23 agosto 2022

La lectura




Sabe que viene a buscarlo a su habitación por la forma en que camina, o mejor dicho, por la forma en que siente vibrar sus pasos. A todo lo que le dice, él solo mueve su cabeza, en señal de aprobación del plan de siempre; sonríe, deja lo que sea que esté haciendo y lo sigue.

Él ya sabe que es la rutina vespertina entre ambos y no le molesta en lo absoluto; sin embargo, a su madre sí. Cada vez que los descubre, monta en cólera casi siempre, como si con eso pudiera cambiar su realidad como familia.

Nunca entendió el comportamiento de su madre. ¿Qué tan terrible es pasar un par de horas pretendiendo ser otra persona? ¡Tanto a su abuelo como a él les hace bien! Pero se ve que a ella no. No sabe qué dispara su enojo: Si el hecho de pasar tiempo juntos o el hecho de creerse ‘’normales’’. Y a fin de cuentas ¿qué es ser normal?


Una vez le preguntó a su madre y ella lo miró como cuando se ve algo que está irremediablemente perdido. Le apuntó la frente con el índice y le dijo ‘’tú no’’. Él rió. No se sintió aludido en lo más mínimo. Entendió que algo en su propia madre no estaba bien del todo y dio por terminado ese asunto.


Por los momentos, la única cosa que le interesaba era, después de volver del colegio, esperar a que el viejo viniera a buscarlo para leerle. No tenían muchos cuentos en la casa, así que las historias que le leía eran siempre las mismas, que quién sabe de qué iban porque él después no se ocupaba de leerlas por sí mismo. Las portadas de los cuentos no eran muy elocuentes y las pocas ilustraciones que tenían, menos.


Se sentaba a su lado muy quieto observando el movimiento de sus labios, sus expresiones faciales, cómo inclinaba el cuerpo ante lo que él creía que era impactante. Le gustaban esas horas de teatro improvisado.


Sabía que el abuelo estaba enfermo, pero no entendía bien de qué. Su madre le comentó un día señalándose la cabeza. Él quiso saber más, pero ella se limitó a decirle que era degenerativo. No entendió tampoco, pero no preguntó más; en parte porque su madre no era buena para expresarse en su lengua y en parte porque lo importante para él era el tiempo que pasaban juntos.


Su abuelo era terco y estaba decidido a ‘’recuperarlo’’. Así lo había dicho. Pensaba que lo suyo era algo de lo que uno se podía recuperar. Ni él ni su madre entendían a cabalidad de qué se trataba ser como él era. No se avergonzaba ni se sentía menos que el resto. Su mundo era igual de rico que el de cualquier otra persona e incluso más, pensaba.


Se trazó una especie de estrategia para que su madre no los descubriera. Aguzó sus  cuatro sentidos restantes. Descubrió las rutinas de su madre cuando se preparaba para salir de casa y los tiempos que demoraba en volver. Eso le daba margen suficiente para sentarse con su abuelo y fingir que entendía lo que le narraba.


Cuando terminaba cada cuento, el viejo le pasaba la mano con cariño por la cabeza y le hacía la misma pregunta de siempre: ‘’¿Te gustó?’’, a lo que él respondía asintiendo. A veces se le quedaba viendo, esperando que él dijera algo, a veces también lo veía sin reconocerlo y se levantaba molesto y se iba de nuevo a su cuarto.


Le daba mucha lástima cuando lo sentía deambular por la casa como si estuviese perdido, así que o bien lo evitaba para no asustarlo o bien lo seguía hasta que el anciano lograba reconocerlo. 


Unos meses antes de la defunción del abuelo, el niño descubrió a la madre en la sala, con quien supuso sería el médico. ‘’Deterioro cognitivo’’ logró entender, entre otras cosas. Si bien no entendió el concepto como tal, tuvo la corazonada de que no era nada bueno.


En la escuela le preguntó a las maestras, quienes le explicaron como pudieron, para no alarmarlo. 

Lo único que pensó fue en redoblar sus esfuerzos para pasar más tiempo con el viejo, pero su plan se vio truncado por el rápido detrimento de la salud de su abuelo. Los últimos días los pasó sentado a un costado de la cama del viejo, sosteniendo su mano para no olvidar su forma,  cuando ya no estuviera. 


El día del funeral, durante la misa, el sacerdote pregonó sobre los goces de la vida eterna, de la misericordia de Dios, y los designios que trascienden a los hombres. Pero el niño no lo supo entender, no podía oír esas palabras, su sordera se lo impedía. En su lugar imaginó a su abuelo narrándole historias sin palabras, como siempre había hecho.