15 noviembre 2018

El ruido








''El ruido'' se oye y ve aquí



21 octubre 2018

Rituales (Primera parte)




Lleva años haciéndolo y no le disgusta para nada.  Tampoco le parece aburrido, aunque sea una rutina que mantiene desde hace cinco años. Es el más joven del grupo, pero no por ello el menos inexperto. Es de hecho un referente para sus compañeros.
Cuando comenzó, por insistencia de su madre, no pensó que duraría mucho. Ganaba muy poco dinero que no le alcanzaba para comprar todas las cervezas o cigarrillos que hubiese querido, pero una vez que comenzó, esos vicios fueron desapareciendo. ‘’¡Un milagro!’’ había exclamado su madre cuando no descubrió más latas de cerveza ni colillas solitarias esparcidas por su cuarto.
Siempre está atento y vigilante. Ni en sus fantasías más anormales, hubiera pensado que esa ocupación de medio pelo le ayudaría a centrarse en la vida y a descubrir talentos que no sabía que tenía, como este, el de guiar y cuidar de la gente.
A su madre también le gusta que él haya encontrado algo de provecho en qué entretenerse, a sabiendas de que su único hijo nació bueno para nada, y que no haya desperdiciado su juventud en cosas inútiles, como casi todos los muchachos de su edad. Su madre nunca le tuvo fe, pero sí un amor desbordado, y eso a él le bastaba. Claro que a ella no, por eso le insistió tanto en que empezara a trabajar y así lo hizo, para no defraudarla más.
Como todos los viernes, sábados y domingos, está listo para empezar su faena. Se cerciora de que todo esté en orden, porque el éxito de su labor depende mucho de eso. Cuando comienzan a llegar todos, cada vez más (se nota que la gente está cada año más desconsolada), se van ubicando.
Los primeros, esos que aman tener el rol protagónico en todo, se ubican como siempre en la primera fila. Algunos no se conocen, pero de alguna forma sí, de tanto verse siempre en las mismas circunstancias.
Le gusta observar a la gente, sobre todo. Hay un par de viudos y muchas mujeres solas, como su madre, que aún en vida de su padre, estaba más sola que nunca, porque su padre siempre estaba metido de cabeza y corazón en el trabajo y a ellos casi ni les prestaba atención. Estas mujeres tienen la misma mirada lánguida y resignada de su madre y por eso le gustan, porque le parecen familiares, cercanas.
Hay más mujeres que hombres. Y de todas las edades. Se nota que muchas no tienen en qué ocuparse y por eso se dedican a esto con fervor. Son todas un caso. Los hombres son más escasos y no tan constantes. Si por él fuera, le gustaría que la cosa fuera equitativa, así habría equilibrio. No como ahora: mucho de mucho, poco de poco.
Lo interesante de todo esto es que la gente está unida por un mismo sentimiento: el desespero. No es la fe, como él creía en un principio. Tampoco son los dogmas inculcados desde temprana edad. Es el desespero. Ese perenne caminar en una especie de cuerda floja entre inconvenientes cotidianos y sufrimientos personales.
¿Pero quién es él para juzgar? Nadie. Absolutamente nadie. Tampoco le interesa inmiscuirse en la vida ajena. Todo ese fardo de quejas insolubles de los demás le parece una carga muy pesada y él es muy joven aún como para ser la esponja emocional de un grupo de gente que ni le va, ni le viene.
Le gusta, eso sí, cuidarlos, de la forma estéril y tranquila en que lo hace. Es su forma de demostrar educación. ‘’Compasión cristiana’’ diría su madre. Y gracias a esa educación, que es más un rasgo de carácter que una actitud aprendida por la fuerza, es que está pendiente de todos.
Su labor no pasa desapercibida. Se acercan y le hacen preguntas, que casi siempre son las mismas, porque la gente va variando cada tanto y el público se renueva. Él ya desarrolló la capacidad de anticiparse a las necesidades del otro y es algo de lo que se enorgullece. Por eso se siente útil. Por eso le gusta observar a la gente. Por eso le gusta su trabajo.
Es el encargado de abrir el portón unos minutos antes, para que los feligreses vayan escogiendo sus asientos. Es un día de mucho calor, así que no esperan que asista mucha gente. Los días así tan pesados, son difíciles de sobrellevar. No hay presupuesto para más ventiladores (solo un par de los grandes en la entrada y uno pequeño en el altar) y mucho menos para aire acondicionado, lo que sería un verdadero lujo.
Los días así, el público merma. Y si no fuera porque él es constante y comprometido con su trabajo, también lo haría. Se le hace interminable el rito de la misa cuando hacen tantos grados que el mismo diablo sufriría un golpe de calor, si es que existiese.
Las personas van llegando a cuentagotas. Él está cerca del pasillito que da hacia los baños y al jardín. Cada tanto corre algo de brisa, tan caliente como el mismo día que la produce y tan inútil como los pensamientos por los que vaga su mente cuando el calor lo azota.
Cierra los ojos unos instantes. Piensa en una piña colada, aunque en su vida haya visto o probado una. Cuando los abre, muy cerca de él está una mujer morena, corpulenta, de unos 50 años. Tiene el pelo tan negro e hirsuto, que le llama la atención, mucho más que la mirada centelleante con que lo observa.
‘’Te pregunté qué dónde estaba el baño, niño’’ le dice, de mala gana. ‘’Perdone, señora, no la oí. Al fondo, por este pasillo’’. La mujer sigue las instrucciones y él la sigue con la vista. Es la primera vez que la ve en la parroquia, está seguro de eso. La ve contonearse, no con la gracia propia de quien seduce, sino de quien es torpe y ordinario. Pero quizás es solo el calor lo que lo hace pensar estupideces.
La misa transcurre como siempre, sin altibajos. Los mismos de siempre fingen desmayos cuando el cura pasa por los bancos esparciendo agua bendita, tocándolos en la frente para ahuyentarles la mala vibra. Si no fuera porque sabe que es parte de un show barato que nadie organizó, creería ciegamente en esas representaciones; sin embargo, sabe de sobra que a las personas les gusta el drama, como si fueran actores de telenovelas baratas.
A veces él ayuda porque el padre, cuando le pasa cerca, le hace un guiño. Entonces él ya sabe, lo entiende todo, se coloca al lado del feligrés que está a punto de desmayarse como por arte de magia. Lo toma de un brazo o se coloca por detrás de la persona para que cuando caiga de rodillas, como un muñeco de trapo, no se golpee.
Es este accionar lo que a veces lo entretiene. Ya tienen identificados a esos amantes espontáneos del drama. ‘’Showceros’’ los llama el cura. A él le encanta esa palabra porque resume todo lo que es el ritual del espanto de los malos espíritus en cuerpos ajenos, un espectáculo barato, con actores de segunda.
Cuando todo termina, se dispone a ordenar los bancos, a barrer un poco el piso. Siempre se queda una hora más de lo estipulado. Le parece una bajeza dejar todo así sin más e irse y no ayudar a sus compañeros. Algunos se quedan orando, hasta que la pequeña iglesia cierre sus puertas para abrirlas más tarde, para la misa vespertina.
Una vez que todo ha quedado en silencio, enrumba hacia su casa. De repente, le asalta el pensamiento de la mujer que le pidió que le indicara dónde estaba el baño. Aquel pelo tan negro e hirsuto y mirada centelleante con que lo observó.
Su madre lo recibe con un beso. Lo estaba esperando para almorzar. La conversación hubiera sido la misma de siempre, llena de nimiedades, sino hubiera sido porque le cuenta la anécdota con la mujer. ‘’No la vi salir del baño, mamá’’ le dice. ‘’Pero hijo, seguro que salió. Además, si hoy hubo más desmayos de mentira que de costumbre, seguro no lo notaste. Anda, termina de comer, que tienes que tener fuerzas para la tarde’’, le dice dulcemente. Él obedece y se queda en silencio, pensando.
Contrario a su costumbre, se recuesta un rato en el sofá y dormita. En el sopor de la tarde, solo sueña un único sueño: la mujer del pelo negro que le hace la misma pregunta una y otra vez. Cuando se despierta, lo hace sobresaltado. Es casi la hora de estar de nuevo en la iglesia para el turno de la tarde y aún no está listo. Se apresura lo más que puede y sale corriendo para llegar lo menos tarde posible.


