18 agosto 2020

La avería

 

De un tiempo a esta parte, va a la playa con frecuencia para desconectarse de todo y de todos, dejar que el sol dore su piel tan blanca y así parecer un poco menos marchita y sí más exuberante. Le gusta flotar por horas en el mar, enterrarse en la arena, como cuando era niña y le pedía a su hermano que lo hiciera, con el único fin de caer del otro lado del mundo.

Ese fin de semana no sería la excepción. Se dispuso a preparar un bolso con lo necesario, pero el grito de su madre la distrajo unos instantes: ‘’¡Virginia! ¿Tú vas a ir a la playa con el auto en esas condiciones?’’. ‘’Es cierto, el auto y su falla’’, pensó. Antes de responder con un ‘’sí, mamá, tranquila, no es grave’’, recordó que la semana pasada, tuvo inconvenientes a la vuelta y casi se queda varada.

En 45 minutos llegaría, la playa estaría casi libre y ella tendría un buen lugar para escoger y quedarse tendida en la arena, hasta que ya su piel chillara de tanto sol.

Una vez en la playa, estacionó el auto. Seguía con ese ruidito extraño, pero por fortuna, no se había apagado, como otras veces. La única precaución que pensó en tomar fue la de regresarse más temprano que lo usual, pero fue solo un pensamiento.

El sol aún no calcinaba del todo y el mar, siempre calmo, iba y venía suavemente. Se quitó las sandalias y hundió los pies en la arena. La brisa juguetona la despeinó y casi le roba el sombrero. Respiró hondo para ‘’llenarse del aire de mar’’ como le decía su madre cuando eran niños.

Escogió un lugar cercano a la orilla y ahí se instaló. Saludó al hombre que alquilaba las sillas y las sombrillas. ‘’Esta vez no, amigo’’ le explicó. Esta vez quería quedarse tumbada en la arena, de cara al sol, de espaldas al sol, como fuera, pero en la arena.

Así pasó casi todo el día. Nadando en el mar, tomando sol, leyendo. El tiempo había volado cuando se dio cuenta de la hora. Eran casi las 6:30 P.M, muy tarde para emprender el regreso. Debió de haberlo hecho alrededor de las 5:00 P.M. No solo por el auto, sino por el tráfico y por lo peligrosaque pudiera ser la carretera en la tarde, cuando se acercaba la noche.

Se apresuró a volver al auto y así emprender el regreso a casa. La playa estaba quedando vacía, lo que indicaba que la mayoría de la gente estaría ya encaminada hacia su destino y eso solo implicaría que el tráfico iba a ser intenso.

Respiró hondo. El camino iba a ser largo. Con suerte, tardaría unas 2 horas en llegar. Subió al auto, lo encendió. Lamentó no haber estado más atenta a la hora, si hubiera salido antes, ya estaría en casa. De repente recordó el atajo que sus amigos le habían enseñado. Era por la carretera vieja, un tanto más peligrosa que la otra, pero si no se detenía e iba a toda velocidad, podía acortar camino y no sufrir el embotellamiento.

Hizo exactamente eso: Salir del estacionamiento a toda velocidad y enfilar hacia la carretera vieja. Subió las ventanillas, dada la polvareda que se levantaba a su paso. Prefería asarse en su propio auto que aspirar el polvo del camino.

La tarde había dado paso lentamente a la noche. En la carretera vieja no había luces, así que pronto tendría que usar solo los faros del auto para alumbrar el camino e ir con cuidado, pero sin bajar la velocidad. A lo sumo en 35 minutos estaría ya en casa. ‘’En la civilización’’ pensó, para calmar los nervios que empezaban a aflorar. Sin embargo, el ruido extraño del auto comenzó de nuevo.

Prestó atención, ya que el sonido se había intensificado. Se le heló la sangre de solo pensar que pudiera quedarse varada justo en ese momento. Segundos más tarde, pasó justamente eso: El motor se detuvo. El auto tosió un poco, antes de apagarse por completo.

Oleadas instantáneas de pánico empezaron a atacarla. La noche iba ganando terreno y pronto ya la cercaría con su manto oscuro. Más nerviosa se sintió. Aseguró las puertas antes de tratar de encender de nuevo el auto. ‘’¡Vamos, coño!’’ gritó para sus adentros, al tiempo que daba golpes en el volante, como si con eso pudiera obra el milagro de hacerlo reaccionar.

Después de varios minutos, apoyó la cabeza en el volante. ‘’Dios mío, esto no puede estar pasando’’. Cuando levantó la cabeza, un hombre la estaba observando. Delgadísimo, con un cigarrillo en los labios. La chica tragó grueso.

El hombre se fue acercando paulatinamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo a su disposición. Apoyó una mano en el capó y fue deslizándola sin pausas hasta el parabrisas, recorriendo el techo, la puerta, la ventanilla. Parecía que dibujaba el contorno del auto con los dedos.

Desde adentro, aferrada al volante, Virginia lo observa, casi sin parpadear. Siente que, si desvía por segundos la mirada, el hombre se abalanzará sobre el automóvil, romperá el vidrio y la sacará a rastras. Le falta el aire. Tiene los dientes apretados y le está empezado a doler la cabeza de la tensión.

El hombre no se detiene en su recorrido ni un segundo. A medida que va avanzando, da largas pitadas al cigarrillo. La oscuridad de la noche se hace cada vez más presente. La chica intenta dar marcha al auto varias veces, sin éxito. Golpea repetidamente el volante, como si con eso pudiera lograr que el motor reaccionase.

Cuando termina el cigarrillo, el hombre se aleja y se sienta a pocos metros del auto. Observa cómo la muchacha está al borde del desespero. ‘’No pasa nada, reinita’’ dice en voz baja, mientras enciende otro cigarrillo.

La chica lo mira desde el espejo retrovisor. Él le devuelve la mirada, impasible. Ella siente que en cualquier momento se desmayará, no solo del calor sofocante que reina en su propio auto, sino de los nervios.

Ha perdido la cuenta de cuántas veces intentó hacer andar su auto. Sin dejar de mirar al hombre por el retrovisor, saca la llave del encendido y despacio, la vuelve a colocar. El hombre ya terminó el cigarrillo y se levanta, después de tirar la colilla. Se va acercando de nuevo al auto, pero esta vez sin la prisa de antes, sino con paso decidido.

Virginia está temblando. Intenta encender de nuevo el auto que esta vez sí responde. Sin calentar el motor, pisa el acelerador y sale a toda marcha, dejando tras de sí una polvareda. Por última vez, se fija en el espejo: El hombre no está. No es posible que en tan solo segundos se hubiera esfumado. Aminora la marcha, solo para cerciorarse de que sigue ahí, donde lo dejó, pero no hay nadie. Las luces del auto no delatan la presencia de nadie, solo de ella. Ella dentro de su auto, en la vieja carretera.