13 julio 2021

El balcón de enfrente

 


Debía mudarse de prisa, así que el primer depto que encontró, que más o menos le interesó, fue el elegido. Estaba dentro de sus posibilidades y sobre todo, tenía algo que hacía rato quería en un depto: Ventanas grandes.

 

Este tenía dos, una en la habitación y otra en la sala. La de la sala daba a la parte de atrás de otros edificios y uno de ellos tenía un balcón discreto, rodeado de las ramas benévolas de unos árboles vecinos.

 

Decidió que ahí pondría su escritorio y la computadora. Si tenía que pasar parte del día trabajando, al menos que el verde de los árboles le refrescara la vista.

 

No tardó en adaptarse a su nueva casa y a la que sería su nueva rutina en ese espacio. No solo empezó a gustarle estar ahí, en esa ventana, mientras trabajaba, sino que encontró simpático verse observada por el vecino de la casa de enfrente.

 

Era un tipo de unos cuarenta y pocos años, con aire de intelectual, a decir por los lentes y la hermosa biblioteca que ella veía con envidia, aunque también pudiera no serlo y tener todos esos maravillosos libros de mero adorno. Eso no importaba, en realidad. Le gustaba verlo sin verlo y jugar a no prestarle atención, cuando en realidad estaba atenta a sus movimientos.

 

Empezó a contar las veces que él aparecía y se quedaba viéndola unos instantes. Ella fingía concentrarse en sus tareas, fingía anotar cosas en un cuaderno, hacer caras que variaban entre el supuesto análisis de datos irreales hasta la desesperación por no encontrar solución a X o el triunfo por haber encontrado solución a X.

 

Nunca pensó que algo tan infantil y banal sería tan entretenido, de lunes a viernes. Su vecino de enfrente se convirtió en su compañero de trabajo sin saberlo y sin saber que ella lo observaba y cada vez más estaba familiarizada con su rutina y cómo la fue adaptando para estar más tiempo en su balcón y verla.

 

Porque eso, sobre todo, la enternecía: El desconocido fue cambiando su hábito balconero para estar más tiempo ahí y observarla. Ella incluso le comentó a sus colegas de los episodios de salidas diarias al balcón del vecino y a sus amigas les detalló su falta de belleza física, la blancura extrema de su torso en verano, las plantas que fue comprando y las mil tazas de café que se tomaba al día para pasar más tiempo al aire libre, en su balcón, mientras ella se mostraba concentradísima en sus tareas.

 

De igual modo, supo de la existencia de la mujer que compartía esa casa, pero que sentía cero interés por ese balcón y tal vez cero interés por ese hombre, a juzgar por la falta de cariño con que lo trataba.

 

En ese tiempo atípico, pandémico, raro en todo sentido y sobre todo caótico, esos encuentros vecinales que de fortuitos pasaron a ser rutinarios para ambos, fueron necesarios. Más para él que para ella, pero eso ella no lo sabía.

 

Una vez, cuando salió a comprar algunas cosas, se lo topó en la tienda de frutas. Lo reconoció por su cabello desordenado, sus lentes de intelectualoide y por la remera rosa que varias veces ya le había visto usar en el balcón, cuando se ocupaba de sus propias plantas. Quiso saludarlo y decirle que era ella, la vecina del depto de enfrente, pero se contuvo. Hacerlo equivaldría a reconocer que ella también lo observaba y que había descubierto su rutina para estar con ella, a distancia.

 

Así transcurrieron algunos meses. Sin embargo, en esa casa  ajena hubo cambios y ella estuvo atenta a todos ellos. Él dejó de aparecer con frecuencia en el balcón y las veces que lo veía, él no se asomaba tanto como antes y tampoco tenía ya el porte de quien es dueño, sino un mero visitante. 

 

Ella creyó entender que él se había marchado, que ese balcón ya no era su balcón y que algo se había roto; no con ella, precisamente, si no algo de él, con su propia mujer o dentro de sí mismo.

 

La última vez que lo vio pasar tiempo de sobra como antes, fue en un magnífico día de sol invernal. Se quedó parado viéndola hasta que ella, por primera vez, levantó la vista de la pantalla, se pasó una mano por el cabello y le sonrió.