La segunda parte espera aquí.

Rituales (Segunda y última parte)




Una vez en el recinto, ayuda a sus compañeros a disponerlo todo para la misa, que en breve comienza. El calor ha disminuido un poco, así que ahora hay más gente. Él se ubica donde siempre, para tener más control de la situación, en caso de que sea necesario.

Le duele un tanto la cabeza, así que una vez que comienza la misa, apoya la espalda contra la pared y por minutos, cierra los ojos. Al abrirlos, muy cerca de él, está la mujer del pelo negro e hirsuto, que lo mira con esos ojos profundos como un pozo. ‘’Te pregunté qué dónde estaba el baño, niño’’ le dice, recalcando cada palabra. Se sorprende que sea la misma pregunta de la mañana y más se sorprende que su respuesta y reacción sean tan iguales también: ‘’Perdone, señora, no la oí. Al fondo, por este pasillo’’.
A medida que la mujer avanza, él no la pierde de vista. Pero en algún punto, entre el tumulto y el espectáculo de la tarde, se distrae de su objetivo. En medio de la agitación, ve a la mujer de pie en el tercer banco. ¿En qué momento salió del baño? Antes ella no estaba ahí.
Quiere acercarse para preguntarle, pero el cura le ha hecho el consabido guiño y él debe estar atento para servir de contención a los que protagonizan el show de la misa vespertina. ‘’Pobre gente desesperada de atención’’ piensa. Intenta observar a la mujer, que permanece de pie, mirando al infinito con esos ojos tan vacíos y llenos de nada.
El cura va esparciendo agua bendita. El monaguillo, a su vez, va detrás con el incienso. Hay unos que lloran, otros que claman por misericordia. Lo mismo de siempre. Él está inquieto y le ha costado concentrarse por primera vez en esos cinco años de perfecto desempeño. Es tal su despiste, que deja sin sostén a un par de señoras que caen con todo el peso de sus cuerpos al piso. ‘’Mala cosa’’, piensa avergonzado. Incluso el cura lo ve con cara de asombro.
Cuando van aproximándose al banco donde está la mujer, se da la vuelta. Y esos ojos oscuros centellean como candelas. Chilla en el justo momento en que las gotas de agua bendita empiezan a caer sobre su cuerpo. Todos gritan.
‘’¡Es el diablo! ¡El mismísimo Satán!’’ gritan las señoras de siempre. La gente se persigna, llora, se agita. Hay una gran confusión. La mujer de pelo negro ya no chilla, aúlla. Presa de un pánico nuevo, el cura empieza a gritarle frases en latín y a tirarle más agua bendita. Algunos huyen despavoridos. Los más valientes, presencian aquel espectáculo del inframundo sin poder creerlo del todo.
Él no sabe qué hacer. El miedo se ha apoderado de su cuerpo y permanece rígido, observando la escena, como si fuera una película. De repente, la mujer cae al piso e empieza a reptar por los bancos. Su pelo ya no es su pelo, sino miles de serpientes negras diminutas.
En medio del paroxismo de lo que está pasando, el muchacho logra reaccionar. Le arrebata al cura la copa que contiene aún algo de agua bendita, se abre paso entre la gente y la vacía entera sobre el cuerpo de la mujer reptil. Esta se agita sin cesar, como oleadas frenéticas de dolor.
Miles de pústulas llagan aquel cuerpo deforme y lo van consumiendo. El olor es insoportable. Los que aún permanecen rezan diferentes oraciones. Algunos de rodillas, con los rosarios en las manos, claman por el perdón de todos sus pecados, que el mal no los alcance, que los protejan.
Siente que el corazón se le va a salir del pecho. Exhausto cae también de rodillas, sudando. Apoya la frente en el piso y llora, para darle rienda suelta al pánico que lo embarga. De la mujer solo queda manchas negras en el piso y un olor más nauseabundo que antes.
Tiene los ojos cerrados firmemente, a espera de que toda esa pesadilla haya pasado. Su propia respiración entrecortada le impide pensar con claridad. Todavía siente la opresión en el pecho. Intenta abrir los ojos para ponerse de pie y serenarse y ayudar a los que pueda. Cuando lo hace, su madre lo está mirando con cara de estupefacción. ‘’¿Qué pasó, mi vida? ¿Otra pesadilla?’’.
Abre los ojos y mira a su alrededor. Es la sala de su casa, está en el sofá de su casa, en la tarde soporífera de su propia casa y con su madre que lo observa entre asustada y confundida. ‘’Estabas dando unos alaridos terribles’’ le dice. El muchacho se seca el sudor de la frente y solo atina a preguntar qué hora es. ‘’Ya debes irte a la iglesia, son casi las seis’’.
Aún perturbado por lo que experimentó en las horas previas, enfila hacia la iglesia. Se concentra en hacer su trabajo lo mejor que pueda. Hay poca gente. Se nota que el calor les ha hecho desistir de ir a misa. Es más fuerte el estupor de la tarde, que la necesidad de lavar sus propios pecados. Respira hondo.
De pie, en el mismo sitio de siempre, espera que alguna brisa fresca le haga llevadero el rito, que nadie exagere en sus representaciones de siempre, que nadie se desmaye, ni nadie finja emociones sin sentido para obtener un poco de atención.
Se apoya contra la pared y cierra los ojos por segundos. Al abrirlos, muy cerca de él está la mujer reptil. Él la mira con pánico, sin poder creer que la esté viendo, que está ahí, a escasos centímetros. La mujer se sobresalta y sin entender el por qué de la reacción del chico, le pregunta si la conoce. ‘’Te conozco muy bien’’ le espeta. La mujer abre los ojos desmesuradamente: ‘’Es la primera vez que piso esta iglesia, joven’’ y se lleva las manos al pecho, a modo de protección.
Se ubica en un asiento de la tercera fila, al tiempo que dice ‘’hay locos en todas partes’’. Las otras mujeres que están sentadas a su lado asienten. ‘’Es un muchacho con problemas’’, le dice una a modo de confesión. Otra añade, en voz baja ‘’tiene algo de retardo porque estuvo en drogas’’. La mujer del pelo negro asiente. ‘’Pobre’’, piensa, ‘’siempre hay alguien que me confunde con el propio diablo’’. Y en silencio, empieza a rezar el rosario.

