17 noviembre 2019

La pensión




Yo quería dormir. Llevaba cerca de 24 horas despierta. El viaje fue largo y casi nunca puedo dormir en los aviones. En realidad, no puedo dormir bien en ningún lado desconocido o nuevo para mí. Por eso, no suelo viajar mucho, ni ausentarme de casa por largos períodos, porque no puedo dormir después. Me vuelvo insomne, de alguna forma.
Sin embargo, tuve que viajar. Tenía que estar tres horas antes en el aeropuerto. Desde las 3:00 AM estuve despierta ese día. Las 10 horas de vuelo, las pasé en vela. No importa si me toca viajar de día o de noche. El drama es el mismo: no duermo. Cierro los ojos, solamente, pero el sueño nunca llega.
El doctor me recomendó que tomara alguna pastilla para dormir, cuando me tocara viajar. Nada fuerte, solo para relajar. Le dije que no me gusta contaminar mi cuerpo con sustancias químicas. Mi novio, medio hippie e impráctico como es, me dijo que probara con fumarme un porro antes. ‘’¡Claro, para que me deporten o ni siquiera me dejen subir al avión, tarado!’’ le dije.
Entonces, mi martirio comenzó. 10 horas sentada, con paradas ocasionales para el baño. Esporádicas, eso sí. No hay cosa más aterradoramente sucia y llena de gérmenes silentes que el baño de un avión. Evito beber líquidos para no tener que usarlo. Tampoco me gusta pasearme como alma en pena por los pasillos. Aguanto. Como aguanto el insomnio.
Por lo menos esta vez no tenía que hacer combinación. Mi viaje era hasta destino, sin tener que cambiar de avión en avión. Esta vez por fin la agencia no hizo el famoso ‘’recorte de gastos’’ y al menos me mandó en vuelo directo. Algo es algo.
Cuando llegué a destino, la cola de migraciones me pareció eterna. Cada funcionario debió haberse tardado un año con cada pasajero. Cuando llegó mi turno, el oficial me preguntó mil cosas estúpidas. Estaba claro que iba por trabajo y con todos mis papeles en regla, no sé por qué me demoró tanto. Creo que instintivamente tienen un gen para odiar a los extranjeros. Debe ser eso.
A esa altura, ya mis ojeras eran violeta y formaban círculos pesados debajo de mis ojos. Mi estado era lamentable. Me empezaban a taladrar las sienes. De a poco, primero. Conozco bien ese dolor. Después se vuelve un pájaro carpintero dentro de mi cabeza.
Cuando el suplicio de migraciones terminó y por fin pude irme en taxi al hotel, sentía que me había arrollado un tren; si es que alguien ha sobrevivido a tal asunto, era justamente esa catástrofe lo que sentía. Necesitaba dormir. Y era urgente hacerlo, aunque supiera que me iba a costar hacerlo, tenía que apoyar mi cabeza en una almohada y mi cuerpo en una cama con sábanas limpias.
Cuando el taxi se detuvo en la entrada, me di cuenta de que me habían reservado un cuarto en una pensión. ‘’¿Está seguro de que es esta la dirección?’’, le pregunté al taxista para cerciorarme. ‘’En efecto, señorita’’ me dijo. Bajó mi maleta, la dejó en la entrada, me cobró y se fue. Era la 1:00 de la tarde.
Yo me quedé unos minutos parada en la puerta observando. Qué lugar cutre, por Dios. Entonces la agencia no había escatimado en el pasaje, pero sí en el alojamiento. ¡Malditos! Respiré hondo y abrí la puerta. La chica de lo que se supone era la recepción me miró de arriba abajo, no sé si con lástima o con asombro. Sin mediar palabra, le extendí mi pasaporte. Ella lo revisó y volvió a mirarme como hacía minutos.
Sé que no me parecía en nada a la de la foto, dada mi falta de descanso, pero la chica no preguntó nada. Solo me dijo que mi habitación estaría lista a las 3:00 de la tarde, aproximadamente. Faltaba mucho tiempo y las pocas fuerzas que tenía me estaban abandonando.
Dejé la maleta en la recepción y salí. Esperar no es lo que mejor se me da en la vida. Además, sentía ya la parte derecha de la cara paralizada del dolor de cabeza. Encontré un bar de medio pelo en la esquina y ahí me instalé a esperar, café de por medio. Varios cafés de por medio, debo decir. No quise comer porque cuando me ataca la migraña, me dan ganas de vomitar.
Ahí estuve todo el rato hasta las 2:55, cuando volví a la pensión. Me dieron una habitación estrechísima, enfrente del baño comunitario. Lo más terrible que me podía pasar era eso: tener que compartir el baño. No había casi ventilación, pero al menos sí aire acondicionado. Era oscura y algo lúgubre.
