12 octubre 2020

El paseo al río

 




Sabe que esa noche no podrá dormir. El desarrollo vertiginoso de los acontecimientos ha dejado una marca trágica en sus sentimientos, así que se levanta sigilosa y sale del cuarto, no sin antes cerciorarse de que ninguna de sus compañeras la haya visto.

Se escabulle tan silenciosamente como puede hasta llegar a la cocina. Se asoma de puntillas por la ventanita de la puerta: Encima de la mesa del comedor, María Fernanda está boca arriba, pálida, con las manos sobre el pecho, como si estuviera durmiendo sin soñar.

Quiere entrar y verla de cerca, pero no lo hace por miedo. A los muertos se les debe respeto, en todo momento. O al menos eso es lo que su madre y las monjas siempre le han dicho. Sin embargo, tiene unas ganas casi irrefrenables de acercarse y llamar a María Fernanda por su nombre completo, para hacerla revivir.

Se sienta en el piso y respira hondo. Intenta rezar, no sabe si para calmarse o para interceder por el alma de una niña que no tuvo ni chances de pecar, como Dios manda. Siempre le dio algo de pena, desde que sus padres la dejaron llorosa en la puerta del internado, hasta este momento preciso en que yace, eternamente silenciosa, en la mesa de la cocina.

Recuerda cuando las monjas la recibieron. Las demás niñas se agolparon en las ventanas para verla llegar. Tenía un aire dulce y tímido y no estaba ahí como la mayoría de las demás niñas, por lo que no encajaría a la primera. O al menos eso fue lo que algunas notaron.

La noticia de por qué estaba entre todas ellas, se supo al tiempo, por una de las novicias, que adoraba las historias románticas y los amores imposibles de parejas sufridas y desdichadas. Los padres de María Fernanda la habían internado en ese colegio, lejos, muy lejos de la capital, para separarla de un chico, del que ella se había enamorado, ya que eran de clases sociales diferentes.

‘’Niñas, tenemos que darle nuestro apoyo’’, les había confiado en voz baja la novicia romántica. ‘’El primer amor nunca se olvida’’ dijo categórica y exacta. Pero a los 12 años, que era la edad promedio de las chicas, esa frase sonaba más a novelita barata que a un hecho cierto, porque ¿quién a los 12 años tiene la certeza absoluta de lo que es el amor de pareja?

Las demás niñas le hicieron un espacio a María Fernanda, sin preguntarle muchas cosas, para no socavar más su tristeza, ni hacer que se sintiera peor. Pronto se le pasaría ese enamoramiento y volvería a confiar en el proceso de la vida o al menos no vivirla sin tantas prohibiciones sin sentido.

La tarde del paseo planeado por el día feriado, el río ofrecía su caudal más crecido, intenso y profundo, casi desbocado. Sin embargo, había que cruzarlo para llegar a su otra orilla y disfrutar del paisaje. No era nada que no hubieran hecho antes, solo que esta vez, las aguas caudalosas se mostraban llenas del ímpetu de la naturaleza, voluble y volátil, como suele ser a veces.

Las monjas organizaron a las niñas por orden de tamaño, como en tantas otras oportunidades. De manos dadas, empezaron a atravesar el río, despacio, gritando de felicidad, riendo, dejándose empapar los uniformes, los hábitos, por el agua fría.

Las primeras iban llegando felices a destino, hasta que María Fernanda, sin querer, se soltó, agitada por ese río impetuoso que nunca había cruzado. Entonces los gritos se llenaron de espanto. La niña fue arrastrada por la corriente. Dio vueltas y vueltas hasta hundirse.

Presas del pánico, suspendieron el cruce y como pudieron, regresaron a la orilla. Las monjas corrían río abajo llamando a la niña. Quiso participar en la búsqueda, lo recuerda bien, pero una de las monjas decidió llevarla, junto con el resto del grupo al internado.

Algunas lloraban. Ella permanecía con el alma en vilo, esperando la noticia de la aparición con vida de su compañera. En oleadas, recordaba el suceso: María Fernanda dando vueltas, sin control, agitada por el río.