La primera parte aguarda aquí.

07 septiembre 2018

Cosa de suerte



Todos la aplauden con una mezcla de envidia y alegría, porque ¿a quién no le hubiera gustado ser el ganador? Y ella se hace esa misma pregunta cuando recoge el premio, feliz. ¿Qué es de hecho la suerte, si nunca la ha conocido de cerca? Tal vez sea esto, justamente esto.
Algunos de sus colegas la rodean, llenos de curiosidad. ‘’¿Por cuántos días? ¡Qué exclusivo! ¡Qué increíble, siempre quise ir!’’, tantos comentarios ajenos la aturden un poco. Solo sonríe y contesta con interjecciones que denotan más su pesada timidez.
Cuando todos se han calmado y ella está ya sola y tranquila en su escritorio, abre de nuevo el sobre y lee: ‘’24 horas para dos personas en…’’. Cierra los ojos. Si esta es la suerte, se siente de maravilla.
De camino a su casa, solo piensa en qué día pedirse libre para disfrutar del premio. Tal vez lunes o viernes. Tendrá que llevar ropa nueva. No puede entrar en ese sitio con lo de siempre, que grita su triste clase media. Además, tendrá que comprarse un camisón de seda. No quiere que él no la desee. ¿Cómo hará perfectas esas noches?
Va ensayando mentalmente qué le dirá, cómo abordará la charla. Es difícil, lo sabe. No puede saber cómo reaccionará y por más que ensaye el diálogo, siempre hay algo que le impide ser del todo sincera con él.
Al llegar a casa, se da cuenta de la hora. Abre delicadamente la puerta, para pasar más que inadvertida. Desde la cocina, su marido la escucha, a pesar del ruido de la calle, que se filtra por la ventana. ‘’¿Te pasó algo que llegaste tarde? ¿Mucho trabajo?’’. Respira hondo antes de responder, para que en su voz no aparezca el fastidio y el aburrimiento de siempre. ‘’Sí, había un par de cosas que hacer y yo no sabía cómo’’. ‘’Y claro, porque eres algo tonta. Deberían cambiarte de departamento’,’ sentencia el hombre.
Un tanto molesta, se apoya en el marco de la puerta de la cocina, sin haberse quitado aún el abrigo ni dejado la cartera en el lugar de siempre. ‘’Me duele un poco la cabeza. Voy a recostarme un rato’’, dice en voz baja. El hombre la ignora y continúa hablando como si ella no estuviera ahí, como siempre, como todos los días, casi silente: ‘’La cena estará lista en media hora, calculo. Hoy tuvimos una reunión larguísima con los de desarrollo, que obviamente no saben un carajo de…’’.
Ya no lo oye. Se dirige al cuarto y cierra la puerta sin hacer ruido. Se quita la ropa y se pone el piyama. Es temprano aún, pero no quiere hacer más nada que leer las veces que hagan falta los detalles del premio, hasta memorizarlos, si es posible y recitarlos, como si de un concurso de declamación se tratara.
Se mete en la cama y esconde el sobre debajo de la mesita de noche. Ensaya mentalmente lo que le va a decir, cómo. El plan ya existe en su cabeza, solo tiene que darle forma perfecta. Sonríe con la placidez propia de quien está satisfecho con la vida, a pesar de todo.
‘’Si tan solo en mi mundo no existiera mi marido’’ piensa y toda la alegría reciente se evapora de su cuerpo. Se acurruca y esconde debajo de las sábanas, a esperar a que él le dé la gana de aparecer en la habitación, a la hora que quiera. Permanece un tanto inmóvil, hasta que lo siente entrar, cambiarse la ropa y meterse en la cama, con todo el ruido y lío que hace de costumbre, sin importarle si ella ya duerme.
Ella espera el tiempo necesario. Como si de una pluma se tratase, va arrimando el cuerpo a la orilla del colchón. Desliza una pierna, hasta tocar el piso. Desliza la otra para impulsarse delicadamente. Aguanta la respiración. Escucha los torpes ronquidos de su marido, así que aprovecha el estruendo para levantar la mesita de noche y sacar el sobre con cuidado. Sale de la habitación en puntillas.
Se dirige a la cocina, cierra la puerta y se esconde en un rincón. Respira hondo y llama. La familiar voz le responde con una pregunta: ‘’¿Pasa algo?’’. ‘’No, solo quería hablar unos minutos contigo’’ le explica. ‘’¿A estas horas? ¿Qué haces despierta?’’. La chica demora en responder. ‘’Necesito decirte algo…importante’’ dice finalmente. ‘’Bueno, dímelo’’ dice el chico con curiosidad. ‘’Me gané un premio. Una estadía de un día en un hotel de estos boutique…’’ y hace una pausa eterna antes de proseguir. ‘’Quiero que vengas conmigo. Es solo un día. No pasará nada, lo sabes’’ y se pone de cuclillas,  como si hubiera lanzado una bomba y esperara el estallido.
Del otro lado de la línea, el muchacho carraspea. ‘’Y si no va a pasar nada, ¿por qué me invitas a mí?’’. ‘’Porque me gusta tu compañía, eso también lo sabes. Vamos, lo pasaremos bien juntos’’, insiste.‘’ ‘’La verdad no lo sé. Mis días vienen complicados. Hablamos más tarde, ¿quieres? Cuando ambos podamos pensar con claridad’’ responde el muchacho. ‘’Está bien’’ responde y da por terminada la llamada.
Siente el rechazo como mil agujitas que se van clavando lentamente en todo su cuerpo. Solo que esta vez no se dará por vencida e insistirá, no sabe cómo, pero lo hará. A fin de cuentas, solo tiene una oportunidad.
Durante cinco exactos días, lo llama, le manda mensajes. Sabe que no está bien lo que está haciendo, pero el tiempo no está de su lado y tiene que quebrar todas las resistencias del muchacho. Es con él que sí o sí irá a disfrutar del premio.
La tarde del jueves decide esperarlo a la salida del trabajo. Él la ve y esboza lo más parecido a una sonrisa: ‘’No te cansas’’, le dice. Ella asiente con la cabeza. Lo toma del brazo tiernamente y lo va llevando, despacio hasta la parada del autobús. ‘’Es el viernes 15. No hay por qué pensarlo tanto. Siempre quisimos hacer algo así juntos’’ le explica la chica, en voz baja. ‘’¿Quisimos?’’ pregunta el chico, al tiempo que se detiene y la mira con el asombro de quien descubre un plan del que nunca fue parte. Ella responde con la mirada más llena de certezas de toda su vida.
Terminan el trayecto en silencio. Él chico la abraza antes de subirse en el bus. ‘’Está bien. Tú ganas’’. Los ojos de la chica brillan, al tiempo que suspira. ‘’¡Tendremos 24 horas llenas de maravillas!’’. Los dos ríen. Ella lo ve alejarse y sonríe con la placidez propia de quien está satisfecho con la vida, a pesar de todo.

