09 diciembre 2022

El hombre contrahecho

 



Alrededor de las 10:00 am, de martes y jueves, entra por el portón del colegio. Lo abre con dificultad pues es muy pesado para su escasa corpulencia; además, siempre va cargado de cosas, papeles que sobresalen del portafolio, sobre todo.

Desde diferentes lugares, ambas lo ven llegar. La directora se yergue en su silla y algunas veces ha tenido la osadía de soltarse el cabello, de manera de que le caiga salvaje sobre los hombros.

La asistente de la directora lo degusta con la mirada y a diferencia de su jefa, se abre los tres primeros botones de la blanca camisa del uniforme y deja entrever el sostén, para que quede al descubierto la delicadeza del encaje, la generosidad de sus pechos.

El hombre arriba, como siempre, arrastrando la parte izquierda de su cuerpo, dando tumbos como si de un muñeco desarticulado se tratase. Su lado derecho le responde sin problemas y es en esa disociación de ambas partes donde queda sometido a la acción espasmódica de su andar.

Es esa figura irregular y mal ensamblada la que desean la directora y su asistente cada martes y cada jueves del año escolar.

Ambas libran una guerra silenciosa y licenciosa para acaparar la atención del contrahecho profesor de matemáticas. Esta vez gana la primera partida la asistente, que se apresura a recibirlo con la excusa de ayudarlo a sostenerle la cantidad infame de papeles que carga consigo.

Acostumbrado como está a esa opereta, rehúsa alcanzarle el portafolio y sube despacio las escaleras, pero cuando faltaba poco para llegar al descansillo, la asistente desliza el pie para hacerlo caer. El hombre trastabilla y muchos de los papeles salen volando. 

‘’¡Ay, profe! ¿Se lastimó?’’ pregunta con voz de preocupación fingida, mientras se agacha a recoger el estropicio y a dejar bien expuesto el escote.

El profe disfruta de ese panorama, pero más de la patética función. Con el rabillo del ojo ve a la directora que sale disparada de su escritorio para intervenir como sea en el episodio.

Ambas lo ayudan a recoger los papeles y lo ven caminar con su eterna dificultad hacia la dirección, rumbo al salón de profesores.

‘’No es nada, no es nada’’ responde el hombre al tiempo que sonríe e intenta recuperar su escaso equilibrio como puede. La asistente intenta tomarlo del brazo y atraerlo hacia sí para ayudarlo a recomponerse, pero él, experto como es en las lides de su mal ensamblada estructura física, se yergue sin aceptar la ayuda y trata de seguir su camino.

Les sonríe a ambas mujeres con una dulzura ensayada durante años y camina lento, muy lento, marcando el desacompasado ritmo de su cuerpo a propósito. ‘’Disfruten, disfruten de esta visión’’ piensa y sigue su camino hacia el salón.

23 agosto 2022

La lectura




Sabe que viene a buscarlo a su habitación por la forma en que camina, o mejor dicho, por la forma en que siente vibrar sus pasos. A todo lo que le dice, él solo mueve su cabeza, en señal de aprobación del plan de siempre; sonríe, deja lo que sea que esté haciendo y lo sigue.

Él ya sabe que es la rutina vespertina entre ambos y no le molesta en lo absoluto; sin embargo, a su madre sí. Cada vez que los descubre, monta en cólera casi siempre, como si con eso pudiera cambiar su realidad como familia.

Nunca entendió el comportamiento de su madre. ¿Qué tan terrible es pasar un par de horas pretendiendo ser otra persona? ¡Tanto a su abuelo como a él les hace bien! Pero se ve que a ella no. No sabe qué dispara su enojo: Si el hecho de pasar tiempo juntos o el hecho de creerse ‘’normales’’. Y a fin de cuentas ¿qué es ser normal?


Una vez le preguntó a su madre y ella lo miró como cuando se ve algo que está irremediablemente perdido. Le apuntó la frente con el índice y le dijo ‘’tú no’’. Él rió. No se sintió aludido en lo más mínimo. Entendió que algo en su propia madre no estaba bien del todo y dio por terminado ese asunto.


Por los momentos, la única cosa que le interesaba era, después de volver del colegio, esperar a que el viejo viniera a buscarlo para leerle. No tenían muchos cuentos en la casa, así que las historias que le leía eran siempre las mismas, que quién sabe de qué iban porque él después no se ocupaba de leerlas por sí mismo. Las portadas de los cuentos no eran muy elocuentes y las pocas ilustraciones que tenían, menos.


Se sentaba a su lado muy quieto observando el movimiento de sus labios, sus expresiones faciales, cómo inclinaba el cuerpo ante lo que él creía que era impactante. Le gustaban esas horas de teatro improvisado.


Sabía que el abuelo estaba enfermo, pero no entendía bien de qué. Su madre le comentó un día señalándose la cabeza. Él quiso saber más, pero ella se limitó a decirle que era degenerativo. No entendió tampoco, pero no preguntó más; en parte porque su madre no era buena para expresarse en su lengua y en parte porque lo importante para él era el tiempo que pasaban juntos.


