17 diciembre 2021

Cuatro pasos

 


Las paredes están llenas de moho, de ese que parece musgo, que sobresale por entre los ladrillos y lo cubre todo como una película de humedad, podredumbre, asco y encierro. No se respira el aire del puerto que tímidamente intenta colarse por la diminuta ventanita, sino moho. Se respira moho. Por eso intentan no hacerlo. No saben qué los matará primero, si estar un día más ahí o las náuseas.

No hay luz suficiente para ver el desfile de ratas que van y vienen por toda la celda. Es mejor. Sus chillidos los mantienen alertas.

Los cuatro hermanos menores esperan todos juntos, sentados uno al lado del otro. Ya perdieron la cuenta de cuántos días llevan encerrados así, pero se mantienen firmes. Arrepentirse nunca fue una palabra que estuviera en su escaso vocabulario de piratas.

Tan cerca están que sus muslos se adhieren al muslo contrario. Se mueven solo para lo necesario. Son un bloque tan perfecto que incluso acompasaron sus respiraciones. En cambio, el hermano mayor cambia de lugar con frecuencia. Se mueve por todo el recinto espantando a las ratas con sus pasos.

Cada tanto se asoma por la ventanita y grita, maldice. La suerte está echada, pero eso lo sabía desde siempre. Esa misma suerte que insolente y descarada lo había acompañado durante años, llega a su fin en algún punto, como todo en la vida.

No había querido involucrar a sus hermanos, pero pudo más la codicia que cualquier sentimiento fraterno. Hicieron buena fortuna, estuvieron con todas las mujeres que quisieron, amedrentaron, robaron, saquearon e hicieron todo lo que se suponía un pirata podía hacer en el mar y fuera de él, aunque ellos no supieran a ciencia cierta qué comportamiento debían tener.

Sin embargo, tenían desde niños almas de granuja, así que solo se entregaron a su destino, como quien se lanza al mar desde un acantilado, sabiendo que el agua lo va a recibir de olas abiertas.

Durante años esa fue su vida de aventuras, dijeron ellos; de violencia, dijo el resto. Ahora no son más que prisioneros o la consecuencia de sus propios actos.

El día del juicio llegó tal y como llegó el día que los apresaron: Sin aviso, sin indicios. Los ataron a los cinco con una cuerda y tuvieron a bien hacer nudos de marinero, como si de una burla se tratase, para evitar su escape y su destino.

Cuando los sacaron de la celda para llevarlos a la plazoleta, el aire nuevo, que no fresco, los aturdió, de tan acostumbrados que estaban ya a la podredumbre. Y peor fue cuando la luz cegadora del sol los arrasó, tal y como ellos habían arrasado barcos y cargamentos hasta hacía poco.

El hermano mayor cayó de rodillas y arrastró sin querer al resto. La multitud gritaba enardecida, los insultaba al tiempo que los aplaudía con toda la rabia que nunca habían conocido. ‘’¡Mátenlos a todos de una vez!’’ decían.

Los jueces exigieron silencio para poder leer un veredicto que nunca tuvo un juicio como correspondía a la ley, pero sí una inmediata resolución: Los cinco eran culpables de piratería, asesinato, saqueo, robo y destrozo; entre tantos otros delitos que no se alcanzarían a enumerar.

‘’¡Son el maldito diablo en la tierra!’’ vociferaba la muchedumbre que iba creciendo para asistir al juicio del momento.

La lectura de la sentencia comenzó. El hermano mayor miró desafiante al juez, un hombrecito flaco y pálido, con voz de tiple. Se irguió y echó para atrás sus anchos hombros de manera de parecer más amenazante de lo que había sido toda su vida de pirata. Sus hermanos lo imitaron más por acto reflejo que por propia convicción de su osadía.

‘’Se condena a los hermanos Storzenbecher a morir decapitados, por orden de nacimiento, comenzando por Klaus Storzenbecher. Pero si este, después de habérsele cortado la cabeza, logra dar cuatro pasos, en línea recta, por cada uno de sus hermanos, podrán estos salvar sus vidas y ser eximidos de todos los cargos por piratería’’.

Un sonoro y rotundo ‘’oh’’ recorrió de punta a punta a la multitud. Era imposible que un cuerpo sin cabeza realizara tal hazaña. Klaus se mordió los labios y un temblor lo tomó por sorpresa. La vida de sus cuatro hermanos dependía de él, como había sido desde siempre. Se plantó más firme que nunca para intentar controlar las oleadas de pánico que lo estaban azotando.

Dos oficiales lo separaron del resto de sus hermanos y lo llevaron casi a rastras al centro de la plazoleta. La gente gritaba todos los improperios posibles conocidos y por conocer. A todos los miraba desafiante, como si quisiera recordarlos para después vengarse.

El juez le ordenó a un niño que trazara una línea recta desde donde estaba Klaus parado hasta aproximadamente cinco metros de distancia. Los oficiales que sostenían al pirata lo obligaron a ponerse boca abajo, con la cabeza apoyada en una estructura improvisada a modo de guillotina. Klaus resistió como pudo, hasta que un golpe en las costillas lo dejó sin aire para seguir luchando y fue en ese preciso momento que el verdugo, que había estado todo el tiempo al lado del juez, se acercó para asestar el golpe seco y certero y separar la cabeza de Klaus del resto de su cuerpo, que permaneció rígido, como si hubiera sido electrizado.

La multitud gritó e incluso el propio juez apartó la vista cuando la cabeza de rizos dorados rodó silente hacia un lado. Sus hermanos ahogaron un grito y trataron de mantenerse en pie, para no desmayarse.

Los oficiales pusieron el cuerpo sin cabeza de pie y le dieron un empujón para que se cayera, como era de esperarse, pero el cuerpo dio un primer paso tímido sobre la línea antes trazada. Era imposible creer lo que estaba pasando. ‘’¡Es cosa del diablo!’’ gritaba desaforada la gente. Algunos se desmayaron, otros huyeron despavoridos.

El segundo paso fue menos tímido que el primero. El tercero, si bien vacilante, no se desvió ni un ápice del camino y el cuarto, decidido por ser el último, duró lo suficiente como para cumplir con su cometido antes de desplomarse: Liberar a los hermanos.

El resto del clan Storzenbecher cayó de rodillas, todos riendo nerviosos y llorando. Nadie podía creer lo que acababa de pasar y sin embargo había pasado, a plena luz del día, con testigos a granel.

El juez no podía hablar y tenía los ojos desorbitados de la impresión. Cuando pudo articular palabra, tragó grueso, y con un hilo de voz eximió de los cargos de piratería a los cuatro hermanos restantes, ordenó recoger el cuerpo de Klaus e incinerarlo y hacer desaparecer sus cenizas de la faz de la tierra. ‘’¡Échenlas al mar! ¡Al mar! ¡Es ahí donde ese maldito tiene que estar!’’