03 agosto 2018

Después de todos estos años




‘’Mamá…’’ y hace una pausa que a la madre se le antoja eterna. ‘’Yo sigo pensando que todo esto no es necesario, mi hermano y yo…’’. La madre la interrumpe con un ademán. ‘’No sigas, no sigas. Ya hemos hablado de esto millones de veces. Ni tú ni tu hermano van a hacerse cargo de mí, de mis cosas. Es más, no tienen por qué. ¡Sobre todo el loco de tu hermano!’’ y suelta una carcajada épica, al tiempo que atrae hacia sí a su hija y la abraza.

Ambas mujeres terminan de empacar y de poner en orden lo necesario. Ya en la sala, la madre se sienta a esperar a que llegue su hijo menor a buscarla. ‘’¿Necesitas algo, mamá? ¿Tienes todo? Me parece tan poco lo que te llevas’’ pregunta la hija con cara de preocupación. ‘’Llevo todo lo que quiero y todo lo que necesito, mi amor’’, responde la madre con dulzura.
A la hora pautada, el hijo estaciona el auto enfrente de la casa. Con el escándalo de siempre, saluda a su madre y a su hermana. Sube las pocas pertenencias de la mujer en el auto y tiene el tino de no preguntar si está lista y decidida para empezar su nueva vida. A fin de cuentas, su madre es lo suficientemente terca como para no cambiar de opinión una vez que toma una decisión, para bien o para mal.
Intenta pensar alguna frase hecha que les dé pie para hablar mientras van en camino, pero nota la ansiedad de su madre por llegar y la pesadumbre de su hermana; así que guarda silencio y pone algo de música que tararea sin ritmo. El viaje se le hace interminable. ¿Estaría su padre de acuerdo con esto, dondequiera que se encuentre? Mil pensamientos relacionados lo asaltan, justamente a él, que es hombre de poco pensar.
Llegan finalmente a su destino. La mujer no puede ocultar su complacencia, la felicidad que siente por estar ahí. Sin esperar a que el auto se detenga, abre la puerta. ‘’¡Mamá! ¿Qué haces? ¡Espera!’’ gritan ambos. La mujer ríe, al darse cuenta de su impaciencia. Una vez estacionados, ni siquiera aguarda a sus hijos y se encamina hacia la entrada principal.
Saluda a la chica de la recepción con un hola cálido y radiante. ‘’Mi nombre es Ava. Ava Mezquita’’ y le entrega los documentos necesarios para hacer su ingreso. Recorre con la vista el lugar. Nada del otro mundo y lo sabe bien, pero es el lugar escogido. Y eso es lo que importa.
Antes de despedirse de sus hijos, los abraza como quien ha cumplido con una misión de muchos años y se siente satisfecho con el resultado. Ni siquiera los ve alejarse, sino que se dirige resuelta a su recién asignada habitación. No quiere ordenar lo que trajo, ya habrá tiempo para eso. Cierra con llave y se dirige al jardín.
No saluda a ninguna de las personas con las que se cruza, ni tampoco se presenta. En su mente solo existe una única cosa: encontrarse. Recuerda las instrucciones: ‘’Hay un banco, cerca del único lago’’ y es ahí hacia donde se dirige. El sol pega de lleno  con toda su fiereza, lo que hace que esté libre. Se sienta. Está intranquila. Mira hacia los lados, expectante. No logra relajarse.
Transcurridos algunos minutos, siente el humo de un cigarrillo y es la primera vez, después de todos esos años, que le agrada. Endereza la espalda y cierra los ojos. ‘’Ava’’ escucha y esa mano tan familiar se posa sobre su hombro. En cuestión de segundos, toda su vida vuelve a ella en ese instante. Como si solo hubiera nacido para ese momento.
La rodea con su mejor abrazo. El olor a cigarrillo los envuelve. ‘’No has dejado el vicio’’ dice ella, pícaramente. ‘’Lo intenté y no pude. Hay cosas que uno no puede dejar, ¿sabes?’’. Ella le hace espacio del lado izquierdo, de manera que él sienta los latidos de su corazón. Se miran largamente.
Él cierra los ojos y le acaricia el rostro, como nunca pudo hacerlo antes, lo recorre palmo a palmo. ‘’¿No quieres verme? ¿Tan vieja estoy?’’. Él sonríe. ‘’Sigues siendo hermosa, solo quiero aprenderte de memoria. Yo sí que estoy viejo y eso que soy menor que tú’’. ‘’¡Tres años no son nada!’’. Ambos ríen.
‘’¿No te parece un poco cliché el haberme citado en el banco junto al lago?’’ pregunta ella pícaramente. ‘’Soy así, un cliché con patas. No conozco mucho el lugar aún, me estoy adaptando. ¿Qué querías? ¿Qué te citara en el comedor junto con todos los demás viejos decrépitos?’’. Ríen a más no poder.
El primer beso la sorprende, mientras ella discurseaba sobre el devenir político del mundo. Y fue como tantas veces imaginó que sería: tierno y a la vez sexual, esponjoso y lento, complaciente y erótico. ‘’Esperé años por esto’’, dice, después de quedar extasiada con la maravilla de aquellos labios. ‘’Lo sé. Yo también. Pero es así la vida, todo tiene su tiempo y este es el nuestro, Ava’’, responde él, con el mismo tono tibio y dulce que usó por años con ella.