Su abuelo era terco y estaba decidido a ‘’recuperarlo’’. Así lo había dicho. Pensaba que lo suyo era algo de lo que uno se podía recuperar. Ni él ni su madre entendían a cabalidad de qué se trataba ser como él era. No se avergonzaba ni se sentía menos que el resto. Su mundo era igual de rico que el de cualquier otra persona e incluso más, pensaba.


Se trazó una especie de estrategia para que su madre no los descubriera. Aguzó sus  cuatro sentidos restantes. Descubrió las rutinas de su madre cuando se preparaba para salir de casa y los tiempos que demoraba en volver. Eso le daba margen suficiente para sentarse con su abuelo y fingir que entendía lo que le narraba.


Cuando terminaba cada cuento, el viejo le pasaba la mano con cariño por la cabeza y le hacía la misma pregunta de siempre: ‘’¿Te gustó?’’, a lo que él respondía asintiendo. A veces se le quedaba viendo, esperando que él dijera algo, a veces también lo veía sin reconocerlo y se levantaba molesto y se iba de nuevo a su cuarto.


Le daba mucha lástima cuando lo sentía deambular por la casa como si estuviese perdido, así que o bien lo evitaba para no asustarlo o bien lo seguía hasta que el anciano lograba reconocerlo. 


Unos meses antes de la defunción del abuelo, el niño descubrió a la madre en la sala, con quien supuso sería el médico. ‘’Deterioro cognitivo’’ logró entender, entre otras cosas. Si bien no entendió el concepto como tal, tuvo la corazonada de que no era nada bueno.


En la escuela le preguntó a las maestras, quienes le explicaron como pudieron, para no alarmarlo. 

Lo único que pensó fue en redoblar sus esfuerzos para pasar más tiempo con el viejo, pero su plan se vio truncado por el rápido detrimento de la salud de su abuelo. Los últimos días los pasó sentado a un costado de la cama del viejo, sosteniendo su mano para no olvidar su forma,  cuando ya no estuviera. 


El día del funeral, durante la misa, el sacerdote pregonó sobre los goces de la vida eterna, de la misericordia de Dios, y los designios que trascienden a los hombres. Pero el niño no lo supo entender, no podía oír esas palabras, su sordera se lo impedía. En su lugar imaginó a su abuelo narrándole historias sin palabras, como siempre había hecho.

16 mayo 2022

La recompensa

 




Paso horas aquí arriba. Qué digo horas: días. Interminables días. La paciencia no fue nunca mi fuerte, pero este encierro lo sobrellevo bien, para mi propia sorpresa. Lo malo es que, de noche, el penetrante olor de estos fajos no me deja descansar.

En otro momento de mi vida, estar aquí sería un tanto incómodo, porque el solo hecho de estar de cuclillas me arruinaría las rodillas; pero por fortuna eso no es un problema. Puedo moverme aún agachado sin tener que ponerme de pie o acostarme cada tanto.

Me he vuelto muy observador y he aguzado todos mis sentidos desde que llegué aquí. Cada chirrido en la casa lo conozco, sé de dónde viene, qué lo produce. Cada rendija por donde se cuela el viento lo hace sonar de forma diferente y sé exactamente en qué parte está.

Las paredes de la casa se anticipan a las estaciones y van cambiando. Sé cuando el otoño está por aparecer, porque en las noches de verano todo se vuelve un poco menos caluroso y entonces así sé, por esa temperatura que también adoptó mi cuerpo, que los días de verano están preparándose para irse.

Dirán que son cosas tontas, pero en algo tengo que usar mi tiempo. Eso me ayuda a mantenerme activo. No es lo ideal, claro. Lo ideal sería no estar aquí. Desde hace cinco años aguardo mi liberación; mientras tanto, me entretengo.

Mi hija no viene desde hace tres años, aproximadamente. Al principio de mi cautiverio, venía con cierta frecuencia para ordenar, limpiar, deshacerse de algunas cosas de la casa. En ese tiempo, yo no le prestaba mucha atención, de tan embobado que estaba con esto de cuidar de mi botín. Después, cuando sus visitas se hicieron más espaciadas, me alarmé.

No tenía manera, ni aún tengo, de ponerme en contacto con ella. A veces siento que me olvidó del todo, otras veces siento que me recuerda todos los días de nuestra vida. Si bien es duro estar así y más en este encierro, hay un montón de sensaciones y de sentimientos que dejaron de tener la etiqueta de ‘’bueno’’ o ‘’malo’’. Simplemente las cosas son como son: Mi hija no viene desde hace tres años.

Creo que no lo hace por miedo. Le mando mensajes, con cualquier pretexto, para que vuelva. Me ignora o no entiende lo que le digo. No soy un hombre de saber explicar bien las cosas, me quedo siempre corto.

