El hostal no
tenía buenas reseñas, pero era barato y ellos, que viajaban como tantas otras
parejas jóvenes - con poco dinero y muchas ganas de aventura- reservaron por
tres noches y cuatro días. ¿Qué tanto tiempo pasarían en el lugar?
Si bien
estaba en la ciudad, el sitio quedaba un tanto retirado y para llegarle, había
que pasar por callejuelas un poco sucias, estrechas, que de noche solo tenían
una luz mortecina que amparaba a yonkis, a rateritos de poca monta y a
malvivientes.
El dueño, un
hombre mayor y amable que no compaginaba con el sitio en sí, pasaba en la
recepción todo el día. Recibía con el mismo agrado al mochilero de paso que al
drogadicto de turno que quisiera echarse en el desvencijado sofá de la entrada.
Así que
cuando los chicos llegaron, fue él quien los llevó a su habitación y sonriente
se las mostró. El hostal tenía cuatro pisos y la habitación de ellos quedaba en
el segundo. ‘’Los dos primeros pisos son solo de habitaciones compartidas, las
más baratas. ’’Ahora que es temporada baja, no tendrán compañía’’ explicó el
hombre, al tiempo que les guiñaba un ojo.
Había ocho literas para fácilmente albergar a ocho personas. La habitación era
más que triste. No había ninguna decoración en las paredes, salvo un cuadro con
un paisaje campestre, descolorido ya por el paso del tiempo.
No era un
sitio lindo ni acogedor y eso contrastaba mucho más con la afabilidad del
dueño. Pero ¿quién necesitaba sentirse en casa, en esta vida trashumante que
llevaban desde que empezaron el viaje? Así que hicieron caso omiso del
lamentable estado de los colchones, del piso de madera que chirriaba con tan
solo lanzar un suspiro, del par de cristales rotos de las ventanas y de la
lámpara lastimera que se balanceaba y arrojaba una luz amarillenta deprimente.
La chica
resopló. ‘’¿Y si hay pulgas? Seguro hay pulgas’’ dijo recalcando su teoría. El
muchacho se rio y la tomó de la mano para atraerla hacia sí. ‘’Las
soportaremos. Son solo cuatro días’’ y le dio uno de sus besos entre calmantes
y tiernos.
Ya iba a ser
hora de cenar, así que dejaron las mochilas con candado en el viejo armario y
bajaron. Se adentraron en la noche. Al regresar, cansados de dar vueltas por la
ciudad, subieron a su habitación.
Era noche
cerrada y desde la calle llegaba el eco de algunas conversaciones, algunos
gritos de borrachos. La chica supo que le costaría conciliar el sueño, a pesar
de que estaba muy cansada. Dio vueltas en la cama durante un rato, hasta que
decidió levantarse para tomar un vaso de agua.
Bajó a la
cocina, pero se asomó a la recepción. El hombre estaba ahí, clavado en la
silla, roncando de a ratos, con los lentes en la mano que le colgaba casi
inerte. La muchacha, ya en la cocina, se sirvió agua en el único vaso limpio
que encontró. Se acercó a la ventana iluminada por la luz de la luna, cerró los
ojos y bebió despacio. Abrió los ojos porque se sintió observada, pero no había
nadie y los ronquidos del viejo de la recepción indicaban que de ahí no había
movido ni un ápice. ¿Habría alguien más en el hostal?
Se apresuró
a subir y al entrar a la habitación, se aseguró de haber cerrado bien la puerta
con el cerrojo oxidado. Aunque solo estaban ellos dos, ¿para qué dejarla
abierta? Su novio dormía sin prisas y no se enteraba de nada. Ella se acomodó como
pudo en su cama hasta que el sueño terminó ganándole la partida.
Después de
un tiempo incalculable, la chica, un poco somnolienta, siente un cosquilleo en
el dedo gordo del pie derecho. Creyó que soñaba, pero a medida que el
cosquilleo se fue transformando en succión, se despertó del todo.