17 diciembre 2019

Nochebuena




La madre reúne a los niños en la sala de la húmeda casa. Hace demasiado frío y no hay calefacción suficiente para todos.
A Amando lo hace estar cerca de sus hermanas menores Ramona y Ana Luisa, de manera que se den calor como puedan. Arropa con esmeroal único de sus hijos,Ángel Amable, que se ha ido apagando lentamente y lo atrae hacia sí. Lo abraza con ternura para poder recordar la forma de su cuerpo y su olor cuando ya no esté con ellos.
Soteria y Clara, las más pequeñas, están juntas, cerca de la puerta, compartiendo una frazada. La madre mira con tristeza a todos sus hijos. No comen nada desde el desayuno y sabe que no podrán hacerlo pronto. Gastó el poco dinero que le quedaba.
No tiene mucha idea de qué hará para subsistir. Nunca tuvo más que de ocuparse de cuidar de sus hijos y de su casa, pero la vida y sus giros inesperados, la pusieron en una posición que nunca hubiera pensado.
Respira hondo. Trata de entretener a los niños con historias de su invención hasta que el sueño los venza. Queda poca leña, así que no tendrán más cobijo al calor de la chimenea en unas horas. El fuego proyecta sombras lúgubres en toda la sala. No será fácil salir de esto, cuando ni siquiera sabe cómo hacerlo.
Cierra los ojos por instantes. No tiene sueño, pero sí la certeza de que si permanece así, quieta y en silencio, el hambre y la desesperación no la atacarán tan rápidamente. Después de varios minutos, oye cómo alguien llama suavemente a la puerta. Abre los ojos y se yergue un poco para cerciorarse de que el ruido proviene de su propia puerta.
Aguarda unos instantes. La misma persona vuelve a llamar a la puerta, esta vez con más ahínco. La mujer se incorpora. Algunos de los niños también. ‘’¿Mamá, escuchaste?’’ le pregunta Soteria. ‘’Sí, hijita’’ responde con suavidad.
La madre se incorpora. Con cuidado, entreabre la puerta. No reconoce al hombre de traje elegante y sombrero que le sonríe tímidamente. ‘’Señora Isabel, usted no me conoce…’’ dice el hombre y hace una larga pausa.
Ella lo hace pasar. El hombre observa con tristeza la escena. Había estado en esa casa antes, llena de luz, de abundancia. Pero la vida es así, algunas veces luminosa, otras llena de sombras. Ya casi no hay mobiliario, así que el hombre espera de pie. ‘’Señora, yo era cliente de su marido. Lamento mucho su fallecimiento. Seré breve, puesto que debo seguir camino y tampoco quiero quitarle tiempo, justo hoy, en Nochebuena.’’
No hace otra cosa que mirarlo con perplejidad. Siempre lamentó no tener el don de gente que tenía su marido, que le sacaba conversación hasta las piedras y podía moverse en cualquier círculo social con soltura. Ella siempre fue reservada, corta con las palabras, tímida. Así que se queda rígida, expectante, a espera de saber qué le dirá el visitante.
Lentamente, el hombre abre la puerta y un par de sirvientes entran cargados con leña y varias bandejas repletas de comida. Los niños corren felices a inspeccionar lo que acaban de traer. La mujer se lleva las manos al pecho y ahoga un suspiro. ‘’¿Qué es todo esto?’’ pregunta impresionada.
El hombre se quita el sombrero y la observa, con ternura. ‘’Solía hacer negocios con su marido. Siempre le compraba mercancía para llevar a las ciudades cercanas. Tenía arreglos para hacer los pagos: él me dejaba en consignación lo que yo iba a vender y cada fin de mes, le pagaba lo adeudado. Cuando me enteré de que había fallecido, de inmediato regresé a la ciudad. Tenía que pagar mis deudas, era una cuestión moral, ¿me entiende? Yo solo recibí cosas buenas de parte de su marido, de verdad que lamento mucho su deceso’’.
La mujer no puede proferir palabra de la emoción. Las lágrimas fluyen solas. Los niños contemplan maravillados la cantidad de platillos deliciosos de las bandejas. El hombre contempla feliz la escena. ‘’Cuando me dijeron que no la estaban pasando bien, se me ocurrió traerles algo de comer y leña. El frío va a arreciar y no está bien que los niños lo sufran. Señora Isabel, hágame saber si necesita algo de mi parte. No siempre estoy en la ciudad, pero le dejo mi dirección, en caso de que me necesite. No dude ni un momento que estoy a sus órdenes’’.
Ella le extiende la mano y él la toma entre las suyas y con un ademán de otra época, la besa. ‘’Buenas noches y muy feliz Navidad’’, dice, al tiempo que se coloca el sombrero y sale, en compañía de los sirvientes.
La madre esconde el rostro entre las manos y llora. Los niños la rodean y la abrazan tiernamente. Desde ese momento sabe que será una sobreviviente, que a pesar de todo, la vida no será tan cruel con ella ni con sus niños. Se limpia las lágrimas y le pide ayuda a sus hijas mayores para poner la mesa y poder cenar en familia, en esa Navidad.