Sucede también que, en este cambio de circunstancias, no es fácil la comunicación. Se recurre a metáforas, a símbolos, cuya interpretación dependerá mucho del receptor. Si el mensaje no es claro, como sé que son mis mensajes, el receptor, mi hija, no entenderá o confundirá toda la situación.

Estoy tratando también de mejorar eso. Me está llevando tiempo. Lo repito: nunca fui muy bueno comunicándome. Así que por los momentos, trato de estar cerca de ella lo más que puedo, en pensamiento, porque de aquí no puedo salir, hasta que mi situación se resuelva.

Recuerdo las buenas épocas en esta casa. Hacía buen dinero, podía ahorrar, atesorar. Sobre todo eso: atesorar. Cuando llegaba el dinero, lo guardaba y de tanto hacerlo ahora estoy atado a él, a ese olor a viejo, ha guardado que adquieren las cosas cuando no circulan, no se usan.

Nadie sabía que estaba guardando tanto dinero. Me estaba partiendo el lomo trabajando, pero les hacía creer que la paga por mis trabajos era baja. Me convertí en un experto en el arte del engaño. Cuando mi mujer, que Dios la tenga en la gloria, me pedía dinero para los gastos de la casa y la manutención de nuestra hija, yo siempre respondía con algún remilgo y le decía que ese mes no había logrado cobrar mucho, etc. Tenía ya armadas mil excusas.

Mientras, iba guardando billete tras billete aquí arriba, donde estoy ahora. Este ‘’escondite’’ lo descubrí de casualidad. Parece que cuando construyeron el techo, pensaban también hacer una especie de entrepiso para la ventilación, creo, no estoy seguro, pero no lo terminaron y quedó un espacio, como si fuera una larga gaveta, en el techo de la cocina. Ahí empecé a meter los fardos, mes tras mes, año tras año.

No fue por codicia que lo hice, sino para vivir tiempos mejores, siempre pensando en el futuro; especialmente el de mi hija. Cuando pasó el accidente, yo no tuve tiempo de avisarle que en el techo de la cocina, estaba todo su futuro. Vinieron por mí y yo dije que no, porque tenía que cuidar mi botín.

Lo malo es que paso horas aquí arriba. Qué digo horas: días. Interminables días. El penetrante olor de estos fajos no me deja descansar. No puedo deambular tampoco por mi propia casa. No sé cuándo terminará todo esto.

Quiero vender la casa, pero ¿podré hacerlo?. A veces siento que nunca voy a poder deshacerme de ella, pero es que no logro dar el paso. Es una casa grande e inoperante. Mantenerla es un caos y no tengo ni el tiempo ni las ganas.

Además, este olor tan rancio que no logro ahuyentar y que tampoco logro identificar. ¿Qué haré con esta casa? Ni siquiera está llena de recuerdos que quisiera conservar. Es tan solo una estructura y nada más.

Lo que más me gustaba era la cocina, porque daba al patio interno, donde estaba el árbol del que colgamos una hamaca, el columpio y nos creíamos de vacaciones cuando hacía buen tiempo. ¡Fue una buena época, sí! Pero el árbol terminó secándose y tuvimos que sacarlo y en su lugar, pusieron el piso de cemento. Una lástima. Me gustaba el jardín.

 Tengo que limpiar. La casa va a deteriorarse más si sigo dejando todo así, a la buena de Dios. Dios no limpia. Ojalá viniera un terremoto y la arrancara de sus cimientos y chau, casa. No tendría que ocuparme de esto, que es como un pensamiento que me taladra de vez en vez.

Contengo la respiración. ¡Eres tú! ¡Viniste! ¡Mi amor! Hago ruido, pero no me oyes. ¡Mira hacia arriba! ¡Te estoy viendo, hija querida!

Algunas baldosas se han salido y otras están rotas. Me lo anoto. Tengo que ir haciendo un informe del deterioro, pedir presupuesto para que vengan a arreglar o dejar todo así y venderla, tal y como está, aunque no saque mucho dinero. Cañerías, pisos, algunos vidrios rotos…

¡Mi amor!¡Mira hacia arriba! Concéntrate. Mírame. ¡Mira hacia arriba! Ya es tiempo de salir de aquí. Guardé todo esto para ti. ¡Solamente para ti!

Miro hacia los techos y los inspecciono. Había una filtración en el de la sala; no muy grande, por fortuna. Aquí en la cocina pareciera estar comenzando. Se levantó un poco la pintura. Lo anoto. No parece ser grave.

Hago un rollito con uno de los billetes y lo empujo por unas de las rendijitas de este techo falso que habito. Cae, sin ruido. No lo notas. Lo pienso con todas mis fuerzas: ¡Mírame! Mientras, hago otro rollito y lo aviento. ¡Concéntrate!

Vuelvo sobre mis pasos y piso algo. ¿Qué es eso? Estos papelitos no estaban aquí recién. Me agacho. Es un billete de 100. ¿Eh? ¿De dónde salió? Más allá hay otro. Lo recojo. También de 100. Miro hacia el techo de la cocina. Voy a buscar algo en qué subirme. Alguna silla, alguna escalera, algo útil debe haber quedado.

