12 octubre 2020

El paseo al río

 




Sabe que esa noche no podrá dormir. El desarrollo vertiginoso de los acontecimientos ha dejado una marca trágica en sus sentimientos, así que se levanta sigilosa y sale del cuarto, no sin antes cerciorarse de que ninguna de sus compañeras la haya visto.

Se escabulle tan silenciosamente como puede hasta llegar a la cocina. Se asoma de puntillas por la ventanita de la puerta: Encima de la mesa del comedor, María Fernanda está boca arriba, pálida, con las manos sobre el pecho, como si estuviera durmiendo sin soñar.

Quiere entrar y verla de cerca, pero no lo hace por miedo. A los muertos se les debe respeto, en todo momento. O al menos eso es lo que su madre y las monjas siempre le han dicho. Sin embargo, tiene unas ganas casi irrefrenables de acercarse y llamar a María Fernanda por su nombre completo, para hacerla revivir.

Se sienta en el piso y respira hondo. Intenta rezar, no sabe si para calmarse o para interceder por el alma de una niña que no tuvo ni chances de pecar, como Dios manda. Siempre le dio algo de pena, desde que sus padres la dejaron llorosa en la puerta del internado, hasta este momento preciso en que yace, eternamente silenciosa, en la mesa de la cocina.

Recuerda cuando las monjas la recibieron. Las demás niñas se agolparon en las ventanas para verla llegar. Tenía un aire dulce y tímido y no estaba ahí como la mayoría de las demás niñas, por lo que no encajaría a la primera. O al menos eso fue lo que algunas notaron.

La noticia de por qué estaba entre todas ellas, se supo al tiempo, por una de las novicias, que adoraba las historias románticas y los amores imposibles de parejas sufridas y desdichadas. Los padres de María Fernanda la habían internado en ese colegio, lejos, muy lejos de la capital, para separarla de un chico, del que ella se había enamorado, ya que eran de clases sociales diferentes.

‘’Niñas, tenemos que darle nuestro apoyo’’, les había confiado en voz baja la novicia romántica. ‘’El primer amor nunca se olvida’’ dijo categórica y exacta. Pero a los 12 años, que era la edad promedio de las chicas, esa frase sonaba más a novelita barata que a un hecho cierto, porque ¿quién a los 12 años tiene la certeza absoluta de lo que es el amor de pareja?

Las demás niñas le hicieron un espacio a María Fernanda, sin preguntarle muchas cosas, para no socavar más su tristeza, ni hacer que se sintiera peor. Pronto se le pasaría ese enamoramiento y volvería a confiar en el proceso de la vida o al menos no vivirla sin tantas prohibiciones sin sentido.

La tarde del paseo planeado por el día feriado, el río ofrecía su caudal más crecido, intenso y profundo, casi desbocado. Sin embargo, había que cruzarlo para llegar a su otra orilla y disfrutar del paisaje. No era nada que no hubieran hecho antes, solo que esta vez, las aguas caudalosas se mostraban llenas del ímpetu de la naturaleza, voluble y volátil, como suele ser a veces.

Las monjas organizaron a las niñas por orden de tamaño, como en tantas otras oportunidades. De manos dadas, empezaron a atravesar el río, despacio, gritando de felicidad, riendo, dejándose empapar los uniformes, los hábitos, por el agua fría.

Las primeras iban llegando felices a destino, hasta que María Fernanda, sin querer, se soltó, agitada por ese río impetuoso que nunca había cruzado. Entonces los gritos se llenaron de espanto. La niña fue arrastrada por la corriente. Dio vueltas y vueltas hasta hundirse.

Presas del pánico, suspendieron el cruce y como pudieron, regresaron a la orilla. Las monjas corrían río abajo llamando a la niña. Quiso participar en la búsqueda, lo recuerda bien, pero una de las monjas decidió llevarla, junto con el resto del grupo al internado.

Algunas lloraban. Ella permanecía con el alma en vilo, esperando la noticia de la aparición con vida de su compañera. En oleadas, recordaba el suceso: María Fernanda dando vueltas, sin control, agitada por el río.

Después de interminables horas, los bomberos rescataron el cuerpo. Y llegaron los padres de la niña. Y oyeron los gritos de la madre por todo el internado. Y los llantos de las monjas. Los lamentos del padre. Y sintieron la culpa de esos padres estrellarse una y mil veces contra los muros del internado. Y tantas otras cosas terribles de ese día triste, del paseo al río.

Se levanta del piso. No sabe bien qué hora es. Quiere entrar y ver a María Fernanda de cerca, pero no lo hace, de nuevo, por miedo. Se pone de puntillas para atisbar por la ventana. Tal vez algo haya cambiado, pero no, no hay ninguna alteración en la escena: Encima de la mesa del comedor, María Fernanda sigue boca arriba, lívida, con las manos sobre el pecho.

Después de unos minutos, vuelve al cuarto y se esconde bajo las sábanas, a esperar que comience un nuevo día. Cierra los ojos y trata de descansar, pero el sueño termina por vencerla, al final.

Cuando despierta, respira hondo. Es feriado. No trabaja, se ocupará de su casa, de sus hijos, de cocinar, tal vez de limpiar. Se levanta y se recoge el pelo. El silencio reina en su casa, aunque no por mucho tiempo, porque cuando todos despierten, empezará el ajetreo de siempre.

Se dirige a la cocina y se dispone a preparar café. Mientras espera, mira por la ventana: Es un fantástico día de sol, el cielo sin nubes deja paso a ese azul intenso y limpio que tanto le gusta; sin embargo, es 12 de octubre y como todos los 12 de octubre, se acuerda de María Fernanda, encima de la mesa del comedor del que fue su internado, durmiendo sin soñar.