Después de interminables horas, los bomberos rescataron el cuerpo. Y llegaron los padres de la niña. Y oyeron los gritos de la madre por todo el internado. Y los llantos de las monjas. Los lamentos del padre. Y sintieron la culpa de esos padres estrellarse una y mil veces contra los muros del internado. Y tantas otras cosas terribles de ese día triste, del paseo al río.

Se levanta del piso. No sabe bien qué hora es. Quiere entrar y ver a María Fernanda de cerca, pero no lo hace, de nuevo, por miedo. Se pone de puntillas para atisbar por la ventana. Tal vez algo haya cambiado, pero no, no hay ninguna alteración en la escena: Encima de la mesa del comedor, María Fernanda sigue boca arriba, lívida, con las manos sobre el pecho.

Después de unos minutos, vuelve al cuarto y se esconde bajo las sábanas, a esperar que comience un nuevo día. Cierra los ojos y trata de descansar, pero el sueño termina por vencerla, al final.

Cuando despierta, respira hondo. Es feriado. No trabaja, se ocupará de su casa, de sus hijos, de cocinar, tal vez de limpiar. Se levanta y se recoge el pelo. El silencio reina en su casa, aunque no por mucho tiempo, porque cuando todos despierten, empezará el ajetreo de siempre.

Se dirige a la cocina y se dispone a preparar café. Mientras espera, mira por la ventana: Es un fantástico día de sol, el cielo sin nubes deja paso a ese azul intenso y limpio que tanto le gusta; sin embargo, es 12 de octubre y como todos los 12 de octubre, se acuerda de María Fernanda, encima de la mesa del comedor del que fue su internado, durmiendo sin soñar.

10 septiembre 2020

Todo el tiempo del mundo


Son tantos años ya juntos que él sabe cuándo se avecina un escándalo, por cualquier cosa, sea él el culpable o no. Así que esta vez, cuando supo que estaba por ocurrir otro episodio, se escurrió un poco en la silla y respiró hondo. Deseó una vez más, no tener que pasar por esto.

La mujer salió del cuarto hecha una fiera, lo que era común en ella, dado su carácter impetuoso e incontrolable. Desde el extremo opuesto de la mesa donde estaba el hombre agitó el periódico que sostenía con fuerza en la mano: ‘’¿Leíste esto? E-S-T-O’’ le espetó, como si él fuera capaz de saber con antelación las noticias del mundo que ya no habitaban.

Respondió con un tímido no, pero de nada hubiera servido responder con un sí. De todas formas, ella haría un lío, fuera algo importante o no, aunque a estas alturas, ¿qué era lo verdaderamente importante, si todo ya había perdido sentido?

’’No fue a esto a lo que nos comprometimos’’ dijo ella, con ese tono de voz exasperante. El hombre tomó el periódico arrugado y leyó lo más rápido que pudo la noticia, a grandes rasgos. Una noticia sensacionalista, amarillista, sin razón de ser, más que llenar de historias estúpidas las páginas de los tabloides.

‘’¿Importa ya acaso?’’’ le respondió, pero se arrepintió en el mismo momento en que terminó de hacer la pregunta. La mujer le clavó la mirada furibunda. Si hubiera podido asesinarlo en ese preciso momento, lo hubiera hecho. ‘’¿Cómo que si importa o no importa ya? ¿Eres imbécil, acaso? ¡Claro que lo eres! ¿Cómo no puede importarte esto, cómo? ¡Dímelo!’’ le gritó.

‘’Y…pasan cosas. No las podemos controlar’’ le dijo, en un tono de voz que buscaba calmarla, pero ella ya no lo escuchaba. Seguía gritando a más no poder. Lo típico. Él se sabía ese guion de memoria, pero siempre le seguía el juego, con la vana esperanza de que en algún momento, todo fuera diferente.

Después de un rato, que a él se le hizo más eterno que de costumbre, ella se calló. Él aprovechó para hablar. Se levantó de la mesa y se acercó, con cuidado y lentitud. ‘’Mi amor…ya nada de esto importa, ni tampoco nos compete. Una vez que dimos nuestro consentimiento, nos desligamos de los resultados’’. Se fue acercando más y más, hasta apoyar una mano en el hombro de la mujer y llevarla hasta su mejilla.