19 junio 2018

Sin contratiempos




Sentado en el borde de la cama, él la observa peinarse la larga cabellera negra, con suaves movimientos acompasados. ‘’¿A qué hora te vas?’’ pregunta, mientras bosteza. ‘’En un rato. Regresaré tarde, así que no hagas el intento de esperarme despierto’’, responde.
El hombre se levanta y se acerca, hasta abrazarla y besarla delicadamente en el cuello. ‘’Cada vez más linda’’, le susurra. La mujer cierra los ojos y sonríe. ‘’Tengo que verme bien. La primera impresión es la que cuenta. No me gusta asustar a la gente. Sabes que soy discreta, que siempre lo he sido’’, dice en voz baja. El hombre asiente: ‘’Es eso lo que más me gusta de ti’’.
Al liberarse de aquel abrazo, se mira en el espejo. Decide llevar el cabello suelto esta vez, pero maquillaje un tanto dramático. De noche todo se vale. Así que combina la sombra de ojos, rubor y labial con la minifalda negra que deja al descubierto sus largas y bien torneadas piernas, la camisa negra de seda y la chaqueta de cuero.
Cuando termina de arreglarse, se mira de cuerpo entero en el espejo. ‘’¿Qué te parece?’’ le pregunta al hombre. ‘’Toda una MILF’’ dice, soltando esa risa divertida e infantil que ha compartido solo con ella durante años. ‘’Fantástico, entonces’’ y premia su respuesta con un largo y cálido beso. ‘’Ya sabes, no hagas el intento de esperarme despierto. No sé cuánto tiempo me lleve lo de hoy. Hay algunos que se asustan, otros no se lo esperan. Nunca nadie sabe cómo es esto, en realidad’’, explica. Él la mira con placer: ‘’En fin, buena jornada, querida. Que todo salga bien’’.
Cierra la puerta tras de sí y mientras espera el ascensor, revisa la dirección y el nombre. Sabe cómo llegar. A las 11:43 pm deberá estar lista, ya que hay un tiempo marcado para todo. Nunca demora más de 10 minutos; sin embargo, depende mucho de la reacción del que le toque. No todos reaccionan igual, ni todos saben cómo hacerlo, de hecho. ‘’Si al menos la gente entendiera que es un paso más…’’ dice para sus adentros. Suspira.
Una vez en la calle, camina con el dejo propio de quien sabe qué quiere, qué hará, con qué va a encontrarse. No son jugarretas del destino, ni nada que dependa del azar, pues todo corresponde a un plan. Ella siempre ha sido compasiva con los que les ha tocado. ‘’Blandengue’’ le dicen sus colegas. ‘’Comprensiva’’ responde incansablemente.
Al llegar al hospital, son exactamente las 11:10 pm. Es el fin del otoño y la noche es más oscura, más fría. Le encanta ese clima, más que el temible invierno, la insulsa primavera o el implacable verano. La gente está más dispuesta a todo en otoño, como si en esa estación dependieran la melancolía y los recuerdos.
Enciende un cigarrillo. Entre pitada y pitada, observa la entrada. Hay un solo guardia y una enfermera en la recepción. Nada de qué preocuparse. Casi diría que ha sido así las veces que le han tocado hospitales. Sin embargo, prefiere la adrenalina de lo prohibido, de la misión que se vuelve casi imposible de cumplir. Los hospitales son predecibles. También las casas funerarias, las casas de familia. Lo privado es predecible, mas no así lo público. No es este el caso, desafortunadamente.
Aspira el humo del cigarrillo con vehemencia. ‘’Vamos, que ya es hora’’ dice en voz baja. Exhala y se aproxima a la puerta, que se abre de par en par. Ella sabe que el guardia la mira, sin mirarla. La enfermera ni repara en su presencia.
Sube en el ascensor hasta el sexto piso. Las manos en los bolsillos de la chaqueta, el suave movimiento sigiloso de sus caderas, el cabello suelto en armonía. Abre la puerta de la habitación 606 con determinación, sin siquiera anunciarse.
La mujer que está acostada en la cama, hundida completamente, con una mascarilla de oxígeno y cables conectados a su tórax, demora mucho en abrir los ojos y verla. La detalla sin entender del todo que está pasando, ni quién es. Tampoco se da cuenta de que está plenamente consciente, que está aquí y ahora.
Abre bien los ojos y la observa. ‘’Hola, Natalia. Vine a buscarte. Tu recorrido empieza a las 11:43. Ni un minuto más, ni un minuto menos’’ le dice, al tiempo que esboza su mejor sonrisa. Se le acerca poco a poco y le retira la mascarilla. ‘’Respira hondo’’ le ordena suavemente. La mujer obedece. Con delicadeza le retira también los cables y la va llevando lentamente para que se siente. ‘’Falta poco. No va a dolerte’’ explica. ‘’Ya no eres tu cuerpo’’.
Perpleja, la mujer sentada en el borde de la cama continúa observándola hasta que se anima a preguntarle un ‘’¿quién eres?’’ tímido y tembloroso. ‘’¡Si supieras la cantidad de veces que me han preguntado eso!’’ responde, al tiempo que ríe. Con ternura, le arregla el cabello y la bata. ‘’Ponte de pie, Natalia. Es hora de irnos’’. La toma de las manos y la mira fijamente.
Ambas se alejan un poco de la cama para observar la escena. Un fuerte pitido de las máquinas conectadas a aquel cuerpo inerte, alerta a las enfermeras que algo no está bien. Tres mujeres entran a la habitación rápidamente y revisan a la paciente. Intentan reanimarla, sin éxito. ‘’No hay nada que hacer’’. ‘’Hora del deceso: 11:43pm’’. Cubren el cuerpo con la sábana y salen de la habitación.
‘’¿Pero qué pasó? ¿Sigo estando aquí?’’ le pregunta, aferrada a su brazo. Ella la calma con suaves palmaditas: ‘’No, ya no eres tu cuerpo. Ya puedes hacer lo que quieras. Quedarte o seguir. Solo tienes que decidir’’. Natalia la mira, como si de repente entendiera todo, toda su vida, todos los eventos en un perfecto orden que finalmente tiene sentido.
‘’Me quiero ir’’ responde, sin vacilar. La mujer respira aliviada y la abraza. ‘’Buen viaje, querida’’ y le indica el camino por donde partir. Secretamente adora esos momentos, cuando la persona decide poner un verdadero final, sin aferrarse a nada, porque ya no hay nada que hacer. Como si de verdad entendiera en fracciones de segundos que todo pasa, por más duro que haya sido lo que le haya tocado. Esos son los verdaderos valientes, los que se entregan.
De su cartera saca la pequeña libreta en donde anota sus impresiones. Coloca un visto al lado del nombre de Natalia y un ‘’sin contratiempos’’. Aguarda a que regresen las enfermeras para que preparen y retiren el cuerpo. Y una vez que lo han hecho, ella también se retira.
Avanza resuelta por el pasillo del hospital. Ya en la calle, enciende otro cigarrillo. La noche será larga, lo sabe, así que camina sin prisa, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, el suave movimiento sigiloso de sus caderas y el largo y negro cabello suelto en armonía.