Cuando por fin encuentro una silla, me subo y observo más de cerca. Hay rendijas finas y de allí emana el olor que transpira la casa. Mi casa. ¿Pero por qué? Raspo con la uña la pintura, toco con los nudillos: ‘’Toc, toc, toc’’. Suena hueco. Con asombro descubro el techo falso. ¿Qué es esto?

¡Mi amor! ¡Ni te ocupes! Acércate. Tengo aquí mi botín, que es todo tuyo. Lo atesoré para ti. Ven, mi vida. Acércate, acércate.

Hay muchos billetes, de 100 y de 50. Estoy atónita. Es que es increíble. ¿Quién los guardó? Nunca tuvimos dinero. ¡Dios mío! Esto es una pequeña fortuna.

Por fin, hijita, por fin. Llévatelo todo. Es tuyo, todo tuyo. Siento que me falta el aire, mi amor, que ya no soy yo. Tengo que irme. Mi vida, mi amor. Te amo mucho. Tenlo presente. Adiós, mi querida hija. Adiós.

29 abril 2022

El cuadernito

 



A las 20:00 de todos los días, a menos que haya algún evento como la noche de servicio comunitario a los necesitados, es decir, a los pobres de siempre del barrio, todas deben estar recluidas en sus cuartos.

Convengamos que el término ‘’recluido’’ quedó de la época en que las monjas sí quedaban encerradas en sus claustros hasta el día siguiente. Ahora es diferente, pero la palabreja se mantuvo.

A ella, sin embargo, le gusta decir que ‘’las hermanas nos recogemos’’, como si fueran gallinas en su gallinero. Así que casi siempre, cada noche, en la soledad de su claustro-cuarto, fuma un cigarrillo, lee, pasea por las noticias del día desde su celular, ora; aunque esto último no siempre lo hace y no por desobediencia o falta de fe, sino porque prefiere hacerlo en la capilla y de noche no se puede, ya que permanece cerrada.

Lleva varias noches con dificultades para dormir y eso la inquieta. Le pasa casi siempre que presiente que algo fuera de lo normal va a pasar, como cuando murió su madre sin previo aviso. Ella lo presintió con todo su cuerpo días antes. Desde ese momento, cada vez que alguna catástrofe va a pasar, la presiente.

Da vueltas en la cama. El libro que estaba leyendo no logró entretenerla del todo, tampoco las noticias, ni el streaming. Apaga la luz y clava la vista en el techo hasta que se acostumbra a la oscuridad. Tantea en la mesita de noche hasta dar con los cigarrillos y el encendedor. Es el tercero de la noche ya.

Decide entonces, después de varios minutos, ir a la cocina por agua para después pasar por el baño y cepillarse los dientes y así quitarse el aliento de fumadora, pero adrede se desvía para ir al jardín. ‘’A falta de capilla abierta, bueno está el jardín’’ piensa. La noche está fresca y la luna ilumina un poco el portón de entrada.

Respira hondo y se queda mirando absorta el cielo nocturno, cuando al poco tiempo escucha el ruido de pisadas apresuradas y cuchicheos. Son cerca de las 3:00 a.m. ¿Quién pudiera estar levantada a esa hora? ¿Alguna emergencia? ¿Habrán llamado a un médico? ¿Le habrá pasado algo grave a alguna de las hermanas?

Ve claramente a la directora, la hermana Josefina, y a la subdirectora, la hermana Imelda. Lejos de acercárseles para ofrecerles su ayuda, se esconde sin saber por qué detrás de una de las columnas del patio. Hay algo que no está bien en toda esa escena.

La hermana Josefina baja aún más el tono de voz. Abre con cuidado el portón y se queda viendo de un lado al otro de la calle. Detrás de ella, la hermana Imelda hace lo mismo.

A los pocos minutos aparece un hombre. Los tres susurran. Ella los observa más que impresionada. Parece que estuviese viendo una película cuya trama no entiende. Sin embargo, sigue inmóvil en su improvisado escondite.

El hombre va y viene con lo que parece ser pesados bolsos. Las hermanas los reciben y los van llevando, casi a rastras a la capilla. Ella cuenta siete. Cuando terminan de acarrearlos, los tres se dirigen a la cocina. 

Ella aprovecha para acercarse sigilosa hasta la capilla, cuya puerta está sin llave. Los siete bolsos están ahí, en fila, detrás del altar. Por minutos se siente investigadora privada, como las de las series de televisión que veía de niña. Está nerviosa y a la vez emocionada. Se agacha y sin hacer ruido, descorre el cierre de uno de los bolsos. Se lleva la mano a la boca para reprimir su sorpresa. Lo que hay dentro son fajos de dólares. Muchos. Abre el segundo bolso con el mismo resultado. Por no dejar, abre el cuarto y más se sorprende al ver que tiene el mismo contenido.

