21 septiembre 2021

La segunda dosis


Hace infinitos minutos que el hombre está sentado en la mesa de la confitería que da a la calle. Revisa su celular con impaciencia a espera del mensaje, hasta que la mujer llega con retraso adrede arrastrando el carrito de las compras, con un par de tonterías adentro compradas únicamente con el fin de que todo parezca muy casual, como si llegara a la cita sin un ápice de la ansiedad que la ha corroído desde que él la invitó a salir.

Su nerviosismo se incrementa cuando la ve acercarse. Se acomoda el barbijo al tiempo que se levanta con dificultad y le extiende el puño. Es el saludo norma de los tiempos pandémicos que están viviendo. Ella responde el saludo de la misma forma, pero se queda a prudencial distancia, de manera de quitarse el barbijo y esbozar una sonrisa sincera:

-  Es un placer verte, Dalmiro.

- ¡Qué placer ni que nada! ¡Si soy un viejo decrépito ya! – dice, mientras siente el avance del rubor en sus mejillas.

- Ni que fueras tan viejo. Me llevas tan solo cinco años de ventaja… - responde ella en voz baja, a modo de confidencia.

Ambos se sientan y se observan discretamente de a ratos, mientras la charla descansa sobre un colchón de trivialidades. ¿De qué pudieran hablar? ¿De sus respectivos achaques, del paso inexorable del tiempo, de la pérdida del amor y de su deshonrosa soledad? Eso no los llevaría a lo que el uno desea del otro: compañía; pero tienen el tino de no abalanzarse sobre declaraciones aún prematuras.

- Me gusta mucho poder estar aquí contigo – confiesa él risueño.

Ella se limita a asentir. Siente cómo el corazón le cabalga de prisa y esa urgencia ya conocida de gustarle a un hombre, de pretender ser una femme fatale y seducirlo. Esas sensaciones que creía olvidadas están presentes, como el último regalo sensorial de la vida.

En un momento de la charla, el hombre se levanta para ir al baño. Ella se queda sentada en la mesa, inquieta. Trata de organizar sus pensamientos y de pensar cómo llevar la conversación a otro nivel, al de la invitación a su casa, la de él. Por respeto a su marido, ella no llevaría a Dalmiro a su casa y no porque no sea osada, sino porque le guarda un mínimo de respeto desde que lo internó en el ancianato. Vivo todavía está, pero ausente; así que el plan de tener a otro hombre en su casa está descartado.

Con paso lento, Dalmiro regresa a la mesa y se sienta. Sin mucho preámbulo, le pregunta si le gusta el fútbol, si le interesa porque justo hoy, a la tardecita, jugaba la selección.

‘’¡Es el momento!’’ piensa ella. Ningún deporte le interesó jamás y mucho menos el fútbol, pero tiene el tino de preguntarle si jugaba Messi, porque era un espectáculo verlo. Dalmiro sonríe y todo su rostro de 78 años se ilumina: ‘’¡Sabía que te gustaba el fútbol! ¡Es que lo sabía!’’ dice encantado. Por algunos minutos, se derrama en un discurso verborrágico futbolero y ella finge interés, le sonríe, asiente, hasta que por fin él llega al momento de la propuesta:

- ¿Quieres venir a casa a ver el partido? Tengo té, café, mate y bizcochitos light. Los de grasa me los prohibió el doctor’’ dice riendo tiernamente.

 - Me encantaría - responde y prosigue: Mi tele es pequeña y no puedo disfrutar de los partidos como Dios manda.

- Hace un par de meses, me compré una bien grande para ver todo mejor. Ya verás la resolución que tiene, manifiesta.

Los dos siguen hablando, mientras la ansiedad va ganando terreno en ella. Esto puede ser el comienzo de una nueva relación, de un presente en compañía, de estar con alguien con quien conversar, discutir, salir a dar una vuelta. ‘’Sola y aburrida nunca más’’ piensa.

- ¿Quieres que vayamos directo o tienes que pasar tu casa antes? Te pregunto porque veo que tienes compras. Tal vez tengas algo que necesite refrigeración, no sé – indaga Dalmiro.

- No, no tengo nada importante, ni que necesite ir directo al refri. Descuida – responde, al tiempo que le guiña un ojo.

El hombre sonríe. Le gusta mucho estar con ella. Desde que quedó viudo, hace ya tantos años atrás, no se sentía atraído por ninguna otra mujer y si ahora todo avanza como él espera que avance, será una buena manera de seguir llevando la vida. Sin embargo, hay algo antes que él debe saber. Se aclara la garganta y escoge con cuidado las palabras para hacerle la pregunta que definirá todo:

- Dime una cosa antes, ¿tú…ya tienes la segunda dosis? -pregunta en voz baja.

La mujer parpadea. No se esperaba esa pregunta. En el mismo tono de voz bajo y secreto, le responde: ‘’No, Dalmiro. La primera me la dieron hace unos meses atrás, pero me despisté y perdí el turno para la segunda. Ahora tengo que esperar a que…’’. El hombre no la deja terminar. ‘’¡Es una insensatez!’’ dice en voz alta, al tiempo que golpea la mesa con el puño cerrado, alterado.

Las demás personas de las mesas vecinas los observan impresionados. Dalmiro sigue contrariado e inmerso de repente en otro monólogo sobre las ventajas de la vacunación contra el virus que desde hace algún tiempo azota al mundo. Culmina su declaración con un ‘’no puedes ser tan tonta’’ lleno de ira.

Se levanta con la dificultad propia de sus 78 años, deja dinero en la mesa y sin despedirse, deja la confitería de mala gana. La mujer se queda aún más contrariada que el propio Dalmiro. No pensaba que esto fuera tan grave. A fin de cuentas, el tiempo que están viviendo ya ambos es de descuento. ¡Qué importa la vacuna! ¡Qué importa el virus!

Se queda unos instantes más, esperando a que cese el cuchicheo de las mesas vecinas sobre lo que acaba de pasar. ‘’Qué mala pata’’ piensa. Ahora va a tener que empezar todo de cero o esperar a tener la segunda dosis.