A estas alturas de esta travesía, poco me importaba si había luz o no. Necesitaba toda la oscuridad posible para descansar mi cabeza, hasta que la migraña me abandonara. Quería darme un baño, pero lo haría después. Me quité la ropa, que olía todavía a esa mezcla de olores de ‘’avión repleto de extraños’’ y me tiré boca arriba en la cama.
Cada inhalación me hacía doler más la cabeza. Me quedé lo más quieta posible. Si lograba mantenerme así, podía no caer en la peor parte del umbral de dolor que me llevaba a vomitar, a que me zumbaran los oídos, a que empezaran a dar vueltas a mi alrededor esas luces raras, como de discoteca triste, de barrio pobre.
En algún punto, todo se calmaría. Yo no podría dormir, sino por minutos, pero al menos todo lo que pasaba dentro de mi cabeza, empezaría a quedarse quieto, como cuando el mar se ve agitado por una tormenta.
Me quedé inmóvil. Al cabo de unas horas, oí el primer ‘’toc toc’’ enérgico. ‘’¡Abra la puerta! ¡Es la policía!’’. Abrí los ojos y me dolió hasta la médula ese movimiento. ‘’¿Quién?’’ preguntó la voz del hombre dos cuartos después del que yo ocupaba.
Empezaron a latirme de nuevo las sienes. ‘’Lo que me faltaba. Líos ajenos’’ pensé. Sentí una especie de turbulencia en toda mi humanidad cuando el supuesto policía empezó a tocar de nuevo y a exigir que se le abriera la puerta.
La voz de adentro del cuarto ajeno sonaba hueca (¿o sería que yo no podía oír del todo bien?). ‘’¿Pero qué quiere, hombre?’’. ‘’¡Tengo que llevarlo detenido!’’. Así de la nada, un policía salido de no sé dónde, quería entrar y llevarse al hombre que hablaba desde el fondo, como si la habitación fuera muy grande y él estuviera en un extremo muy lejano.
‘’No estoy vestido. Estoy desnudo’’ dijo la voz. Oí al policía resoplar. ‘’¡Vístase!’’. La voz llorosa de una mujer hizo su aparición. Preguntaba qué pasaba, qué era todo aquello. El policía redobló los toques en la puerta, cada vez más fuertes.
Cada ‘’toc toc’’ creaba oleadas inmediatas de arcadas en mi cuerpo. Quería levantarme e ir al baño a vomitar, pero no iba a hacerlo. ¿Y si empezaban a los tiros al lado y caía yo muerta, como la tonta que siempre he sido? Traté de calmarme, aunque en estas circunstancias de dolor, lo único que quería era escapar de mi propia cabeza.
La función de golpes en la puerta y llanto, preguntas sin respuestas y órdenes, se extendió por varios minutos. Después vino el silencio. La mujer sollozaba. Yo casi no entendía qué decía, pero la voz del hombre sonaba clara y decidida: ‘’Voy a la comisaría y vuelvo. No le abras la puerta a nadie. Todo va a estar bien’’. El policía arremetió con un ‘’¡Salga ya!’’ enérgico y volvió a enfurecerse contra la puerta. ‘’¡Espere, hombre, que estoy desnudo!’’ respondió, ya con algo de violencia, el acusado.
Pasaron más minutos inhumanos hasta que oí que se abrió la puerta del cuarto y se hizo más patente el llanto de la mujer, las incesantes órdenes del policía y los remilgos del hombre, declarando su inocencia.
Volví a cerrar los ojos y los martillazos en mi cabeza eran caballos desbocados. A duras penas me senté en la cama, me acosté en el piso frío. Aún se oía como los hombres bajaban pesados y ruidosos por las escaleras.
No sé cuánto tiempo pasó y si me dormí o si caí en una especie de letargo sin sueños. No sé qué pasó conmigo, pero a la mañana siguiente, aún con la resaca de la migraña, me levanté como pude y me alisté. Intenté maquillarme, para no parecer tan atormentada y cadavérica.
Bajé a la recepción. Estaba la misma chica que me recibió. ‘’Quiero poner una queja’’ le dije, sin siquiera mostrarme algo educada. Ella parpadeó rápidamente y con un ademán soso me dio a entender que continuara.
‘’Ayer, no sé a qué hora, los gritos de la policía, el inquilino de uno de los cuartos y los llantos de una mujer, no me dejaron descansar. Como comprenderás, tengo que ir a trabajar en un estado alterado, sin haber dormido, ni mucho menos’’.
La mujer se levantó y con cara de extrañeza me dijo que en mi piso no había nadie más que yo. Y ese ‘’nadie más que tú’’ lo dijo recalcando cada palabra, como para que no quedaran dudas. ‘’No puede ser’’ le dije, con voz firme.