‘’No nos compete’’ repitió ella. ‘’Era mi cuerpo. Era el tuyo. Y tú dices que ‘’no nos compete’’. ¡Cínico!’’ y de un manotazo, le retiró la mano de la mejilla. Él parpadeó, sin saber qué más decir para hacerla entrar en razón. Se sintió parte de un episodio de una serie policial, en la que el funcionario le explicaba que mejor no hablara, porque todo podía ser usado en su contra.

Agachó la cabeza y dio por perdida esta nueva batalla, en la que ella sola peleaba, por cualquier motivo, para sentirse viva, de nuevo. Fue hasta el extremo de la mesa donde estaba el periódico arrugado y leyó de nuevo la nota: ‘’El escándalo de los cuerpos donados a la ciencia dejados a merced de las ratas’’.

‘’Un escándalo más, uno menos. Ni a nuestras familias les importa lo que haya pasado con nuestros cuerpos’’, pensó. Quiso decírselo, pero se contuvo. Se retiró de la habitación, a esperar tan solo a que ella se tranquilizara. A fin de cuentas, tenía todo el tiempo del mundo para esperar a que eso sucediera. Ya no tenía nada que esperar, salvo el descanso eterno. 


 

18 agosto 2020

La avería

 

De un tiempo a esta parte, va a la playa con frecuencia para desconectarse de todo y de todos, dejar que el sol dore su piel tan blanca y así parecer un poco menos marchita y sí más exuberante. Le gusta flotar por horas en el mar, enterrarse en la arena, como cuando era niña y le pedía a su hermano que lo hiciera, con el único fin de caer del otro lado del mundo.

Ese fin de semana no sería la excepción. Se dispuso a preparar un bolso con lo necesario, pero el grito de su madre la distrajo unos instantes: ‘’¡Virginia! ¿Tú vas a ir a la playa con el auto en esas condiciones?’’. ‘’Es cierto, el auto y su falla’’, pensó. Antes de responder con un ‘’sí, mamá, tranquila, no es grave’’, recordó que la semana pasada, tuvo inconvenientes a la vuelta y casi se queda varada.

En 45 minutos llegaría, la playa estaría casi libre y ella tendría un buen lugar para escoger y quedarse tendida en la arena, hasta que ya su piel chillara de tanto sol.

Una vez en la playa, estacionó el auto. Seguía con ese ruidito extraño, pero por fortuna, no se había apagado, como otras veces. La única precaución que pensó en tomar fue la de regresarse más temprano que lo usual, pero fue solo un pensamiento.

El sol aún no calcinaba del todo y el mar, siempre calmo, iba y venía suavemente. Se quitó las sandalias y hundió los pies en la arena. La brisa juguetona la despeinó y casi le roba el sombrero. Respiró hondo para ‘’llenarse del aire de mar’’ como le decía su madre cuando eran niños.

Escogió un lugar cercano a la orilla y ahí se instaló. Saludó al hombre que alquilaba las sillas y las sombrillas. ‘’Esta vez no, amigo’’ le explicó. Esta vez quería quedarse tumbada en la arena, de cara al sol, de espaldas al sol, como fuera, pero en la arena.

Así pasó casi todo el día. Nadando en el mar, tomando sol, leyendo. El tiempo había volado cuando se dio cuenta de la hora. Eran casi las 6:30 P.M, muy tarde para emprender el regreso. Debió de haberlo hecho alrededor de las 5:00 P.M. No solo por el auto, sino por el tráfico y por lo peligrosaque pudiera ser la carretera en la tarde, cuando se acercaba la noche.

Se apresuró a volver al auto y así emprender el regreso a casa. La playa estaba quedando vacía, lo que indicaba que la mayoría de la gente estaría ya encaminada hacia su destino y eso solo implicaría que el tráfico iba a ser intenso.

Respiró hondo. El camino iba a ser largo. Con suerte, tardaría unas 2 horas en llegar. Subió al auto, lo encendió. Lamentó no haber estado más atenta a la hora, si hubiera salido antes, ya estaría en casa. De repente recordó el atajo que sus amigos le habían enseñado. Era por la carretera vieja, un tanto más peligrosa que la otra, pero si no se detenía e iba a toda velocidad, podía acortar camino y no sufrir el embotellamiento.

Hizo exactamente eso: Salir del estacionamiento a toda velocidad y enfilar hacia la carretera vieja. Subió las ventanillas, dada la polvareda que se levantaba a su paso. Prefería asarse en su propio auto que aspirar el polvo del camino.