17 noviembre 2019

La pensión




Yo quería dormir. Llevaba cerca de 24 horas despierta. El viaje fue largo y casi nunca puedo dormir en los aviones. En realidad, no puedo dormir bien en ningún lado desconocido o nuevo para mí. Por eso, no suelo viajar mucho, ni ausentarme de casa por largos períodos, porque no puedo dormir después. Me vuelvo insomne, de alguna forma.
Sin embargo, tuve que viajar. Tenía que estar tres horas antes en el aeropuerto. Desde las 3:00 AM estuve despierta ese día. Las 10 horas de vuelo, las pasé en vela. No importa si me toca viajar de día o de noche. El drama es el mismo: no duermo. Cierro los ojos, solamente, pero el sueño nunca llega.
El doctor me recomendó que tomara alguna pastilla para dormir, cuando me tocara viajar. Nada fuerte, solo para relajar. Le dije que no me gusta contaminar mi cuerpo con sustancias químicas. Mi novio, medio hippie e impráctico como es, me dijo que probara con fumarme un porro antes. ‘’¡Claro, para que me deporten o ni siquiera me dejen subir al avión, tarado!’’ le dije.
Entonces, mi martirio comenzó. 10 horas sentada, con paradas ocasionales para el baño. Esporádicas, eso sí. No hay cosa más aterradoramente sucia y llena de gérmenes silentes que el baño de un avión. Evito beber líquidos para no tener que usarlo. Tampoco me gusta pasearme como alma en pena por los pasillos. Aguanto. Como aguanto el insomnio.
Por lo menos esta vez no tenía que hacer combinación. Mi viaje era hasta destino, sin tener que cambiar de avión en avión. Esta vez por fin la agencia no hizo el famoso ‘’recorte de gastos’’ y al menos me mandó en vuelo directo. Algo es algo.
Cuando llegué a destino, la cola de migraciones me pareció eterna. Cada funcionario debió haberse tardado un año con cada pasajero. Cuando llegó mi turno, el oficial me preguntó mil cosas estúpidas. Estaba claro que iba por trabajo y con todos mis papeles en regla, no sé por qué me demoró tanto. Creo que instintivamente tienen un gen para odiar a los extranjeros. Debe ser eso.
A esa altura, ya mis ojeras eran violeta y formaban círculos pesados debajo de mis ojos. Mi estado era lamentable. Me empezaban a taladrar las sienes. De a poco, primero. Conozco bien ese dolor. Después se vuelve un pájaro carpintero dentro de mi cabeza.
Cuando el suplicio de migraciones terminó y por fin pude irme en taxi al hotel, sentía que me había arrollado un tren; si es que alguien ha sobrevivido a tal asunto, era justamente esa catástrofe lo que sentía. Necesitaba dormir. Y era urgente hacerlo, aunque supiera que me iba a costar hacerlo, tenía que apoyar mi cabeza en una almohada y mi cuerpo en una cama con sábanas limpias.
Cuando el taxi se detuvo en la entrada, me di cuenta de que me habían reservado un cuarto en una pensión. ‘’¿Está seguro de que es esta la dirección?’’, le pregunté al taxista para cerciorarme. ‘’En efecto, señorita’’ me dijo. Bajó mi maleta, la dejó en la entrada, me cobró y se fue. Era la 1:00 de la tarde.
Yo me quedé unos minutos parada en la puerta observando. Qué lugar cutre, por Dios. Entonces la agencia no había escatimado en el pasaje, pero sí en el alojamiento. ¡Malditos! Respiré hondo y abrí la puerta. La chica de lo que se supone era la recepción me miró de arriba abajo, no sé si con lástima o con asombro. Sin mediar palabra, le extendí mi pasaporte. Ella lo revisó y volvió a mirarme como hacía minutos.
Sé que no me parecía en nada a la de la foto, dada mi falta de descanso, pero la chica no preguntó nada. Solo me dijo que mi habitación estaría lista a las 3:00 de la tarde, aproximadamente. Faltaba mucho tiempo y las pocas fuerzas que tenía me estaban abandonando.
Dejé la maleta en la recepción y salí. Esperar no es lo que mejor se me da en la vida. Además, sentía ya la parte derecha de la cara paralizada del dolor de cabeza. Encontré un bar de medio pelo en la esquina y ahí me instalé a esperar, café de por medio. Varios cafés de por medio, debo decir. No quise comer porque cuando me ataca la migraña, me dan ganas de vomitar.
Ahí estuve todo el rato hasta las 2:55, cuando volví a la pensión. Me dieron una habitación estrechísima, enfrente del baño comunitario. Lo más terrible que me podía pasar era eso: tener que compartir el baño. No había casi ventilación, pero al menos sí aire acondicionado. Era oscura y algo lúgubre.
A estas alturas de esta travesía, poco me importaba si había luz o no. Necesitaba toda la oscuridad posible para descansar mi cabeza, hasta que la migraña me abandonara. Quería darme un baño, pero lo haría después. Me quité la ropa, que olía todavía a esa mezcla de olores de ‘’avión repleto de extraños’’ y me tiré boca arriba en la cama.
Cada inhalación me hacía doler más la cabeza. Me quedé lo más quieta posible. Si lograba mantenerme así, podía no caer en la peor parte del umbral de dolor que me llevaba a vomitar, a que me zumbaran los oídos, a que empezaran a dar vueltas a mi alrededor esas luces raras, como de discoteca triste, de barrio pobre.
En algún punto, todo se calmaría. Yo no podría dormir, sino por minutos, pero al menos todo lo que pasaba dentro de mi cabeza, empezaría a quedarse quieto, como cuando el mar se ve agitado por una tormenta.
Me quedé inmóvil. Al cabo de unas horas, oí el primer ‘’toc toc’’ enérgico. ‘’¡Abra la puerta! ¡Es la policía!’’. Abrí los ojos y me dolió hasta la médula ese movimiento. ‘’¿Quién?’’ preguntó la voz del hombre dos cuartos después del que yo ocupaba.
Empezaron a latirme de nuevo las sienes. ‘’Lo que me faltaba. Líos ajenos’’ pensé. Sentí una especie de turbulencia en toda mi humanidad cuando el supuesto policía empezó a tocar de nuevo y a exigir que se le abriera la puerta.
La voz de adentro del cuarto ajeno sonaba hueca (¿o sería que yo no podía oír del todo bien?). ‘’¿Pero qué quiere, hombre?’’. ‘’¡Tengo que llevarlo detenido!’’. Así de la nada, un policía salido de no sé dónde, quería entrar y llevarse al hombre que hablaba desde el fondo, como si la habitación fuera muy grande y él estuviera en un extremo muy lejano.
‘’No estoy vestido. Estoy desnudo’’ dijo la voz. Oí al policía resoplar. ‘’¡Vístase!’’. La voz llorosa de una mujer hizo su aparición. Preguntaba qué pasaba, qué era todo aquello. El policía redobló los toques en la puerta, cada vez más fuertes.
Cada ‘’toc toc’’ creaba oleadas inmediatas de arcadas en mi cuerpo. Quería levantarme e ir al baño a vomitar, pero no iba a hacerlo. ¿Y si empezaban a los tiros al lado y caía yo muerta, como la tonta que siempre he sido? Traté de calmarme, aunque en estas circunstancias de dolor, lo único que quería era escapar de mi propia cabeza.
La función de golpes en la puerta y llanto, preguntas sin respuestas y órdenes, se extendió por varios minutos. Después vino el silencio. La mujer sollozaba. Yo casi no entendía qué decía, pero la voz del hombre sonaba clara y decidida: ‘’Voy a la comisaría y vuelvo. No le abras la puerta a nadie. Todo va a estar bien’’. El policía arremetió con un ‘’¡Salga ya!’’ enérgico y volvió a enfurecerse contra la puerta. ‘’¡Espere, hombre, que estoy desnudo!’’ respondió, ya con algo de violencia, el acusado.
Pasaron más minutos inhumanos hasta que oí que se abrió la puerta del cuarto y se hizo más patente el llanto de la mujer, las incesantes órdenes del policía y los remilgos del hombre, declarando su inocencia.
Volví a cerrar los ojos y los martillazos en mi cabeza eran caballos desbocados. A duras penas me senté en la cama, me acosté en el piso frío. Aún se oía como los hombres bajaban pesados y ruidosos por las escaleras.
No sé cuánto tiempo pasó y si me dormí o si caí en una especie de letargo sin sueños. No sé qué pasó conmigo, pero a la mañana siguiente, aún con la resaca de la migraña, me levanté como pude y me alisté. Intenté maquillarme, para no parecer tan atormentada y cadavérica.
Bajé a la recepción. Estaba la misma chica que me recibió. ‘’Quiero poner una queja’’ le dije, sin siquiera mostrarme algo educada. Ella parpadeó rápidamente y con un ademán soso me dio a entender que continuara.
‘’Ayer, no sé a qué hora, los gritos de la policía, el inquilino de uno de los cuartos y los llantos de una mujer, no me dejaron descansar. Como comprenderás, tengo que ir a trabajar en un estado alterado, sin haber dormido, ni mucho menos’’.
La mujer se levantó y con cara de extrañeza me dijo que en mi piso no había nadie más que yo. Y ese ‘’nadie más que tú’’ lo dijo recalcando cada palabra, como para que no quedaran dudas. ‘’No puede ser’’ le dije, con voz firme.
Sentí como me empezaban a temblar las venas de mi cabeza. Respiré hondo. ‘’Te estoy diciendo que ayer hubo un escándalo mayúsculo en mi piso. Quiero el libro de quejas. ¡Ya!’’. Yo misma me sorprendí de mi vehemencia, que no surtió ningún efecto. La chica se encogió de hombros, se agachó para sacar de debajo del mostrador un cuadernito mustio que decía ‘’Libro de quejas’’ escrito con una caligrafía infantil.
Me senté en lo que era la cocina y empecé a escribir una especie de testamento. Sé que no fue mi mejor escrito, pero tampoco tenía que serlo. Solo quería dejar constancia de lo que había pasado.
Cuando terminé, se lo devolví a la recepcionista sin decirle nada más y salí. Fue difícil enfrentar el día laboral con la cabeza tan pesada como la sentía. Aún resonaban en mis oídos los golpes en la puerta, la voz gruesa del policía, el llanto lastimero de la mujer. Concentrarme en lo que tenía que hacer durante el día fue duro. Cuando llegué de nuevo a la pensión, respiré aliviada.
La misma chica (¿no tenía descanso, acaso?) me dio la llave sin siquiera verme. Subí a mi piso, pero antes de entrar en mi habitación, me detuve. Pasé por cada puerta y me apoyé con delicadeza para espiar. Quería saber si había otros huéspedes.
El silencio que reinaba se podía sentir. Tal vez era la hora. Todos disfrutaban de la ciudad mientras yo solo podía quedarme postrada en mi cama, tratando de sentirme normal de nuevo. Me tiré boca arriba, cerré los ojos y ensayé respirar hondo, para calmar los martillazos en mis sienes.
Al cabo de unas horas, oí de nuevo el primer ‘’toc toc’’ enérgico. ‘’¡Abra la puerta! ¡Es la policía!’’. Abrí los ojos. Esto no podía estar pasando. ‘’¿Quién?’’ preguntó la voz del hombre dos cuartos después del que yo ocupaba.
Me incorporé y me quedé pegada a mi puerta. ‘’¿Pero qué quiere hombre?’’ preguntó la voz de adentro del cuarto ajeno que sonaba hueca. ‘’¡Tengo que llevarlo detenido!’’ respondió el oficial.‘’No estoy vestido. Estoy desnudo’’ dijo la voz. Oí al policía resoplar: ‘’¡Vístase!’’. De nuevo la voz llorosa de la misma mujer.
Estallé. Abrí la puerta de mi habitación como si yo misma fuera un huracán. El policía me miró con cara furibunda. ‘’¡Vuelva a su habitación! ¡Esto no le compete!’’. Tengo que reconocer que me desarmó con aquellas órdenes y sin responder, me devolví a mi cuarto y cerré la puerta con llave.
En ese punto, temblaba de la ira y del dolor. Empecé a tener arcadas, pero el baño estaba enfrente de mi cuarto y salir no podía. Vomité en el piso. Las arcadas no cesaron hasta mucho después, cuando pude incorporarme y beber un poco de agua.
Me tiré de nuevo en la cama. Afuera de mi habitación, se desarrolló la misma función de la noche anterior. ¿Cuántas veces se tendrían que llevar detenido a ese tipo? Al día siguiente estaba segura de que yo misma les incendiaría la pensión, a pesar de mis taladrantes dolores.
No logré dormir. Cuando clareó el día, bajé a duras penas para enfrentarme con la recepcionista. No había nadie. Grité. No me importaba si tenía que despertarla. Pero la chica no apareció. La busqué por la pensión. En algún lugar debería tener su cuarto. O al menos alguien tendría que responder a todo lo que pasó desde que llegué.
Empecé a impacientarme y a gritar cada vez más alto. No era posible dejar las cosas así. ¡Alguien tenía que atenderme! Mi cabeza iba de mal en peor. Todo me daba vueltas. Me estaba costando respirar del dolor tan lacerante. En algún punto, consumida también por la ira, caí al piso y me desmayé.
Cuando desperté, no sabía qué hora era, ni cómo había llegado a mi habitación. Una tenue luz se colaba por la mínima ventana. No podía levantarme y tenía la sensación de que si lo hacía, me desplomaría. Tenía miedo. Miedo de levantarme, miedo de que se agudizara el dolor, miedo de ese lugar en el que estaba.
Cerré los ojos y respiré hondo. Pasados unos minutos, sentí la fría palma de una mano posarse sobre mi frente. Grité del miedo. ‘’Mi amor, soy yo’’. Era la voz de mi novio. Sentí su mano deslizarse hasta mi mejilla. Mi respiración era agitada. ‘’Descansa’’ dijo y besó con delicadeza mis labios resecos. ‘’Qué bueno que ya estás en casa’’ y cerró la puerta de la habitación tras de sí.