¿Cuánto dinero hay en esos bolsos y por qué los tienen las hermanas? Para nada bueno debe ser. ‘’Esto seguro no es para los pobres’’ piensa y se santigua. Los susurros de Josefina, Imelda y su misterioso acompañante, la sacan de un golpe de sus elucubraciones.

Sale sin hacer ruido, cierra la puerta de la capilla y se dirige de nuevo a su escondite en el jardín. Desde ahí puede ver cómo las monjas despiden al hombre, que se inclina a modo de reverencia para darles las gracias. Las hermanas cierran el portón y se dirigen a la capilla en donde permanecen unos minutos, que a ella le parecen eternos.

Cuando salen de la capilla, ve como la hermana Imelda esconde bajo su manga un fajo de dólares. Lo ve y no lo cree. Asume que la hermana Josefina hizo lo propio. Espera un tiempo prudencial para regresar a su cuarto.

Una vez en su dormitorio, anota todo lo que vio esa madrugada en un cuadernito. Se acuesta en su cama, boca arriba. Tiene mil preguntas, pero una sola certeza: Lo que presenció recién es ilegal.

Duerme muy poco y entre insomnio y sueño reza para tener claridad y saber cómo enfrentar esta situación, porque ella nunca será cómplice de nada turbio. No puede recurrir a la madre superiora, pero si tiene que enfrentarla lo hará.

A las 5:00 a.m llaman a la primera oración del día. No logró descansar, pero obtuvo la respuesta que esperaba.

Se dirige a la capilla un tanto nerviosa para la misa diaria. Contraria a su costumbre de sentarse en el banco de la última fila, ocupa el primero y a un costado, desde donde puede ver el altar. No están ya los bolsos. Trata de ocultar su sorpresa lo mejor que puede. ¿Adónde los llevaron? ¿Fuera del convento? ¿O los escondieron en algún otro lado?

No le prestó atención a la misa y después que terminó, se quedó arrodillada rezando. Pasados unos minutos, fue a la oficina de la madre superiora. Respiró hondo, cerró los ojos y esperó a que volviera del desayuno.

La hermana Josefina se sorprende al verla. ‘’¡Marina! ¡No te vi en el desayuno! ¿Te sientes bien?’’ Marina abre los ojos y la observa. En segundos recuerda todo lo que pasó la noche anterior. La hermana Josefina, que hasta unas horas atrás era su ejemplo a seguir, es ahora una persona desconocida totalmente.

‘’Tengo que hablar con usted, madre’’ le dice con voz firme. Josefina la mira un tanto perpleja. ‘’Sí, mi vida, pasa’’. Josefina siempre fue amable y dulce con ella, como si hubiera sido la hija que jamás tuvo y hubiese querido tener.

‘’Madre…Anoche…Anoche presencié algo muy raro’’. Hizo una pausa corta para decidir qué palabras usar, pero no las encontró. Le contó todo lo que la madre superiora ya sabía. Cuando terminó el relato, la directora la miraba impertérrita, como si ella fuera una niña pequeña que había ido expresamente a contarle un mal sueño. 

‘’Marina…Es usted joven y siempre será inexperta’’ le respondió, tratándola de usted, por primera vez en todo el tiempo que llevaba en el convento. ‘’Madre, yo sé lo que vi’’. La mujer volvió a responder con la misma frase inexplicable, sin alterarse: ‘’Marina, es usted joven y siempre será inexperta’’ e hizo un ademán para que se retirara.

La chica se levantó y en completo silencio salió de la oficina y fue a ocuparse de sus quehaceres, no sin antes pasar por su cuarto y anotar todo en el mismo cuadernito donde tenía lo que había pasado la noche de los bolsos.

Dos días después, la madre superiora le informó que la trasladarían a otro convento, donde su ‘’energía, carisma y espíritu de servicio serían de gran provecho’’. Marina lo tomó como lo que era, una llamada de atención, pero sabía bien qué tenía que hacer.

Antes de su traslado, pidió tiempo para despedirse de sus familiares y amigos. A su hermano le entregó en secreto el cuadernito y le contó todo lo que vio, con la advertencia de que si algo llegara a pasarle, él tendría que entregarle todo a los medios, a la policía. Le mandó un audio con toda la historia, además, estructurado como una especie de bitácora.

‘’Me siento como en una peli de espías’’ le dijo, antes de abrazarlo para despedirse. Tenía otra vez la ya tan familiar intranquilidad pegada en el cuerpo. ‘’Algo va a pasar’’ bromeó, antes de regresar al convento para irse al día siguiente.

A las 8:00 a.m del lunes de su partida, un auto la estaba esperando. Las hermanas Josefina e Imelda la despidieron sin emoción alguna. Ella las miró y antes de subirse al auto, les dijo: ‘’Que les aproveche el dinero, hermanas, y que Dios las perdone’’. Ellas la miraron también y solo Imelda bajó la mirada, sonrojada. ‘’Algo de vergüenza tiene al menos esta’’ pensó. Se persignó y se entregó a lo que estuviera próximo en su destino.