24 abril 2018

El resultado



Sostiene en sus manos temblorosas el sobre. Va caminando sin rumbo por la calle. Se detiene unos minutos para poder tener la claridad suficiente para pensar. Respira hondo. Nota que hay un café, así que entra, antes de que le fallen las piernas.
Recuerda las palabras del médico, como si se las hubiera dicho en cámara lenta o debajo del agua y ella no hubiera podido entender del todo.
Se sienta en la primera mesa que encuentra y pide un té. Abre el sobre y lee una y otra vez el resultado. Como si fuera un mal sueño, las letras van saliendo del sobre en forma ordenada y pulcra para formar ante sus ojos el sustantivo que determina su destino: POSITIVO.
No sabe bien qué hacer. Así que busca el teléfono en la cartera y marca el único número que se sabe de memoria. Después de dos repiques, el ‘’hola’’ desabrido y fastidiado de siempre responde. ‘’Tenemos que vernos’’, le dice. ‘’¿Para qué? Ya te dije que esto no tiene sentido. No ins…’’ le responde. Antes de que termine de dar la orden la mujer dice: ‘’Dio positivo’’. Después de una pausa eterna, la voz al otro lado de la línea musita ‘’ven a la oficina inmediatamente’’.
Hace acopio de fuerzas, toma un par de sorbos de té, paga y se va. Toma un taxi. ‘’Dio positivo. Dio positivo. Dio positivo. ¿Y ahora?’’. Esas cuatro frases son las únicas en su cabeza. Mordisquea las uñas, se pasa las manos por el cabello.
Cuando finalmente llega a su destino, él la está esperando en la entrada. Apaga el cigarrillo, no sin antes darle una última pitada. Cuando la tiene enfrente de sí, le pregunta: ‘’Quiero ver el resultado’’. Ella le extiende el papel, ahora arrugado. ‘’POSITIVO’’ lee. La mira sin decir nada. En ese momento, ella siente que toda la tensión acumulada y todo el pánico que logró mantener a raya la desbordan y empieza a llorar, primero quedamente y después cada vez más violentamente.
La gente que pasa observa la patética escena: la chica que llora sin control y el hombre que mira al piso, entre avergonzado y molesto. Finalmente, él la abraza sin ganas, en un intento infantil y artificial de calmarla. Le acaricia el cabello y le dice: ‘’Por ahora, vete a tu casa. Yo te alcanzo en cuanto termine de trabajar’’.
La chica lo atrae con fuerza hacia sí. ‘’Por favor, no me dejes’’ y solloza aún más fuerte, sin poder contenerse. ‘’Tranquila, tranquila’’, le responde el hombre, pero no logra decirle lo que a ella le gustaría oír, porque simplemente no le nace, no puede.
Suavemente, pero con firmeza, la aparta de sí, de aquellos brazos crispados por el terror de la certeza por lo que se avecina. ‘’Te veo en tu casa’’ le reitera. Se acerca a la calle y detiene un taxi. La hace entrar y le indica la dirección al chofer. Ella se le queda mirando con desesperación y angustia y mientras el auto avanza, no le quita los ojos de encima.
El hombre ve cómo se aleja el taxi. Enciende otro cigarrillo. ‘’Mierda’’ masculla y aprieta las mandíbulas. ‘’Me jodí’’ piensa.
Al llegar a su casa, la chica abre la puerta del edificio y llama al ascensor. Una vez dentro, se observa en el espejo: su estado es perfectamente lastimero. El maquillaje está corrido, se ve despeinada y angustiada. Sonríe. Se arregla el cabello y se limpia un poco la cara.
Ya en su apartamento, exclama ‘’¡fue un éxito!’’. Desde el cuarto, él pregunta: ‘’¿Se tragó el cuento?’’. Se quita los zapatos, suspira y se tira en el sofá: ‘’Completico’’ responde y ríe socarronamente.
El hombre sale del cuarto, se acerca y se queda parado viéndola. ‘’¿Entonces no tendré que hacerme cargo de tu error?’’ pregunta, al tiempo que se inclina sobre ella, la cubre con todo su cuerpo y la besa. ‘’Nuestro error, querido. Nuestro error’’, le corrige. ‘’Tuvimos suerte de que haya sido siempre tan tonto’’ dice él y vuelve a besarla, esta vez con un beso prolongado, lleno de lujuria. ‘’¿Tenemos tiempo de jugar un poco, no?’’, le pregunta mientras le acaricia los muslos. La chica lo mira con deseo y se va desvistiendo. ‘’Positivo. Tenemos tiempo’’ y ambos ríen.