Sentí como me empezaban a temblar las venas de mi cabeza. Respiré hondo. ‘’Te estoy diciendo que ayer hubo un escándalo mayúsculo en mi piso. Quiero el libro de quejas. ¡Ya!’’. Yo misma me sorprendí de mi vehemencia, que no surtió ningún efecto. La chica se encogió de hombros, se agachó para sacar de debajo del mostrador un cuadernito mustio que decía ‘’Libro de quejas’’ escrito con una caligrafía infantil.
Me senté en lo que era la cocina y empecé a escribir una especie de testamento. Sé que no fue mi mejor escrito, pero tampoco tenía que serlo. Solo quería dejar constancia de lo que había pasado.
Cuando terminé, se lo devolví a la recepcionista sin decirle nada más y salí. Fue difícil enfrentar el día laboral con la cabeza tan pesada como la sentía. Aún resonaban en mis oídos los golpes en la puerta, la voz gruesa del policía, el llanto lastimero de la mujer. Concentrarme en lo que tenía que hacer durante el día fue duro. Cuando llegué de nuevo a la pensión, respiré aliviada.
La misma chica (¿no tenía descanso, acaso?) me dio la llave sin siquiera verme. Subí a mi piso, pero antes de entrar en mi habitación, me detuve. Pasé por cada puerta y me apoyé con delicadeza para espiar. Quería saber si había otros huéspedes.
El silencio que reinaba se podía sentir. Tal vez era la hora. Todos disfrutaban de la ciudad mientras yo solo podía quedarme postrada en mi cama, tratando de sentirme normal de nuevo. Me tiré boca arriba, cerré los ojos y ensayé respirar hondo, para calmar los martillazos en mis sienes.
Al cabo de unas horas, oí de nuevo el primer ‘’toc toc’’ enérgico. ‘’¡Abra la puerta! ¡Es la policía!’’. Abrí los ojos. Esto no podía estar pasando. ‘’¿Quién?’’ preguntó la voz del hombre dos cuartos después del que yo ocupaba.
Me incorporé y me quedé pegada a mi puerta. ‘’¿Pero qué quiere hombre?’’ preguntó la voz de adentro del cuarto ajeno que sonaba hueca. ‘’¡Tengo que llevarlo detenido!’’ respondió el oficial.‘’No estoy vestido. Estoy desnudo’’ dijo la voz. Oí al policía resoplar: ‘’¡Vístase!’’. De nuevo la voz llorosa de la misma mujer.
Estallé. Abrí la puerta de mi habitación como si yo misma fuera un huracán. El policía me miró con cara furibunda. ‘’¡Vuelva a su habitación! ¡Esto no le compete!’’. Tengo que reconocer que me desarmó con aquellas órdenes y sin responder, me devolví a mi cuarto y cerré la puerta con llave.
En ese punto, temblaba de la ira y del dolor. Empecé a tener arcadas, pero el baño estaba enfrente de mi cuarto y salir no podía. Vomité en el piso. Las arcadas no cesaron hasta mucho después, cuando pude incorporarme y beber un poco de agua.
Me tiré de nuevo en la cama. Afuera de mi habitación, se desarrolló la misma función de la noche anterior. ¿Cuántas veces se tendrían que llevar detenido a ese tipo? Al día siguiente estaba segura de que yo misma les incendiaría la pensión, a pesar de mis taladrantes dolores.
No logré dormir. Cuando clareó el día, bajé a duras penas para enfrentarme con la recepcionista. No había nadie. Grité. No me importaba si tenía que despertarla. Pero la chica no apareció. La busqué por la pensión. En algún lugar debería tener su cuarto. O al menos alguien tendría que responder a todo lo que pasó desde que llegué.
Empecé a impacientarme y a gritar cada vez más alto. No era posible dejar las cosas así. ¡Alguien tenía que atenderme! Mi cabeza iba de mal en peor. Todo me daba vueltas. Me estaba costando respirar del dolor tan lacerante. En algún punto, consumida también por la ira, caí al piso y me desmayé.
Cuando desperté, no sabía qué hora era, ni cómo había llegado a mi habitación. Una tenue luz se colaba por la mínima ventana. No podía levantarme y tenía la sensación de que si lo hacía, me desplomaría. Tenía miedo. Miedo de levantarme, miedo de que se agudizara el dolor, miedo de ese lugar en el que estaba.
Cerré los ojos y respiré hondo. Pasados unos minutos, sentí la fría palma de una mano posarse sobre mi frente. Grité del miedo. ‘’Mi amor, soy yo’’. Era la voz de mi novio. Sentí su mano deslizarse hasta mi mejilla. Mi respiración era agitada. ‘’Descansa’’ dijo y besó con delicadeza mis labios resecos. ‘’Qué bueno que ya estás en casa’’ y cerró la puerta de la habitación tras de sí.