Un par de horas antes de llegar, el auto que la llevaba fue embestido por otro y tanto ella, como el chofer murieron en el acto. 

En su funeral, la madre Josefina dijo unas palabras tan patéticas como ella misma: ‘’Marina, en plena flor de la vida, Dios quiso tenerte en su jardín’’. Los que no estaban al tanto del drama que se había desarrollado días antes, lloraron sinceramente su partida. Pero su hermano, siguiendo las instrucciones que Marina le había dado, esperó el final del discurso para gritarle ‘’¡Sé en qué estás metida, vieja puta y de esta no saldrás bien parada!’’, al tiempo que un par de oficiales de la policía y algunos periodistas se le acercaban a las hermanas Josefina e Imelda para llevarlas a la comisaría para interrogarlas.


20 marzo 2022

La jauría

 


                                                                                                                                            A Danail

Van caminando por una callecita, de las empinadas, de las más oscuras. La ciudad está llena de esas, lo saben, pero esa zona en particular, más. Para ser finales de otoño, está haciendo más frío que de costumbre. Ráfagas de aire gélido los azotan cada tanto, a modo de antesala de lo que será el invierno.

Él le aprieta la mano enguantada, no solo para cerciorarse de que sigue junto a él, sino para resguardarse un poco del frío. Olvidó sus guantes en casa. Tampoco lleva abrigo, sino una chaqueta de cuero, ya bastante gastada, que no lo protege del todo. Si no fuera porque necesita el empleo, se regresaría a casa. Pero se muerde los labios y no se queja. Sabe que ella detesta que él se queje por lo que considera ‘’nimiedades’’, así que no dice nada.

Cada tanto, tararea una melodía y la mira de reojo, para contar inconscientemente con su aprobación. ‘’¿Ya estamos cerca?’’ le pregunta la chica, por dentro de la bufanda que le cubre la mitad de la cara. ‘’Creo que faltan dos cuadras o algo así’’, responde vacilante y antes de escucharla bufar. ‘’Crees’’. No lo sabes. Era de esperarse’’. Él se encoge un poco y saca un papelito del bolsillo de la chaqueta. ‘’Faltan dos y llegamos’’ le dice en voz baja, no sin antes sentirse fulminado por la mirada de la muchacha.

Al llegar a la dirección, ambos se miran sorprendidos. ‘’Es muy…muy…’’ dice él. ‘’Fancy’’ dice ella, usando uno de los tantos anglicismos que emplea para recordarle que él no habla inglés. El chico traga grueso antes de decir ‘’y yo tan mal vestido. No sabía que este lugar era así de elegante’’.

Se acercan despacio al portero de la entrada, que los mira de arriba abajo, con algo de lástima. ‘’¿Se equivocaron de sitio, chicos?’’ les pregunta, al tiempo que les guiña un ojo. ‘’No, creo que no. Tengo una entrevista de trabajo’’ y saca el papelito donde tenía anotada la dirección y se lo muestra al portero. ‘’¡Ah! Eso es por la parte de atrás, por donde entra el personal de servicio’’ y les indica que vayan por el callejón de al lado hasta la única puerta que verán.

Ambos van sigilosos. Al llegar a la puerta, que está entreabierta, escuchan el ruido típico de quienes trabajan en la cocina de un restaurante. Y también risas, muchas conversaciones diferentes en varios planos de mucha gente o al menos de gente muy ruidosa.

El muchacho se asoma por la puerta, sin soltarle la mano a la chica. En segundos se hizo silencio. Ojos ajenos se fueron posando en él sin discreción alguna. ‘’Buenas noches, busco a…¿Oscar?’’ dijo y de inmediato se arrepintió de su pregunta.

Casi todo el personal de la cocina eran mujeres, que lo silbaron y aplaudieron después de haberle visto entrar por esa puerta y en ese lugar en el que se diría no pasaba gran cosa.

La chica lo empujó suavemente y cerró la puerta tras de sí. Si iba a entregar a esa presa, mejor era hacerlo rápido. Se fijó detenidamente en el lugar: Tenía dos pisos. En el primero se preparaban los platillos y en el segundo se lavaba la vajilla. Las chicas del segundo piso suspendieron sus labores y se acercaron a la barandilla a hacer ruido con los cubiertos para que el chico las viera, pero él se abstuvo de levantar la vista.

Cuando llegó Oscar, las mandó a callar. ‘’¡Es a mí a quien buscas! Vienes por el aviso, ¿no?’’ le preguntó, mientras le estrechaba la mano que estaba helada, no solo el frío, sino del susto.

‘’Sí, pero creo que mejor…’’ respondió el muchacho lentamente. ‘’Pero mejor le cuentas bien de qué va el trabajo. Es un muy buen prospecto, ¿cierto?’’ se apresuró a decir la chica. Oscar asintió y sonrió. Le dio una rápida explicación de lo que tenía que hacer y un pequeño recorrido por la gran cocina. Las chicas se le acercaron lo más que pudieron, algunas hicieron el intento de rozarlo. El chico se sintió aturdido. Era la primera vez que esto le pasaba.