02 septiembre 2019

El tratamiento




Abre con sigilo la puerta de la habitación que comparten. Lo observa dormir. El sueño agitado del enfermo por la fiebre, el malestar haciendo estragos.
Se va acercando y se agacha hasta quedar a la altura del rostro. Le coloca la mano en la frente: está ardiendo. Lo acaricia con ternura. Dice su nombre en voz baja, para traerlo de vuelta al mundo que habitaban juntos, antes de que todo esto comenzara.
El hombre reacciona lentamente y se tumba de espaldas en la cama, con la vista perdida en el techo de la habitación. Ella lo ayuda a sacarse la camisa. ‘’Trata de respirar profundo’’ le dice. Él lo intenta, pero cada inspiración es como mil agujas que se clavan con fiereza en sus pulmones.
Las lágrimas corren por sus mejillas, llenas de impotencia y rabia, a la vez. Trata de incorporase, aún sin ayuda, pero está tan débil y cansado que no puede y tiene que sostenerse a duras penas, antes de desplomarse por completo en los brazos de la mujer.
Ella lo oye gemir y lo atrae más hacia sí, de manera que él sienta como sus brazos rodean no solo su torso, sino todo su cuerpo. Después de unos minutos, comienza la rutina que ha dominado sus últimos días.
Él se coloca boca abajo. Puede respirar un poco mejor de esa forma porque siente que los pulmones se liberan momentáneamente de su sufrimiento y el poco aire que inhala, entra suave, como una corriente que lo adormece.
Mientras, ella va preparando el tratamiento. Se coloca los guantes. Toma con cuidado cada ventosa de cristal y con un hisopo, les impregna la boca con el preparado y las coloca con cuidado en la espalda del hombre, una por una, en cada moretón que indica dónde va cada ventosa.
El hombre se deja llevar. Está demasiado débil como para oponerse al dolor. Además, no quiere llevarle la contraria. Ella ha sido un apoyo solícito y constante. Se ha hecho cargo de todo desde que esto comenzó. No puede reclamarle nada, así que acepta conforme someterse a ese tratamiento que lo único que ha hecho es debilitarlo más, pero ella tiene esperanzas en que todo funcionará.
A pesar de estar enfermo, ¿quién es él para decirle que pare? Es ella quien ha estado en contacto con el médico, lo llevó al hospital, lo atiende. Nunca pensó que una mujer tan frívola, distante y despreocupada como ella, estuviera tan atenta a su curación. Ella, la mujer con la que comparte su vida desde hace unos años.
‘’Útil. Eres útil’’ musita. ‘’Shh, calla, querido. Concéntrate en el tratamiento’’, responde y va cambiando las ventosas e impregnándolas de más y más preparado cada vez. Al cabo de una hora, el hombre ha quedado vencido por la acción soporífera del sueño. Ella lo observa con lástima. ‘’Todo hubiera sido diferente si no me hubiera aburrido’’ piensa.
Retira con cuidado y esmero las ventosas, el frasco con el preparado, los algodones. En la tarde y en la noche repetirá el procedimiento. Siempre es mejor el exceso al defecto. Y así todo será más rápido.
Se dirige sin premuras al lavadero. Es un magnífico día de sol, con la temperatura justa. Sonríe y una brisa fresca la acompaña en esa sonrisa. Cierra los ojos por unos instantes. Pronto será libre, del todo; no porque antes no lo fuera, pero le aburrió estar siempre viviendo la misma vida.
Abre con cuidado las latas de veneno, no sin antes haberse colocado el tapabocas. Mezcla sin premura el contenido con algo de agua, hasta formar una pasta y las deja al aire libre, de manera que el olor se disipe lo más posible. Limpia cada ventosa para que puedan adherirse mejor y deja todo listo, hasta la próxima sesión del tratamiento.
Al principio se deshacía de toda evidencia, pero ya se ha vuelto un tanto negligente. Muy pocos saben de la rara enfermedad de su marido y mientras ella no levante la voz de alerta, nadie vendrá a visitarlos. Vivir en el campo tiene sus ventajas, indiscutiblemente.
De regreso en la habitación, se sienta con cuidado en la cama y observa al hombre, que está encorvado y encogido en el extremo opuesto. La piel luce marchita y cada vez más le cuesta respirar. En verdad lamenta todo esto, pero no tenía otra forma de deshacerse de él.
Ella nunca pudo pedirle el divorcio. No estaba bien visto. No es lo mismo ser la ‘’viuda de’’ que la ‘’ex señora de’’. En el pueblo todos hablarían, la mirarían mal. Además, no tendría derecho a la pequeña fortuna de su marido y ella no sabe hacer más que pasar el tiempo en cosas inocuas. ¿Cómo pudiera ganarse la vida? Y sobre todo ahí, donde no hay mucho que hacer.
Se acerca con cuidado y lo besa en la mejilla. Por momentos, el rictus de sufrimiento del hombre parece haberse desvanecido con aquel beso. Lo observa con ternura, al tiempo que dice: ‘’Lo siento, querido. No encontré otra forma’’. Lo arropa con cuidado y se queda viéndolo, sin prisas. Se levanta y abre con sigilo la puerta de la habitación que comparten. Lo observa dormir.