09 febrero 2018

Carnaval


‘’Habrá premio al mejor disfraz’’ decía la invitación, en letras grandes y brillantes. Una obviedad, porque en cada fiesta, de cada carnaval, había premio. Alguna tontería inútil, pero siempre había premio.
Esta vez había invitado a 30 personas. No como el año pasado. No, esta vez serían menos pero los más cercanos. Hizo la lista cuidadosamente, de manera que no fueran conocidos entre sí, así sería más divertido y menos predecible.
Pensó sin premuras su disfraz: una bata blanca, cuyas mangas se le ataran a la espalda. Pantalones blancos. Iría descalzo. Así que cuando las cosas se descontrolaran, como solía pasar en todas sus fiestas, pudiera simplemente no intervenir porque tendría ¡los brazos atados!. Claro, no muy fuertemente, porque si no, no tendría cómo maniobrar. Y no estaba bueno eso.
Cuando le contó de qué se disfrazaría, ella se le quedó mirando, sin entender del todo. ‘’No todo en la vida se puede controlar’’ dijo, a modo de explicación. Tendría que divertirse estando así atado. Ese era el gran reto. Ella lo miró sin ganas y no dijo nada.
‘’Nunca le parecen buenas mis ideas’’ pensó. Sin embargo, esta vez no le importó. Le parecía una idea excelente ser el loco de la fiesta. Y que ella se vistiera de enfermera. Sí. Eso estaría bueno.
Fue contando los días para el carnaval. Todas las veces se prometía no celebrarlo, pero siempre encontraba razones para sí hacerlo. Era una excusa infantil para ver a sus amigos. Esta vez serían los más cercanos. El año pasado habían sido los del trabajo, los mismos que al principio dijeron que él no era un tipo bueno. ¡Estupideces!
El día de la fiesta, el martes 12 de febrero, el patio de la casa estaba a punto, finamente decorado, sin excesos, tal y como le gustaba. A cada paso se maravillaba porque todo estaba pulcro, en su sitio. Esta vez todo iba a ser más que perfecto, cosa que le encantaba.
A la hora convenida, empezaron a llegar los invitados. Él estaba muy metido en su papel. Le había pedido que le atara la camisa, pero no muy fuerte y que siempre estuviera atenta por si se cansaba y necesitaba salirse, por un rato, de su prisión de tela.
También le pidió que lo maquillara, para que pareciera atormentado, pero ella no se esmeró en hacerlo, así que quedó con ribetes de polvo blanco en el rostro. En fin, ¡no todo se puede en esta vida!
De a poco se fue animando el ambiente. Había muy buena música, mucha bebida (se aseguró de que así fuera) y comida. ‘’Finger food y unos drinks’’ decía, para parecer más chic.
Sus amigos bailaban sin orden, ni ritmo, algunos. Otros lo hacían con la música que les nacía de sus propias cabezas. Parecían títeres, muñecos desarticulados, pero felices. Inmensamente felices. O al menos parecían estarlo.
Él también danzaba, en el centro del patio. Comenzó a girar. Primero lo hizo lentamente, como si estuviera en cámara lenta. Después empezó a dar vueltas más y más rápido. Perdió rápidamente el equilibrio porque sin poder usar los brazos, no podía abrirlos y balancearse. Cayó al suelo.
El ruido de su cuerpo al caer la alertó. Se levantó de la silla, al tiempo que arqueaba una ceja. Apoyó la oreja izquierda en la puerta: ‘’¿Qué pasó?’’. Y al no obtener respuesta, abrió la ventanita de la celda. ‘’¿Qué pasó, Joaquín?’’ le preguntó.
Él tardó unos instantes en levantar la mirada y en responderle, como un niño que ha hecho una travesura e intentar esconder su vergüenza. ‘’Me caí’’ dijo. ‘’Me mareé y me caí’’. Ella lo miró sin verlo, acostumbrada como estaba a hacerlo: ‘’Bueno, no lo vuelvas a hacer, porque si no, te tendremos que inyectar’’.

Joaquín abrió los ojos desmesuradamente: ‘’¡No, no! Te prometo que me porto bien!’’.‘’¡La fiesta aún no termina!’’ le dijo triunfante. Ella cerró la ventanita y respiró hondo: ‘’La fiesta se te acabó hace tiempo, loco de mierda’’ y volvió a sentarse en la silla, con la espalda recta, al lado de la puerta de la celda.

