se acomoda la chaqueta, traga saliva e intenta responder, pero en el momento en que va a hacerlo, la chica exclama: ‘’¡ahí viene!’’ y desciende lo que le queda de escaleras, cruza corriendo la calle con la vista fija en el chico que está parado justo al lado del semáforo, con una cámara en la mano, en la acera de enfrente, sin darse cuenta de que van pasando también los autos que intentan esquivarla sin éxito.
‘’¡Dios, no!’’, grita Márquez, al tiempo que la ve salir despedida por los aires después de haber sido golpeada por un auto. Gritos, sollozos, frenazos, gente arremolinada alrededor del cuerpo inerte. Márquez se abre paso entre todos, se arrodilla junto a la chica muerta y le da la vuelta delicadamente. El cabello, ahora suelto, se extiende por todo el pavimento, en oleadas. Los suaves rasgos, ahora desencajados, lucen irreales. ¿Quién era? ¿A quién esperaba?
Los paramédicos llegan en minutos, revisan el cuerpo, lo cubren con una manta, lo suben a la camilla y lo introducen en la ambulancia. La gente se va retirando poco a poco del lugar, pero Márquez se queda parado donde antes estuvo el cuerpo. Cuando logra reaccionar, levanta la vista y en la acera del enfrente, justo al lado del semáforo, ve a un chico con una cámara, que le hace fotos, sonríe con alevosía y hace un ademán de saludo. ‘’¡Al fin libre!’’ grita, se da la vuelta y empieza a alejarse, silbando. Y ese silbido, agudo, irónico y seco, quedará para siempre en la memoria de Márquez, junto con el oscuro y largo cabello de la chica.