10 agosto 2019

Porcelana



Todos los días, al salir de la escuela, se desvía adrede para pasar por la tienda de muñecas. ‘’Traídas de Francia’’, reza el cartel. Sabe que su padre, austero como pocos, le negará cualquier juguete por considerarlo ‘’innecesario para su desarrollo intelectual’’. Tampoco su madre la apoyará en esto. ¿Para qué quiere una muñeca tan cara y delicada?, le preguntaría. ‘’Tus hermanitas van a destrozarla no más la vean’’, le diría. Y en eso tendría razón. Ser la tercera de aquella prole numerosa, le ha quitado protagonismo a su infancia que debió durar más de lo debido.
Apoya suavemente la frente en el cristal de la tienda y se queda observando a la muñeca: sus rizos de cabello natural (ella la quisiera rubia) y sus grandes ojos coronados por miles de pestañas que pueden abrirse y cerrarse (esto la hace diferente del resto de las muñecas cuyos ojos eternamente abiertos la asustan) la hacen realmente única.
¿Cómo reunir el dinero? Le parece terrible que teniéndolo, no lo tenga a su alcance. Frunce el ceño y bufa, ‘’cuando crezcas’’ es lo que le responde su padre siempre. Pero cuando crezca, ya no querrá jugar con muñecas.
Contrariada, enfila hacia el almacén. Entra por la puerta trasera y agarra el delantal que aún le queda bastante grande. Abre la puerta que separa el mostrador del patio interno de su propia casa. Su hermana mayor le lanza una mirada reprobatoria por su tardanza. Ella ni se inmuta. Era importante constatar que la muñeca – su muñeca – seguía estando en la vitrina, esperándola.
Sin mediar palabra con su hermana, se sienta en la caja registradora, no sin antes colocar la banqueta sobre algunos libros para quedar más alta. Su hermana la reprime, pero ella no le presta atención. Pocas veces lo hace, de hecho.
Asume su turno, como todas las tardes, con estoicismo. Es una lástima que ninguno de sus hermanos varones hubiera alcanzado la pubertad porque estarían ahora, en su lugar, y ella estaría jugando con sus hermanas, con sus conejos, con sus perros y con sus gatos. Pero no. Quiso el destino que sobrevivieran todas ellas y que a su padre se le ocurriera emplearlas en el almacén, en vez de contratar personal.
Cuando su padre descubrió cómo ella se entendía tan bien con los números, la asignó a la caja y después le enseñó a llevar el inventario, todo para ahorrarse sueldos. ‘’Prefiero que el negocio esté en manos familiares’’ le había explicado, o mentido, mejor.
Perder todas sus tardes infantiles por estar en el mostrador, cobrándole a los clientes, la fastidiaba en gran medida. Su padre dando vueltas por toda la tienda, enseñando la fina mercancía. La gente entrando y saliendo con sus compras. Aquel desfile frenético de desconocidos. Su pequeña vida diluyéndose en algo que no le competía.
Hasta esa tarde de lluvia. Estaba sola en el almacén, sin nadie que la atormentara, ni siquiera su padre que sabía que los días así, nadie portaba por ahí. La gran araña de cristal de roca pendía elegante y arrojaba de cuando en cuando lucecitas de colores sobre el piso y los espejos del salón.
Estaba tan extasiada contemplando el fenómeno que no notó a la viuda, cuando entró empapada, con su gran sombrero de fieltro negro deformado por el peso del agua. Al verla, se asustó y contuvo el aliento. La viuda se acercó al mostrador y se quitó el sombrero, que dejó a la vista su cráneo calvo y reseco. ‘’No te asustes’’ le dijo con voz hueca.
Su padre le había prohibido la entrada muchos años antes y les había ordenado a sus hijas que jamás la dejaran pasar y si eso ocurría, debían avisarle de inmediato. Ella recordó la orden paterna, pero no pudo moverse del mostrador, hipnotizaba como estaba al ver por primera vez a aquella mujer, que creía más una leyenda urbana que otra cosa.
‘’Tienes los mismos ojos fieros de tu padre’’ le dijo en voz baja. ‘’Debes tener entonces su mismo carácter’’ y sonrió a medias. Ella pudo observar que le faltaban algunos dientes anteriores y los que tenía, estaban renegridos. El asco se le notó de inmediato porque la viuda la miró con ira y abrió más la boca.
‘’Sí, eres igual de desdeñosa que tu padre’’. Le dio la espalda y empezó a caminar despacio por todo el salón, arrastrando la sucia bolsa que llevaba en la mano y que parecía pesada. Ella creyó en algún momento que iba a romper algunas de las porcelanas o a derribar las estanterías llenas de cristalería.
Se bajó de la banqueta y despacio, sin dejar de mirar a la mujer, fue caminando sigilosa hasta la puerta trasera, para dar aviso a su padre. Pero cuando estaba por abrirla, la viuda se percató de la maniobra y con una agilidad impropia de una mujer de edad avanzada como ella lo era, la tomó de la muñeca y la arrastró hasta el centro de la tienda.
La niña se retorcía del dolor y gritaba, pero el escándalo de la lluvia ahogaba sus gritos. ‘’Ahora va a saber tu papá lo que es el dolor’’. La tomó de la otra muñeca y le hundió las sucias uñas en ellas, hasta hacerla sangrar. ‘’Te acordarás de mí por el resto de tus días’’.
La bofetada que le propinó la hizo perder la noción de sí por momentos cuando su cabeza golpeó el piso y a partir de ese momento, todo fue una bruma confusa. La viuda la levantó como si de una almohada se tratase y se la llevó, tan rápido como pudo.
Cuando volvió en sí, abrió lentamente los ojos. Le dolía la cabeza y todala habitación le daba vueltas. Empezó a toser y a convulsionar. La última cosa que vio, antes de perder de nuevo el conocimiento fue los tímidos rayos del sol que se filtraban suavemente por la ventana de su propio cuarto.
Sigilosamente, su padre entró en la habitación. Se arrodilló junto a su cama y comenzó a rezar, al tiempo que sostenía la mano de su hija. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Se prometió a sí mismo no ser tan permisivo con las niñas, no dejarlas salir a jugar los días de lluvia, a cuidarlas más. Si él se hubiese mostrado firme, nada de esto habría pasado.
El tiempo transcurrió lento, como era su costumbre, cada vez que alguien en aquella casa caía enfermo. ¿Sería la vida tan cruel que les arrebataría a una de sus hijas, como ya había pasado con sus hijos? Era un pensamiento recurrente en la mente de los padres, pero tenían el tino de no confesárselo el uno al otro para no angustiarse ni atraer los malos augurios.
Sin embargo, a veces la vida da giros inesperados y aquella mañana, temprano, la niña despertó del todo. Aún desorientada, comenzó a observar su alrededor. La puerta estaba entreabierta. Temblando, se incorporó. ¿Y si la viuda abría la puerta y la golpeaba? Se fue acercando y la abrió, intentando hacer el menor ruido posible.
El chirrido de los goznes alertó a la madre, que fue corriendo hasta el cuarto. Lanzó un grito cuando la vio apoyaba en el marco, pálida, pero en pie y antes de que se desmayara, la levantó y resguardó entre sus brazos.
Los días siguientes fueron diáfanos y tranquilos. Su recuperación era lenta, pero cada vez ganaba más peso y vigor. Las ojeras habían desaparecido y su piel de niña volvía a tener la lozanía de porcelana perfecta, tan perfecta como la muñeca de la tienda, que ahora estaba sobre su cómoda, mirándola atentamente. No era rubia, como ella hubiera querido, sino que tenía el pelo negro, largo y brillante y los ojos oscuros, tan oscuros como los de la viuda.

