11 agosto 2013

El diluvio



Una suerte de diluvio benévolo cae sobre la ciudad y retrasa su llegada al café de siempre. Lo lamenta. No tanto porque su involuntaria impuntualidad puede arruinar espíritus ajenos, sino porque cada precioso minuto que se pierde de estar con ella es irrecuperable.
Todo él gotea cuando llega al sitio. Está atestado de gente que espera cese la lluvia. Se dirige con paso firme, pero sin aliento ya, al último saloncito. La encuentra en la mesa del rincón, casi en penumbras, con la taza de café entre las manos y la vista perdida en la nada. Se acerca y se detiene justo enfrente. Como si no estuviera ahí, la chica continúa con la mirada vacía. ‘’El diluvio y tú’’, dice.
Él se quita el abrigo y siente como se le queda pegada la camisa empapada a la piel. De sus rizos caen gotas constantes, como si el aguacero fuera parte de él también. La muchacha deja la taza en la mesa y lo  mira: ‘’Vas a enfermarte’’ y le retira el cabello de la cara con delicadeza. ‘’No lo creo, me gusta mucho la lluvia. Lo que te gusta, no te enferma’’, responde y toma una de aquellas manos tan femeninas para besarle la palma. Ella sonríe. ‘’Tienes razón’’ y le devuelve el beso, solo que en la boca. Se besan un tiempo largo, como si fueran adolescentes, como si el resto del mundo no existiera, como si besarse fuera la vida. Al separarse, se toman de las manos. Ella se quita el anillo de casada y él hace lo propio con el suyo, como pasa siempre cada vez que se encuentran.
‘’Tengo algo que decirte y no te va a gustar’’, dice ella y apoya con ternura su frente contra la de él. El chico respira hondo. Lo que sea, no quiere oírlo, saberlo, sentirlo. Ella lo mira y suelta la noticia: ‘’A mi marido lo trasladan al interior por tiempo indefinido’’. Un silencio largo y triste se instala entre ambos.
‘’Esto iba a pasar en cualquier momento. Lo sabíamos’’, continúa. Lo atrae suavemente hacia sí y lo besa.  ‘’¡Qué no daría por haberte conocido a tiempo!’’, atina a decir el muchacho, antes de que otra  vez el pesado silencio haga un espacio entre ambos.
Las lágrimas empiezan a rodar lentas por el rostro de la chica. ‘’No nos merecemos esto y sin embargo…’’. Él le coloca el índice sobre los labios: ‘’Yo te merecía a ti, tú me merecías a mí. Nos mereceremos hasta siempre’’. La besa, al tiempo que se levanta. Se coloca el abrigo mojado, paga la cuenta y se dirige a la puerta, en silencio. Ella esconde la cara entre las manos y solloza.
El diluvio benévolo sigue azotando la ciudad. La chica se levanta, sin ánimos. Guarda el anillo de matrimonio en el bolsillo del abrigo. Con pasos tristes, se dirige a la salida. Se detiene en la entrada del café.
Empieza a caminar bajo la lluvia, cabizbaja, con las manos en los bolsillos. Empapada llega hasta su casa. Se detiene en la puerta de entrada y llora. Saca del bolsillo el anillo, lo observa, cierra el puño, se da la vuelta y lo arroja lejos.

Abre la puerta de su casa y entra.