La tarde había dado paso lentamente a la noche. En la carretera vieja no había luces, así que pronto tendría que usar solo los faros del auto para alumbrar el camino e ir con cuidado, pero sin bajar la velocidad. A lo sumo en 35 minutos estaría ya en casa. ‘’En la civilización’’ pensó, para calmar los nervios que empezaban a aflorar. Sin embargo, el ruido extraño del auto comenzó de nuevo.

Prestó atención, ya que el sonido se había intensificado. Se le heló la sangre de solo pensar que pudiera quedarse varada justo en ese momento. Segundos más tarde, pasó justamente eso: El motor se detuvo. El auto tosió un poco, antes de apagarse por completo.

Oleadas instantáneas de pánico empezaron a atacarla. La noche iba ganando terreno y pronto ya la cercaría con su manto oscuro. Más nerviosa se sintió. Aseguró las puertas antes de tratar de encender de nuevo el auto. ‘’¡Vamos, coño!’’ gritó para sus adentros, al tiempo que daba golpes en el volante, como si con eso pudiera obra el milagro de hacerlo reaccionar.

Después de varios minutos, apoyó la cabeza en el volante. ‘’Dios mío, esto no puede estar pasando’’. Cuando levantó la cabeza, un hombre la estaba observando. Delgadísimo, con un cigarrillo en los labios. La chica tragó grueso.

El hombre se fue acercando paulatinamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo a su disposición. Apoyó una mano en el capó y fue deslizándola sin pausas hasta el parabrisas, recorriendo el techo, la puerta, la ventanilla. Parecía que dibujaba el contorno del auto con los dedos.

Desde adentro, aferrada al volante, Virginia lo observa, casi sin parpadear. Siente que, si desvía por segundos la mirada, el hombre se abalanzará sobre el automóvil, romperá el vidrio y la sacará a rastras. Le falta el aire. Tiene los dientes apretados y le está empezado a doler la cabeza de la tensión.

El hombre no se detiene en su recorrido ni un segundo. A medida que va avanzando, da largas pitadas al cigarrillo. La oscuridad de la noche se hace cada vez más presente. La chica intenta dar marcha al auto varias veces, sin éxito. Golpea repetidamente el volante, como si con eso pudiera lograr que el motor reaccionase.

Cuando termina el cigarrillo, el hombre se aleja y se sienta a pocos metros del auto. Observa cómo la muchacha está al borde del desespero. ‘’No pasa nada, reinita’’ dice en voz baja, mientras enciende otro cigarrillo.

La chica lo mira desde el espejo retrovisor. Él le devuelve la mirada, impasible. Ella siente que en cualquier momento se desmayará, no solo del calor sofocante que reina en su propio auto, sino de los nervios.

Ha perdido la cuenta de cuántas veces intentó hacer andar su auto. Sin dejar de mirar al hombre por el retrovisor, saca la llave del encendido y despacio, la vuelve a colocar. El hombre ya terminó el cigarrillo y se levanta, después de tirar la colilla. Se va acercando de nuevo al auto, pero esta vez sin la prisa de antes, sino con paso decidido.

Virginia está temblando. Intenta encender de nuevo el auto que esta vez sí responde. Sin calentar el motor, pisa el acelerador y sale a toda marcha, dejando tras de sí una polvareda. Por última vez, se fija en el espejo: El hombre no está. No es posible que en tan solo segundos se hubiera esfumado. Aminora la marcha, solo para cerciorarse de que sigue ahí, donde lo dejó, pero no hay nadie. Las luces del auto no delatan la presencia de nadie, solo de ella. Ella dentro de su auto, en la vieja carretera.


13 julio 2020

¡Tantas cosas que se escapan!