26 junio 2019

Marigold




‘’Lo único que he hecho en todo este tiempo ha sido trabajar y envejecer’’. Piensa esto mientras se observa en el espejo y se recoge el cabello en un chignon. Intenta contar las nuevas arrugas que va descubriendo en su rostro, en su cuello. No le perturban, pero tampoco le gustan. Son un fiel recordatorio de que se está venciendo, como un producto cualquiera del supermercado, y que pronto tendrá que dejar de trabajar (oh, la indeseada jubilación) y dedicarse por completo a envejecer (oh, maldita vejez).
Se maquilla sin excesos, como siempre, y se viste acorde. No olvida colocarse la alianza en el anular, para evitar coqueteos innecesarios de caballeros insípidos. A su edad, no necesita lastres. Ya tuvo suficiente con Ramiro, durante todo el tiempo que duró su matrimonio.
‘’Ramiro fue mi única mala decisión’’. Piensa esto al salir de su casa y esperar en el pasillo a que el lento ascensor llegue para llevarla a la planta baja del edificio. Varios pensamientos van detonando en su cabeza, mientras desciende, piso por piso. ‘’Muchas veces las personas confunden el amor con el deseo’’, ‘’dejarse obnubilar por la belleza física causa estragos’’, ‘’¿de qué sirve un buen cuerpo si no viene acompañado de un buen cerebro?’’.
Cuando el ascensor abre sus puertas, resopla. ‘’Allá vamos otra vez’’ se dice a sí misma. Ya no camina con el porte ni la decisión de antes. Ahora es más lento todo. No es que se queje, pero le hubiera gustado conservar eso de sus años anteriores, la rapidez de reacción de su cuerpo.
Al llegar a la oficina, saluda como lo hace de lunes a viernes, a la chica de la recepción: Con un ademán de cabeza, sin pronunciar palabra. ‘’A estas nuevas generaciones les importa tres carajos quién saluda y quién no’’, se lo decía a Ramiro, las raras veces que hablaban, porque ¿para qué emplear tiempo tratando de conversar con aquel ser tan banal?.
Está tratando de evitar la charla sobre su pronta desvinculación por edad. Seguro querrán hacerle una fiesta y la sola idea la aterra. ‘’¡Qué cosa tétrica y de mal gusto!’’ piensa y cierra los ojos con fuerza para espantar el pensamiento. Una vez en su escritorio, se concentra, como desde hace 20 años, en trabajar. Todo su ser se entrega a las labores cotidianas. A veces hasta se olvida de comer. Hace horas extra sin cobrar. Workaholic le dicen, pero no es eso. Lo hace para entretenerse.
Se demora adrede en ciertas labores, no para hacerlas mejor, sino para estirar lo más que puede las horas. Lo empezó a hacer una vez que dejaron Estados Unidos y se instalaron en el inclemente calor tropical de su nuevo país de residencia. Su flamante marido confirmó ser lo que ella sospechaba: Un inútil aburrido, nada más. Digno de mirar, eso sí. Pero solo eso.
Encontrar trabajo no fue difícil. Una multinacional la acogería rápidamente, con o sin experiencia. ‘’God bless America’’ dijo, cuando firmó el contrato. No era fácil encontrar angloparlantes nativos que no sucumbieran a los excesos del placer y la voluptuosidad de aquel país caribeño.
Fue una empleada modelo, desde siempre. No porque fuera inteligente, sino porque era dedicada por necesidad. Ese trabajo rutinario e intrascendente, la salvó de pasar sus mejores horas en aquel matrimonio insulso. Por fortuna, Ramiro murió joven, y ella no tuvo que pasar por el tedioso papeleo de un divorcio, cosa que había estado analizando desde sus primeros meses de convivencia.
Se fue quedando hasta altas horas en la oficina, más por costumbre que por productividad. Llegaba puntual y se iba a casa, cuando ya la ciudad empezaba a languidecer para entregarse al descanso. Estaba de lunes a viernes en el mismo lugar, como si fuera un mueble, un cuadro o una planta. Un algo decorativo, tal vez, que nadie echaría de menos si faltase.
‘’Lo único que he hecho en todo este tiempo ha sido trabajar y envejecer’’. Piensa esto mientras alza la vista y se pierde por momentos observando a través de la ventana a la gente que huye de la fina lluvia que cae inocente sobre la ciudad. Se levanta y se acerca más al vidrio. Son cerca de las 4:00 de la tarde. Ya pasó la hora del almuerzo pero ni lo notó.
Se quita los anteojos y los limpia con delicadeza con un pañuelito. Al calzárselos de nuevo, observa detenidamente al hombre que está parado en la esquina y que la mira, con la misma mirada estúpida e insulsa con que la miró durante los años que compartieron juntos. Deja escapar un suspiro y se acerca más al cristal, hasta apoyar la frente, para cerciorarse de que está viendo bien.
Ramiro, su marido, le sonríe. Tiene la misma edad con la que falleció, hace tantos años. ‘’This can’t be!’’ dice para sí. A sus espaldas, escucha la voz de su jefe: ‘’Marigold…¿se siente bien?’’. Da un respingo, se da vuelta y responde cortés, que nada pasa, que está todo bien, como siempre. Espera unos segundos a que el hombre se aleje y vuelve a fijar la vista en la esquina, sorprendida. Ni rastros de Ramiro.
Vuelve a su escritorio e intenta concentrarse. La visión de su marido muerto la tiene estampada en las retinas, como si de un tatuaje se tratase. Ese día se va en horario a su casa, por primera vez. No deja de pensar el resto de la tarde en lo que vio. Era sin duda Ramiro, con la edad, apariencia y maneras exactas que tenía cuando (afortunadamente) falleció.
Después de ese episodio, los días volvieron a trascurrir sin inconvenientes, como siempre, y sin sobresaltos de visiones del más allá. ‘’Trabajar y trabajar. Esto siempre me ha salvado’’. Piensa esto mientras termina uno de los tantos informes inútiles que redacta para el departamento en el que está asignada. No volvió a pensar en Ramiro, ni como pensamiento buscado, ni como no buscado.
El tiempo avanzó inexorablemente, como siempre. ‘’Lo único que he hecho en todo este tiempo ha sido trabajar y envejecer’’, dice, sin emoción. ‘’50 años en este país. Y yo que pensé que me devolvería no más pudiera. Así es la vida, la costumbre’’.
Al llegar a la oficina, se dirige al baño, antes de instalarse en su escritorio. Se lava las manos, se arregla el cabello y el atuendo. Siente de repente un dolor lacerante en el pecho que no le da tiempo ni de gritar para pedir ayuda. Cae al piso, como una marioneta a la que le han cortado las cuerdas, sin ruidos innecesarios. ‘’Oh, Lord!’’ es su último y discreto pensamiento.
Pocos fueron a su funeral. No había registros de familia a la que avisar de su deceso. Pocos notaron su ausencia definitiva y eterna; sin embargo, ella siguió yendo a trabajar, como si nada hubiera pasado. En su escritorio y espacio de trabajo empezó a formarse una capa de polvo. La señora de la limpieza no quería perturbarla, al verla siempre tan concentrada.
Hasta que el caos se hizo muy evidente y le llamaron la atención los de mantenimiento: ‘’Tiene que limpiar TODOS los escritorios y el de la esquina tiene tiempo sin haber sido limpiado’’ le espetaron. La mujer abrió desmesuradamente los ojos y respondió: ‘’¿Pero cómo quiere que lo ordene y limpie, si la señora mayor nunca se quita de ahí, siempre está trabajando’’.
‘’Lo único que he hecho en todo este tiempo ha sido trabajar y envejecer. Y ahora también me dedico a alimentar la creencia de que existo en este plano terrenal, cuando ya pasé al otro, más sobrenatural, por llamarlo de alguna forma. Con tal de que Ramiro nunca descubra que he muerto, me viene bien cualquier cosa. Con él no quiero estar dando vueltas en los mismos universos. De estas cuatro paredes y de este escritorio no saldré nunca más. Por lo que dure la eternidad’’.