Al terminar de hablar, Oscar le preguntó cuándo podía comenzar. El chico iba a negarse, pero la muchacha respondió por él: ‘’¡Mañana mismo! Me aseguraré de venir con él para que no se arrepienta’’ dijo burlonamente. Le extendió la mano aún enguantada al hombre y le sonrió. Oscar hizo lo mismo. ‘’Cerrado el trato. Mañana te espero a las 7:00 p.m. Sé puntual, por favor’’ y los acompañó a ambos a la puerta.

De vuelta al callejón, la chica iba triunfante, pero el muchacho no. En un punto del recorrido se detuvo. ‘’No me gustó ese lugar. ¿Viste cómo me vieron todas esas mujeres?’’ le preguntó angustiado. ‘’Pero mi amor, ¿de qué otra forma iban a verte, si eres hermoso?’’ le respondió en un tono dulce. ‘’Mañana te acompaño de nuevo y ya verás que todo saldrá bien. Los primeros serán difíciles, hasta que te acostumbres’’ le aseguró. ‘’Pero esas tipas allá adentro…’’ insistió. Ella resopló y dio por terminada la charla.

Al día siguiente, no hizo más que pensar en lo que había pasado la noche anterior. No quería ir de nuevo, no quería empezar en ese trabajo, no quería verse expuesto como un objeto a esas chicas, pero no quería defraudar a su novia. Ella había insistido en ese trabajo, ella misma se lo había conseguido. Era algo bueno y fácil para comenzar, al menos, hasta que pudiera tener algo mejor. Era una pena que, sin papeles, lo único que pudiera encontrar era ese tipo de trabajos de medio pelo.

Pocas horas antes de presentarse en el restaurante para su primer día de trabajo, estaba sumamente nervioso. Ni siquiera estaba seguro de poder cumplir con el frenético ritmo que le esperaba y mucho menos estaba preparado para lidiar con las que supuestamente serían sus compañeras de trabajo.

Sin embargo, se dejó llevar hasta el restaurante y llegar a la hora convenida. Durante todo el trayecto sintió cada tanto punzadas en el estómago, pero no dijo nada. No quería que ella pensara que era un pusilánime. La chica lo hizo entrar, no sin antes besarlo, como nunca lo había besado. ‘’Todo va a estar bien’’ le aseguró. ‘’Tal vez te espere despierta, ya sabes, para compensar tu primer día de trabajo’’ le dijo en voz baja. El chico entró y enseguida se oyeron los silbidos de las chicas de la cocina. ‘’¡Hasta que por fin!’’ gritaban algunas, al tiempo que aplaudían la fresca carne, tan tierna, tan hermosa y apetitosa que degustarían esa noche.

La chica se quedó con la oreja pegada a la puerta, hasta que empezaron los gritos, seguidos de más aplausos, jadeos y gemidos. Se alejó tranquilamente y al llegar a la esquina, mandó un mensaje. ‘’Oscar, listo. Paso mañana por el pago. De nada’’. Un par de horas más tarde, leyó la respuesta: ‘’Tú sí que sabes encontrar buena carne. Esta era de primera, según las chicas. Era muy lindo tu chico’’. Terminaba el texto con un emoticono que guiñaba el ojo. Ella sonrió complacida. ‘’Yo sí que sé’’, dijo para sus adentros y se alejó tarareando una melodía, amparada por la oscuridad del callejón.


20 febrero 2022

El ascensor


 

Casi cuatro meses fuera de casa son suficientes para extrañarla. Si bien fueron meses entretenidos, echaba de menos su casa, tan grande, tan espaciosa, tan moderna y elegante.

Haber quedado viuda fue lo mejor que le pudo haber pasado. Era dueña absoluta de una libertad que nunca había experimentado antes. Toda su vida tenía ahora los mismos espacios amplios y libres de su casa. Todos esos espacios estaban llenos de la luz cálida que se filtraba juguetona por los vitrales. Nunca había sabido lo que era la felicidad, solía decir, pero estaba segura de que tenía que ver mucho con esta nueva sensación de libertad que vivía a diario.

Había decidido viajar cada tanto, aunque le marearan los viajes en barco y fueran extenuantes. De todas formas, la travesía valía la pena. Llegar a París era maravilloso y desde ahí planear travesías por Europa, más aún.

Sin embargo, con casi cuatro meses le bastaba. Casi cuatro meses de aventuras, paseos, reuniones sociales, diversión. Había tenido la astucia de permanecer en contacto con los otrora socios comerciales de su marido, por el ‘’nunca se sabe’’. No estaba particularmente dotada para los negocios, pero sí para moverse en ese estrato de la alta sociedad al que había entrado por obra y gracia de su marido.