09 enero 2018

La prisión



Abría los ojos, los cerraba. Parpadeaba. No lograba sentir nada. Mi vida transcurría, pero como cuando uno va caminando sin hacerlo; es decir, las piernas responden a la orden del cerebro de caminar pero uno no siente nada. Simplemente se deja llevar.
Estos largos letargos se volvieron comunes. Pero que nadie se confunda: algunas veces yo sonreía y lo hacía de verdad, desde adentro. Algunas otras veces abrazaba a alguien de verdad, sintiendo hasta los huesos recubiertos por esa piel ajena. Pero eso no pasaba con frecuencia. Porque yo estaba sin vida por dentro. Comportándome como alguien que sí, para que nadie indagara, nadie sospechara. Absolutamente nadie.
Podían verme brillar en sociedad. Hablar de temas varios. Sonreír. Incluso llorar. Como si yo pudiera sentir las cosas, entenderlas, anticiparlas, vivirlas. Eso sobre todo: vivirlas. Me movía sin existir. ¿Se puede? Sí. Claro que se puede. Así llevé mi vida.
Un día este hombre, salido de no sé dónde, colocó su mano en mi hombro. Estábamos en una sala del museo. Fui porque debía resguardarme de la lluvia que azotaba la ciudad. No era tan tarde y el museo cerraba en algo más de una hora. Tenía tiempo. Así que comencé a vagar por las salas vacías.
Nada llamaba mi atención por mucho tiempo. Me detuve enfrente de una escultura: una chica que se cubría el rostro porque no quería ver el horror que se avecinaba. Yo la estaba observando: la delicadeza de las manos contrastaba con el espanto que plasmó el artista en su rostro. Fue entonces cuando sentí que alguien apoyaba su mano en mi hombro.
‘’El horror. ¿Qué habrá visto esta mujer?’’.
No me asusté. Tan sólo me di vuelta y me alejé lo suficiente como para que la mano del hombre no siguiera en mi hombro.
‘’¿Pueden ver las esculturas?’’ repliqué y sonreí.
El hombre sonrió también complacido. Me observó de pies a cabeza, como yo minutos antes observaba a la estatua. Y sin quitarme la mirada de encima, me contó detalles de la pieza, de su autor, época, historia. Datos que sólo revelaban un conocimiento enciclopédico que no servía en la vida práctica.
Mientras hablaba, yo intenté observarlo con el desgano interno que llevaba siempre a cuestas, pero no pude. Su discurso irrelevante era magnético, así como su mirada y sus gestos medidos y elegantes.
En medio de su charla, lo interrumpí, para mi propia sorpresa: ‘’¿Estará abierto algún café en medio del diluvio?’’. Sin inmutarse el hombre respondió: ‘’Y si no, abrimos uno’’. Caminamos mansamente hasta la salida del museo. Me hizo muchas preguntas, yo ninguna. El desconocido indagaba sobre mi vida y yo dejaba que su investigación siguiera su curso, sin oponer resistencia.
El hombre también me hablaba de él, de su pasado, de su presente. Muchas cosas juntas. Al final del interrogatorio voluntario, encontramos un café abierto y entramos, como si fuéramos viejos conocidos.
‘’La escultura eres tú. ¿Te diste cuenta?’’ me dijo. Yo lo miré fijamente. Por primera vez, durante todo el tiempo que estuvimos juntos, me sentí incómoda. Este hombre había adivinado quién era yo. Y es más: lo sabía. Por instantes desvié la mirada. Volví a mi encierro interno para no indagar a qué se refería. Pero él repitió el ‘’¿te diste cuenta?’’ un par de veces, a intervalos premeditados, como quien dispara un dardo a su presa ya malherida para obligarla a doblegarse más rápidamente.
Al verme acorralada, respondí: ‘’Cincelada de manera perfecta, pero fría por dentro y por fuera, como el mármol. Imperturbable. Inamovible’’. ‘’Irresistible’’ dijo él. ‘’Si yo fuera el artista y viera el trozo de mármol para esculpirlo, no me resistiría, porque sé qué puedo hacer de él’’.
‘’¿Y qué puedes hacer tú de mí?’’ pregunté con la arrogancia propia de quien sabe que todo está dicho, todo está hecho y nada puede ya sorprenderlo.
‘’Darte la libertad que tanto ansías. Sacarte de tu prisión de hielo’’ respondió y me clavó una dura mirada. Me alteré tanto que me levanté y a los tropiezos salí casi corriendo del bar, con esa mirada aún pegada a mi cuerpo. La lluvia había vuelto a arreciar y yo luchaba contra el vendaval que venía como acompañante.
Unas cinco o seis cuadras más allá detuve mi huida y jadeante me apoyé en un árbol. Intenté recuperar el aliento. Cerré los ojos por segundos. Cuando los abrí, a pocos metros estaba el hombre, mirándome. ‘’Vamos’’ me ordenó. Lo peor es que obedecí y empecé a seguirlo.
Después de un tiempo que no logro precisar, llegamos a su casa. ‘’Dentro de poco, ya no necesitarás tu cuerpo’’ me dijo. Me acarició el cabello con ternura. Yo estaba en pánico, pero por alguna razón que aún hoy desconozco, me sentía viva por primera vez y esa sensación era nueva. Increíble e intensamente nueva.
‘’Si quieres que todo termine, solo tienes que decirme que sí. Si dices que no, no tendrás oportunidad de escapar de tu propio infierno nunca más’’ explicó, con voz pausada, remarcando las partes más importantes de sus instrucciones para que no quedara lugar para ninguna duda.
Yo lo miraba entre absorta, fascinada y aterrada. Lo recuerdo bien. Pero no podía escapar. No quería además. Quería ver hasta dónde llegaba el extraño conmigo. No yo con el extraño, porque estaba claro que no podía hacer nada más que estar ahí, clavada en el piso, inamovible.
‘’¿Quieres sentir?’’ me preguntó.
‘’Sí’’ respondí y para mi sorpresa, sin vacilar.
‘’¿Quieres ser libre para siempre?, continuó.
‘’Sí’’, dije.
‘’¿Quieres que todo termine aquí, ahora?’’ dijo, en voz baja.
Mi respuesta fue la misma que las anteriores: un sí rotundo, impertérrito, aunque temblaba del pánico, en mi voz ese pánico no se reflejaba.
El hombre se me aproximó cada vez más hasta estar tan cerca que nuestros alientos se confundieron. Colocó sus manos sobre mis ojos para cerrarlos y cuando los abrí, después de unos minutos, yo podía volar, elevarme hasta el cielo, abrir mis alas, dar vueltas, acelerar, desacelerar, aterrizar, levantar el vuelo de nuevo y así sucesivamente. Yo podía hacer lo que el resto de las aves hace: ser libre.

Y desde ese momento, no he parado de volar, de sentirme libre. Pero lo más importante: ahora sé dónde tengo el corazón y escucho cada uno de sus latidos. He vuelto a la vida. Ahora vuelo. Y ya no estoy más en aquella prisión.