04 mayo 2019

La jubilación




El enano entra al recinto como todas las mañanas, cargado de carpetas, folios, libros de anotaciones pesados y aparatosos. ‘’Buenos días’’ dice con la misma voz áspera de todos los días, esa que se ha ido arrugando con el tiempo.
Deposita su fardo de documentos en el escritorio, con gran estruendo y torpeza. De cara a la ventana y con los brazos entrelazados en la espalda, él ni se inmuta por el ruido, de tan absorto que está en sus pensamientos.
‘’Señor’’ dice el enano y carraspea. De un tiempo a esta parte, el hombre está sin estar, ya no se concentra como antes, ha perdido el empuje y el ánimo. El enano sabe que solo piensa en su descanso, que será eterno, en su caso, pero en silencio le reprocha su falta de interés, su egoísmo. No todo puede girar en torno a él. Hay todo un universo que depende de él.
Espera unos segundos antes de volver a hacerse notar. ‘’Señor’’ repite, esta vez con un tono más alto, al tiempo que hace sonar los tacones de sus zapatos. Como si volviera en sí, el hombre da un respingo. ‘’¿Hace mucho que estás ahí’’ le pregunta, al tiempo que lo observa de arriba a abajo, como si fuera la primera vez que lo viera.
El enano no se acostumbra a esa mirada de extrañeza que desde hace un tiempo acompaña esa pregunta, que se repite día tras día. Esta vez no responde. Le clava sus ojitos negros con fiereza. El hombre parpadea y lentamente se va acercando al escritorio. Acomoda un poco la silla y se sienta.
Al ver todo el papeleo del que tiene que ocuparse, resopla. ‘’Quiero ya salir de esto’’ piensa. El mundo, desde que es mundo, se ha vuelto muy aburrido. Sus tareas se han hecho monótonas y rutinarias. Ni en sus fantasías más disparatadas, llegó a imaginar este presente tan carente de todo, a pesar de que el trabajo se ha ido incrementando con los años.
‘’¿Me necesita para algo más, Señor?’’ pregunta el enano. ‘’Siéntate un rato. Charlemos’’. Un tanto incómodo por la petición, el hombrecillo acomoda su pequeña humanidad en una silla. Espera impaciente a que el hombre hable. Nunca ha sido de tener buena conversación. Tampoco sus ideas han sido prolíficas. Es más de ejecutar que de pensar. No en balde está donde está, de asistente.
‘’Hubo un tiempo, maravilloso, diría yo, en el que trabajar aquí era un deleite. Pero desde que se automatizaron muchas cosas y hasta surgieron apps, ya nada ha vuelto a ser lo mismo. Además, convengamos que los que llegan ya vienen medio tontos. No es lo mismo un asesinato por celos que urdir un plan, trazar una estrategia para asesinar a alguien. Antes todo era mejor. Incluso el mal tenía otro matiz’’.
‘’Mi trabajo no ha cesado, Señor. Es más, tengo el doble de lo que tenía antes’’ dice el enano, sorprendido. ‘’No me refiero a eso’’ le espeta contrariado el hombre. ‘’Me refiero a la calidad de los casos. Ahora todos son iguales. Todos están cortados por la misma tijera. ¡Añoro las épocas de las intrigas que devenían en grandes catástrofes!’’ dice, al tiempo que se levanta de su silla, para imprimirle drama y fuerza a su opinión.
El enano parpadea. ‘’¿Puedo retirarme? Tengo aún mucho que hacer’’. El hombre le lanza una mirada displicente y agita su mano de largos dedos, para indicarle que se vaya, que desaparezca. Una vez que el enano ha abandonado el despacho, él camina por toda la habitación en silencio.
Quisiera dejarlo todo y ser lo que antes era: el mayor miedo que azotaba al mundo con tan solo pensarlo. Aunque claro está, la masificación solo trajo consecuencias ilógicas y su figura se vio sometida a la vulgarización. Durante la inquisición, esas cosas no pasaban. Él tenía mucha presencia. Sin siquiera aparecerse en vivo y en directo, ya infundía terror, pánico. ¡Fue una época dorada!
Los tiempos corren y nunca pudo seguirle el ritmo a esta modernidad tan falta de identidad. Por eso el tema de su retiro está tan presente en su actual vida.
Sin pensarlo mucho, decide ir a hablar con su contraparte. Se coloca la capa de raso y se ciñe el sombrero de copa, un atuendo innecesario y totalmente pasado de moda, pero así se siente un poco: fuera de todo. Desde sus profundidades asciende con el garbo que siempre lo ha caracterizado y que algunos artistas han sabido retratar muy bien.
Va subiendo por pasajes cavernosos, fríos, oscuros y húmedos. Le tomó bastante tiempo poner todo el escenario así de tétrico, pero quedó conforme con el resultado. Será una de las pocas cosas que extrañará, con certeza. Mientras avanza, piensa en qué reacción tendrá cuando comunique su decisión de retirarse. ‘’Lo que falta es que me lo prohíba’’ dice en voz alta, al tiempo que eleva los brazos hacia arriba, en tono de súplica.
Una vez en el pasadizo secreto que comparten para comunicar ambos reinos, respira hondo. Se acicala. Le gusta verse bien y que lo vean bien. Ser el amo del inframundo no es sinónimo de mala apariencia. ¡Al contrario!. Con delicadeza, toca la puerta tres veces, como convinieron desde el inicio de los tiempos.
Apoya la oreja contra la puerta, a espera de la confirmación de pasar. Del otro lado escucha como su contraparte levanta su pesada humanidad de la silla y como la túnica va haciendo ese ruidito delicado al rozarse contra el piso, se dirige hacia la puerta principal y la cierra con llave, no sin antes decirle a sus asistentes que no lo interrumpan por un largo tiempo. Oye sus pasos acercándose hacia la puerta secreta. Él se yergue y solemne, coloca una mano en el pecho, como se lo vio hacer a Napoleón tantas veces.
Al abrirse la puerta, su amigo de toda la vida exclama a medias: ‘’¡Querido! ¿A qué se debe…?’’ pero no termina la frase al verle el atuendo. El hombre lo ataja antes en la burla: ‘’¡No quiero oír un solo comentario al respecto!’’ lo amenaza infantilmente. Su contraparte ríe su mejor risa bonachona y feliz. ‘’El que te hizo el sombrero para los cachos fue realmente un genio’’, le dice y lo palmea.
Se sienta en una silla mullida, no sin antes quitarse la capa y el sombrero. ‘’Vengo a hablarte de algo importante y trataré de ser breve: Quiero jubilarme. Lo necesito’’. El otro hombre lo escucha atónito. Se lleva las manos regordetas al pecho y exclama: ‘’¡Me dejas helado!¡No me lo esperaba!’’ y se desploma sobre una silla cercana a la de su visitante.
‘’Lo he estado analizando desde hace rato. No es algo de buenas a primeras. Quiero irme, dejarlo todo. Ya nada es como antes. La maldad de la gente es básica, se dejan arrastrar por sus bajas pasiones. ¿Acaso tú no estás viviendo lo mismo, pero a la inversa?’’ pregunta, un tanto cándidamente.
El hombre de la túnica se acaricia la larga barba. ‘’Mi situación es distinta. Concuerdo en  que la gente que ha estado llegando es más tonta que nunca, pero mi caso es diferente. Yo tengo que luchar contra ti, por así decirlo. No lo tomes a mal, pero las cosas son como son. Redoblo esfuerzos para vencerte, a ti, a tu reino, a todo lo que significas y la verdad es que es cuesta arriba. Sin embargo, reconozco que tu partida me dejaría desolado. No hay luz sin sombra’’.
‘’Ah, qué poético te han puesto los años’’ dice el hombre, con un dejo de ironía. ‘’Yo solo quiero descansar, no prestarle más atención a tantas cosas inútiles. Que todo siga su camino, que tú hagas tu trabajo y que todo sea como tiene que ser’’. Cerró por instantes los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo.
‘’No estás entendiendo del todo. Si te vas, sembrarás más el caos. Si no hay compensación, no hay equilibro, todo quedará fuera de proporción. Te necesito para justamente eso: equilibrar fuerzas. ¿Qué tengo que hacer para que entiendas? ¡No te vayas!’’ suplica ya el hombre de la túnica, sin mucha esperanza de convencerlo.
Abre los ojos, endereza la cabeza y niega con la cabeza. ‘’Nada. Entiendo todo y si embargo, no puedo hacer nada. Déjame ir, ser uno más. Que el mundo del mal se las arregle como pueda sin mí. Y tú también, arréglatelas sin mí. Ya me encontrarás sustituto. Y si no lo haces, no pasa nada, querido. Ya verás que todo seguirá su curso, lo quieras tú o no’’. Se levanta del asiento, toma la capa y el sombrero. ‘’Debo retirarme. El camino es largo hacia mi averno’’ y se inclina, a modo de reverencia.
‘’Amigo mío…’’ dice el hombre de la túnica, un tanto desolado. ‘’Reflexiona, tómate unos días, ven a verme de nuevo. Te estaré esperando’’ lo atrae hacia sí y le da un abrazo, el más sincero de toda su existencia.
El hombre se despide y empieza a descender lentamente por el pasadizo secreto. ‘’Vendrán tiempos mejores para ti, peores para mí, pero serán los tiempos de cada uno’’ dice a la nada, mientras suspira. ‘’Será lindo comenzar una nueva vida, plena, tranquila, sin tantos tontos a los que acomodar en el infierno. Tal vez pueda incluso volver a estar a tu lado, volver a habitar el reino de los cielos’’.