Regresar a su magnífica casa, después de tanto tiempo, era su recompensa. Había decidido despedir a la servidumbre, poco después del fallecimiento de su esposo y contratar personal por horas. Se sentía una pionera en una ciudad en la que eso todavía no se veía.

Le gustaba no tener que toparse con criados a cada rato. Además, eran un gasto innecesario. ¿Para qué tanta gente a su servicio, si ella se bastaba sola? Una cocinera y una mucama por horas. Y el jardinero cada tanto también. De resto, quería disfrutar de su enorme casa para ella nada más.

En sus últimos dos viajes, había dejado a una señora al cuidado de la casa, no más para mantenerla aireada, limpia, quitarle el polvo, abrir y cerrar cortinas, barrer la entrada de las hojas de los árboles para que no se acumularan, entre otras cosas menores. Nada del otro mundo. Lamentablemente, para este viaje no pudo contar con ella y tuvo que apresurarse para encontrarle reemplazo.

Entrevistó a varias chicas, pero ninguna la convenció, hasta que dio con la indicada, a escasos días de su partida a Europa. Parecía una chica discreta, confiable. Había llegado a la capital desde provincia hacía poco, por lo que aún no se había contaminado de los malos hábitos de los capitalinos y mucho menos de su arrogancia. Le agradó tanto que hasta le ofreció que se quedara en la casa, en vez de ir y venir; cosa que la muchacha aceptó gustosa, así que dos días antes de su partida, la chica se mudó al caserón para familiarizarse con sus tareas.

‘’Esta es la primera casa de toda la ciudad – y me atrevería a decir de todo el país – que tiene ascensor’’ y acto seguido le enseñó el funcionamiento. La chica dio un respingo cuando vio descender la cabina enrejada desde el segundo piso. ‘’Es muy fácil: Aprietas este botón, si la cabina está en este piso, y viceversa. Traba bien ambas puertas. Si dejas la de adentro mal cerrada, el ascensor puede no funcionar o atascarse’’.

Hizo que entrara con ella para subir y bajar un par de veces. La chica se pegó de unas las paredes, entre atemorizada y asustada. ‘’¡Señora, me mareo del susto!’’ y rio. Ella también lo hizo. ‘’Es cuestión de acostumbrarse a la modernidad’’. Después dejó que lo hiciera sola. ‘’¡Esto parece magia!’’ dijo la chica mientras subía al segundo piso, sonriente.

Sin saber por qué, esa conversación fue lo primero que se le vino a la mente cuando el carruaje se detuvo en el portón de su propia casa. Era tal el estado de dejadez que el cochero le preguntó dos veces si estaba segura de la dirección, si esa era en realidad su casa.

La cantidad de hojas secas y ramas en la entrada formaron un manto grueso que se extendía desde el pórtico hasta la entrada principal. Le indicó al cochero que dejara el equipaje, pero que no se fuera. El hombre obedeció.

Antes de entrar, dio vueltas por su propio jardín que lucía mustio, salvaje, desordenado y bastante seco. El asombro y el desconcierto sobrepasaron la rabia que debía haber sentido en su lugar.

En su mente solo se repetía una pregunta: ¿Qué pasó? Entró por la puerta trasera, la que daba a la cocina. El polvo y algunas telarañas habían cubierto sin miramientos los muebles y alacenas.

A medida que avanzaba en su recorrido, se hacía más notoria la falta de meses de mantenimiento. ¿Dónde estaría la muchacha? Estaba claro que no en la casa.

Cuando llegó a la sala, abrió las cortinas y las ventanas. Le hizo señas al cochero para que trajera el equipaje. Una vez que todo estuvo todo adentro, fue a pagarle. El hombre miró alrededor y dijo: ‘’Se van a necesitar muchas manos para limpiar esta casa, señora’’. Ella no respondió de lo contrariada que estaba. Antes de ponerse el sombrero, el cochero añadió: ‘’Y también quien le arregle la cabina esa’’ y apuntó con la cabeza el ascensor. La mujer no se había percatado aún. El aparato se había quedado detenido entre el primer y el segundo piso.

Se acercó y presionó el botón, pero no hubo reacción. Probó sacudiendo las rejas. Nada funcionó. ‘’¿Sabe cómo destrabarlo?’’ le preguntó al cochero. El hombre se acercó a inspeccionar. ‘’No debe ser muy complicado’’ y se dispuso a revisar el mecanismo de funcionamiento del ascensor. Después de varios minutos, consiguió desatascar la traba que estaba en la parte superior izquierda de la puerta tijera para accionarlo y devolverlo al primer piso.

Abrió las puertas e iba a proferir triunfante ‘’¡listo!’’ cuando se dio cuenta de lo que había en el interior de la cabina. ‘’¡Señora! ¡No vea!’’, pero ya era tarde. La mujer lanzó un horrible grito ante la no menos horrible visión: El cuerpo – o lo que quedaba de él – de la muchacha que había quedado a cargo de la casa, rodeado de los artículos de limpieza, yacía sentado en una esquina de la cabina del ascensor.