03 marzo 2023

El hostal


 

El hostal no tenía buenas reseñas, pero era barato y ellos, que viajaban como tantas otras parejas jóvenes - con poco dinero y muchas ganas de aventura- reservaron por tres noches y cuatro días. ¿Qué tanto tiempo pasarían en el lugar?

Si bien estaba en la ciudad, el sitio quedaba un tanto retirado y para llegarle, había que pasar por callejuelas un poco sucias, estrechas, que de noche solo tenían una luz mortecina que amparaba a yonkis, a rateritos de poca monta y a malvivientes.

El dueño, un hombre mayor y amable que no compaginaba con el sitio en sí, pasaba en la recepción todo el día. Recibía con el mismo agrado al mochilero de paso que al drogadicto de turno que quisiera echarse en el desvencijado sofá de la entrada.

Así que cuando los chicos llegaron, fue él quien los llevó a su habitación y sonriente se las mostró. El hostal tenía cuatro pisos y la habitación de ellos quedaba en el segundo. ‘’Los dos primeros pisos son solo de habitaciones compartidas, las más baratas. ’’Ahora que es temporada baja, no tendrán compañía’’ explicó el hombre, al tiempo que les guiñaba un ojo.
Había ocho literas para fácilmente albergar a ocho personas. La habitación era más que triste. No había ninguna decoración en las paredes, salvo un cuadro con un paisaje campestre, descolorido ya por el paso del tiempo.

No era un sitio lindo ni acogedor y eso contrastaba mucho más con la afabilidad del dueño. Pero ¿quién necesitaba sentirse en casa, en esta vida trashumante que llevaban desde que empezaron el viaje? Así que hicieron caso omiso del lamentable estado de los colchones, del piso de madera que chirriaba con tan solo lanzar un suspiro, del par de cristales rotos de las ventanas y de la lámpara lastimera que se balanceaba y arrojaba una luz amarillenta deprimente.

La chica resopló. ‘’¿Y si hay pulgas? Seguro hay pulgas’’ dijo recalcando su teoría. El muchacho se rio y la tomó de la mano para atraerla hacia sí. ‘’Las soportaremos. Son solo cuatro días’’ y le dio uno de sus besos entre calmantes y tiernos.

Ya iba a ser hora de cenar, así que dejaron las mochilas con candado en el viejo armario y bajaron. Se adentraron en la noche. Al regresar, cansados de dar vueltas por la ciudad, subieron a su habitación.

Era noche cerrada y desde la calle llegaba el eco de algunas conversaciones, algunos gritos de borrachos. La chica supo que le costaría conciliar el sueño, a pesar de que estaba muy cansada. Dio vueltas en la cama durante un rato, hasta que decidió levantarse para tomar un vaso de agua.

Bajó a la cocina, pero se asomó a la recepción. El hombre estaba ahí, clavado en la silla, roncando de a ratos, con los lentes en la mano que le colgaba casi inerte. La muchacha, ya en la cocina, se sirvió agua en el único vaso limpio que encontró. Se acercó a la ventana iluminada por la luz de la luna, cerró los ojos y bebió despacio. Abrió los ojos porque se sintió observada, pero no había nadie y los ronquidos del viejo de la recepción indicaban que de ahí no había movido ni un ápice. ¿Habría alguien más en el hostal?

Se apresuró a subir y al entrar a la habitación, se aseguró de haber cerrado bien la puerta con el cerrojo oxidado. Aunque solo estaban ellos dos, ¿para qué dejarla abierta? Su novio dormía sin prisas y no se enteraba de nada. Ella se acomodó como pudo en su cama hasta que el sueño terminó ganándole la partida.

Después de un tiempo incalculable, la chica, un poco somnolienta, siente un cosquilleo en el dedo gordo del pie derecho. Creyó que soñaba, pero a medida que el cosquilleo se fue transformando en succión, se despertó del todo.