13 marzo 2019

La pareja ideal




Le gusta contemplar, por sobre todos los recuerdos de todos los años que llevan juntos, el álbum de su boda. Ambos lucen radiantes y felices, prestes a iniciar una vida en común que nunca los separase. O al menos era lo que ella creía en ese momento.
Después todo fue cambiando, como todas las cosas en la vida que van evolucionando y adquiriendo un cariz diferente al planeado. Ha tomado por costumbre llegar de la fábrica, descalzarse, hacerse un té y sentarse junto a la ventana a leer las cartas que ambos se enviaron durante su noviazgo.
Sin embargo, es en las fotos de su boda donde más encuentra regocijo. Ella, que nunca fue linda, disfruta viéndose tan plena, porque no era solo la felicidad, sino era la plenitud de saberse protegida, amada, venerada. Y él luce impecable, sobrio, formal y dulce. Sobre todo eso, dulce. Con el tiempo, pensó que esa característica se disiparía, porque la vida da tantas vueltas y golpea a veces tan inesperadamente, que siempre pensó que él perdería ese rasgo tan propio de los espíritus leves.
Con el dedo, recorre la silueta de él y después la de ella misma, en su foto preferida. Ambos en la entrada del templo, después de casarse como Dios manda, sonrientes y dichosos. Le encanta verse así. Le encanta verlo así. Cierra la tapa de terciopelo del álbum y vuelve a colocarlo en su sitio.
Bebe un poco de té, al tiempo que piensa en su marido, en ella con él, en todos esos años. Que nadie diga que no lo quiere. Lo hace, sí, pero cada vez menos. Él nunca será capaz de seguirle el paso. Es igual que cuando intentaban bailar los ritmos de moda: él se movía como un muñeco desarticulado, totalmente desacompasado. Ella siempre fue grácil y ligera y todo su cuerpo vibra y entiende la música sin mucho esfuerzo.
Era una lástima que él siempre se quedara viéndola en la pista de baile, pero le agradecía que no lo obligara a bailar con ella para no hacer tan el ridículo. Así ha sido, infelizmente, con muchas cosas en su vida juntos. Él siempre aguarda, se queda quieto observándola, hasta que ella se cansa de insistir y terminan por no hacer nada.
Con el tiempo, se ha ido aburriendo. O tal vez esa no sea la palabra. Tal vez solo se ha acobardado y ahora respira cómoda en esa relación apacible, que es justo lo que él siempre quiso, pero que ella no. Hay algo en ella que se agita siempre más allá de los latidos de su corazón.
Por fortuna siempre estuvo el club.
Respira hondo. Él debe estar por llegar. Termina el té y se dispone a cambiarse y preparar la cena. Nada elaborado en extremo. Él es incluso fácil en ese aspecto. Todo le viene bien. Todo le parece bueno, incluso cuando no lo es, tiene esa capacidad pasmosa de ver más allá y quedarse siempre tranquilo, confiando en el proceso de su propia vida.
‘’Un marido predecible’’ piensa. No fue nunca lo que tuvo en mente para sí misma, pero ¿acaso sabía a ciencia cierta que era lo que quería? No. Solo quería la emoción de tener esta misma vida siempre diferente a su lado, como una única oportunidad de vivirla de modo distinta cada vez que lo quisieran, pero aquí estaba ella, parada en el medio de su cocina, pensando en hacer una pasta rápida, que no requiriera mucho esfuerzo. Como su propio matrimonio.
Cuando él llega de trabajar, la mira siempre como en esas fotos de su boda: con complacencia, con plenitud, con alegría. Como si su hogar fuera ese templo, ese día que se repite ad infinitum y él estuviera indefectiblemente condenado, de alguna forma buena, a adorarla y a agradecerle a la vida por su presencia.
Esa mirada a ella le pesa un poco. Cuando lo besa, lo hace cada vez con menos fervor. O le da esos besos rápidos y fugaces, típicos de quien quiere salir del paso. Y ha sido más así desde que él enfermó. Su dolencia lo hizo aún más tranquilo. Sus dolores lo hicieron aún más dulce y apacible. La enfermedad de él, a ella la aburrió.
 Por fortuna siempre estuvo el club.
Después de cenar, harán lo de siempre. Él se sentará a oír la radio o a ver en la tele cualquier programa insípido. Ella se pondrá a coser lo que no puede coser en la fábrica: sus vestidos de baile. Las raras veces que él le preguntó qué hacía, ella le dijo que eran encargos de clientas. Sonrió satisfecho. La primera vez que le mintió tan descaradamente, se ruborizó y bajó la vista. Él la había rodeado con sus brazos cálidos y blandos y ella se había soltado casi de inmediato con un ‘’necesitamos el dinero para tu tratamiento. Debo ponerme a coser’’ y había sonreído forzadamente, ante la cándida mirada de él.
Así pasaban sus noches. Cuando era la hora de irse a dormir, ella lo acompañaba en aquel ritual. De hecho, calculaba la cantidad de ronquidos que indicaba la pesadez de su sueño. Se inclinaba sobre él y lo observaba por segundos para ver cómo su pecho subía y bajaba cada vez que el aire hacía su labor y entraba en aquel cuerpo que ya a ella no le daba placer, sino lástima.
Era entonces cuando muy lentamente, se iba acercando a la orilla de su lado de la cama. Y como si de una pluma se tratase, etérea, vulnerable y diáfana, abandonaba aquel lecho y salía de la habitación. En su cuarto de costura, tenía preparado su ajuar de la noche, escondido entre las telas, retazos y vestidos poco llamativos. Se arreglaba lo más rápido que podía y dejaba su casa, en puntillas, con los zapatos de baile en la mano, sin hacer ningún tipo de ruido.
Ya en la calle, se calzaba y colocaba un toque de perfume dulzón y se cercioraba de que el maquillaje estuviese lo más prolijo posible, de manera de que aguantara todo el agite que la noche le ofrecía. Caminaba de prisa las exactas 11 cuadras que separaban su casa del club, aquel antro de fiesta eterna y personajes felices y sórdidos que vivían la vida que ella quería vivir.
Dejaba el abrigo y la cartera en el guardarropa y empezaba a mezclarse con la gente. A veces iba a la barra y se sentía osada dejándose cortejar por tipos inservibles que le ofrecían martinis, a cambio de algunos besos y apretujones. O siempre estaban los más vulgares, sus preferidos, que sin remilgos le decían que se fueran al hotel de la esquina, que cuánto cobraba por sus favores. Ella reía, se hacía la desentendida y se iba al centro de la pista a bailar sola. Porque podía con todo, menos con eso. Su marido no merecía esa tamaña descortesía de su parte.
Bailaba sola o acompañada. No importaba. La música se apoderaba de ella y se dejaba llevar. Se sabía todos los pasos, las canciones de moda. Las luces de colores del recinto la bañaban, mientras ella daba vueltas como si fuera una versión sin la fama y fortuna de una Isadora Duncan, Carmen Miranda o Josephine Baker. ¡Qué maravilla era ser anónima! ¡Podía ser quien ella quisiera!
Y en esa pista de baile era todas las mujeres y a la vez ninguna. Y eso la llenaba de energía de los pies a la cabeza. Podía jugar a ser seductora, malcriada, displicente, complaciente, furtiva y altiva. Podía ser lo que quisiera. Le encantaba dejarse llevar por el ritmo de brazos fuertes y desconocidos que la hacían sentir deseada y codiciada.
Le gustaba apretar sus labios contra otros y permitirse besos clandestinos, manos explorando su cuerpo, las de ella explorando ajenos. Pero hasta ahí. Abandonaba aquellos juegos cuando las cosas empezaban a salirse de control. ‘’No puedo seguir’’ musitaba, presa del deseo, pero presa también de lo que le inculcaron desde niña: ‘’No cometerás adulterio’’. Y así hacía siempre. De alguna manera se mantenía casta, para regresar después de unas horas, a los dulces y blandos brazos de su marido.
Escapaba cómo y cuándo quería, no sin antes dar las últimas vueltas en la pista, como la mejor bailarina del mundo. Recorría las 11 cuadras tan rápidamente como podía, siempre por distintos caminos, no fuera a ser que algún caballero quisiera seguirla y ella pudiera ceder ante los impulsos de su primitiva naturaleza.
Así que antes de entrar de nuevo en su casa, se quitaba los zapatos y sigilosa se dirigía al cuarto de costura, donde se desmaquillaba, se ponía de nuevo su camisón y volvía a ser la esposa perfecta que trabajaba de lunes a viernes en la fábrica, casada desde hacía tanto con el mismo tipo suave de siempre.
Sin hacer el menor ruido, se metía en la cama, no sin antes percibir la respiración acompasada de su marido, que dormía profundamente y sin culpa, como todas las noches. Entonces ella cerraba los ojos para tratar de calmar el frenesí de la noche, que buscaba repetir cada tanto, con cada vestido que terminaba.
En su mente se sucedían los eventos de esa noche en el club, y plácidamente se iba dejando vencer por el cansancio y por el sueño. Abrazaba la almohada y dormía las pocas horas que la separaban del amanecer y de la rutina de sus días.
En su lado de la cama, él la oyó respirar hondo y supo cuando ya se había dormido. Abrió los ojos y constató la hora: 4:10 am. Hoy volvió más tarde. Quedamente musitó para sí: ‘’Por fortuna tiene el club’’ y cerró los ojos, para intentar dormir lo poco que dormía, desde que empezó su enfermedad.


11 febrero 2019

Carnaval (versión audio)


''Carnaval'' en su versión audio se disfruta aquí.

10 enero 2019

Soledad y compañía



La madre se arrodilla para llegar a la altura del niño. Le abotona el saco, aunque le falten un par de botones, pero lo hace con esmero de manera que el niño luzca lo más prolijo posible. Le peina con cuidado el cabello, lo llena de colonia barata, el único lujo que pueden tener. Antes de levantarse, lo besa rápidamente en la frente y lo mira complacida: su hijo es muy lindo. Tiene la belleza tierna de los que nunca serán agraciados cuando crezcan. Aún así, ella sonríe.
Le entrega la minúscula maleta con sus pocas pertenencias. Ella cargará el resto de las pocas cosas que entre los dos tienen. El niño ha pasado los días emocionado con la idea de la mudanza, no así la madre, que sabe por qué lo hacen.
‘’Debemos irnos, hijo’’ le dice y casi lo saca a rastras de la casa. Él quería despedirse de cada rincón, pero la prisa de la madre no se lo permite. ‘’Tenemos que irnos ya’’ insiste la madre. ‘’Pero ¿y papá? ¿Sabe adónde vamos?’’ pregunta el niño. Ella no contesta y en lo sucesivo, no contestará nunca a esa pregunta que, en lo que les resta de futuro, se quedará en el limbo de todo aquello que no recibe respuesta.
Caminan varias cuadras hasta llegar al autobús. Aunque es temprano, ya hay gente con cajas, bolsos, animales de campo, muebles. Transportan todo lo que pueden transportar. Viajan todos apiñados, como se pueda. ‘’No sueltes la maleta’’ le recuerda la madre al hijo, quien se aferra de la manijita y a cada tanto la mira, para cerciorarse de que sigue con él.
El viaje es largo. Hay mucho ruido. Los demás pasajeros hablan en voz alta, algunos a los gritos. Los animales se quejan. La mujer respira hondo y reza. Quiere llegar a su destino y tratar de empezar una nueva vida, o lo mejor que pueda hacer con lo que resta de la que tiene.
Después de todas las horas imposibles de camino, llegan a destino, cansados y hambrientos. El niño está a punto de llorar. Ya quiere llegar a casa.
Caminan todas las cuadras interminables hasta que por fin divisan el que será su nuevo hogar. Con el último impulso del día, se apresuran para llegar lo más rápido que puedan. Antes de tocar a la puerta, observan la edificación: es un caserón que conoció épocas mejores y que ahora luce descuidado, lúgubre y triste.
El niño mira a la madre y en su mirada ella comprende que en menos de un minuto, se echará a llorar. También quiere hacerlo, pero no puede, ni quiere, asustar al pequeño, así que lo abraza y le sonríe, antes de tocar la puerta.
El hombre que los recibe los mira de arriba abajo con desgano. ‘’Es el cuarto del fondo. Antes de llegar al patio’’. No los acompaña. Le da dos llaves a la mujer, la del cuarto y la de la casa y solo le indica que las visitas no están permitidas.
Al dirigirse al cuarto, la casa se va haciendo más lúgubre y triste, más oscura y deprimente. En las paredes reposan años de humedad mal curada y diferentes tonos de pintura descascarada.
‘’De tripas corazón’’ dice en voz baja la madre cuando abre la puerta del que será su nuevo aposento. El único bombillo que pende del techo da una luz lastimera y mortecina. Dos camas, un clóset, una mesita de noche destartalada y un arcón son el precario mobiliario. Hay polvo por doquier.
La mujer cierra los ojos, se persigna y respira hondo. El niño se queda petrificado en la pared y las lágrimas empiezan a rodar lentamente por sus mejillas. También la mujer llora, pero no quiere que él la vea, así que se acerca a la ventana y la abre de par en par. Los últimos rayos de sol del día iluminan la habitación suavemente, como un bálsamo. Con disimulo, la madre se seca las lágrimas y le dice al chico: ‘’Limpiemos un poco y ordenemos, hijito’’.
Entre ambos ordenan y limpian el cuarto como pueden, de manera que quede lo más habitable posible. Una vez terminada la faena, la mujer le pide al niño que se quede que ella irá a comprar algo de pan para ambos. ‘’No le abras la puerta a nadie’’ le ordena con dulzura. El niño asiente.
Al abandonar el cuarto, el niño abre su maleta y coloca la ropa y los pocos juguetes que tiene en el espacio que la madre destinó para él en el clóset. Al terminar, se sienta en el borde de la cama para quitarse los zapatos y acurrucarse. Está tan cansado que dormirá hasta que vuelva su madre.
La tarde va cayendo para dar paso a la noche que se filtra por la ventana del cuarto, lentamente, hasta dejar todo a oscuras. El chico respira suavemente. Sueña sus sueños de niño. De repente, siente como unos dedos largos y finos le acarician el cabello y como la mano a la que pertenecen se posa con delicadeza sobre su cabeza. ‘’¿Mamá?’’ pregunta, a sabiendas de que no son los dedos ni la mano de su madre.
Entreabre los ojos. En medio de la oscuridad logra distinguir la silueta de un hombre alto, muy alto, que lleva un sombrero. A pesar de no conocerlo, el niño no siente miedo. El hombre se inclina hasta alcanzar la altura del chico. ‘’Por fin tengo compañía’’ le dice y vuelve a pasarle la mano por la cabeza. ‘’Duerme. Yo te cuido hasta que vuelva tu mamá’’. El niño asiente y enseguida vuelve a conciliar el sueño.
Pasadas unas horas, la madre regresa y al abrir la puerta del cuarto, enciende la luz. El niño se despierta y se cubre la cara con el brazo. ‘’Mamá…’’ musita. ‘’Levántate hijo. Traje pan, queso y algo de verdura. Vamos a la cocina que preparo de comer’’ le ordena suavemente.
El niño se sienta en el borde de la cama para calzarse los zapatos. ‘’Mamá…Vino un señor de visita’’ le dice mientras lo hace. La madre abre desmesuradamente los ojos. ‘’¡Te dije que no le abrieras  la puerta a nadie!’’ exclama. ‘’¡Pero no le abrí la puerta! Solo vino y me dijo algunas cosas…no sé…’’ se defiende el niño asustado.
La madre se lleva las manos a la cabeza, preocupada. ‘’Mi amor, recuerda que no debes hablar con extraños y menos abrirle la puerta a nadie mientras yo no esté’’. ‘’Pero mamá, no le abrí. Yo estaba durmiendo’’. ‘’Sea como sea hijo, recuérdalo: no le abras a nadie, no hables con nadie, hasta que todo pase’’. El chico se queda viendo a la mujer sin entender ni una palabra.
Ambos salen de la habitación hacia la cocina. En la soledad del caserón se escucha la voz de la madre, repitiéndole las órdenes al niño. Desde el fondo del pasillo, el hombre del sombrero asiente, entrelaza las manos y susurra complacido para sí: ’’Por fin tengo compañía’’.