Con la dificultad que le causa movilizarse, la mujer desciende del taxi de la forma más digna y elegante posibles. ‘’Que no se note tanto mi edad’’, piensa divertida. Echa un rápido vistazo a su atuendo. No luce mal, dentro de lo que cabe. Intentó vestirse de manera sobria, aunque él seguramente la recuerde como excéntrica y extravagante. No importa. Siempre puede esgrimir que eran ‘’cosas de la juventud’’. Lo cierto es que se sigue vistiendo como una excéntrica y una extravagante, pero no para hoy. Hoy quería ser elegante, discreta, llevar bien la etiqueta de ‘’una señora de su edad’’, aunque nunca haya tenido claro qué significa esa frase. De su cartera saca un espejito para constatar que aún sus labios tienen brillo, que sus mejillas conservan el rubor y que su cabello no luce desaliñado. Todo está en su sitio, por fortuna. Toma con firmeza el mango de su bastón y avanza decidida hacia su destino. Abre la reja y observa la casa. Es pequeña, sensata, con un jardín diminuto, pero necesario. Es una casa de un solo piso, diferente a las otras del vecindario. Por fuera no tiene nada llamativo, pero está segura de que por dentro está decorada con gran gusto, ecléctico, tal vez, como su dueño. Recorre despacio el caminito de baldosas hacia la puerta principal. Toca el timbre. Oye unos pasos que se arrastran desde el interior y lo ve, cuando corre la cortina y se le queda viendo, impertérrito. Esa mirada la desarma. No sabe si sonreírle o hablarle u ordenarle que abra la puerta, que es ella. El anciano la observa. Ella oye cómo destraba la puerta y la abre, sin miramientos. ‘’¿Qué desea?’’ le pregunta. Está en piyamas, despeinado y luce bastante acabado, como si la vida no hubiera sido benévola del todo con él. ‘’Sigo siendo virgen, Mario. ¿Me dejas pasar?’’ le pregunta ella, en voz baja. El hombre parpadea. Le franquea el paso más por curiosidad que por familiaridad; a fin de cuentas, ¿qué tan peligrosa puede ser esa señora, tan vieja como él? No la invita a sentarse, sino que se dirige a la cocina. Ella lo sigue, titubeante. Estos nuevos modales que le descubre, la hacen sentir incómoda. ¿Dónde está el caballero educado de antaño? Tal vez todo quedó en el pasado o tal vez era solo una impostura para atraerla, en aquel tiempo pretérito que compartieron. ‘’Mario…Tenemos que hablar’’ le dice, en un intento de introducción al tema que la ha traído a esa casa. ‘’Pues habla. No sé de qué, pero habla que te escucho’’ responde tuteándola también, no sin antes mirarla, sin poder reconocerla. Prepara té para ambos, sin haberle consultado si quería y se sienta a la mesa. La observa, con más detenimiento ahora. Recuerda la advertencia de su hija de no abrirle a extraños, pero esta mujer lo conoce, no sabe de dónde, pero lo conoce. Ella también se sienta, aparta la taza de sí, sin tomar ni un sorbo del té. ‘’¿No lo bebes?’’ pregunta. ‘’No me gusta el té. Te lo decía con frecuencia, pero ya veo que no lo recuerdas’’, responde. Él se encoje de hombros, como un niño al que no le importa la opinión de un adulto. ‘’¿Qué era lo que tenías que decirme?’’ indaga. Ella cierra los ojos por instantes. El empuje inicial la ha abandonado y ahora se siente un tanto cohibida ante este Mario, que no es el suyo, tan extraño, tan hostil, tan malcriado. Un sinfín de pensamientos la asalta: ¿Habrá hecho bien en buscarlo?, ¿qué otras razones inconscientes la llevaron a esto?. Después de una larga pausa, logra repetir: ‘’Sigo siendo virgen, Mario. Y he venido para solucionar esta situación. Contigo y con ningún otro’’ dice. El anciano resopla, pero retiene una carcajada de burla y desdén, al verla tan ansiosa, a espera de una respuesta. ‘’¿Tú crees que a esta edad que tenemos, podemos resolver esa ‘’situación’’? pregunta, levantando los dedos y haciendo comillas imaginarias. ‘’Y en caso de que pudiéramos, ¿no ha pasado ya demasiado tiempo? ¿No debió haber sido un plan de hace mucho tiempo atrás? La mujer se le queda viendo. Hace un esfuerzo para no echarse a llorar ahí mismo, en esa cocina ajena. El hombre nota su desazón, como si le hubiera respondido una canallada y no con la verdad de sus pensamientos. Sin embargo, no suaviza su respuesta: ‘’Es un tanto dramática tu situación y me parece que todo está perdido. En esto no te puedo ayudar’’. ‘’Yo…’’ comienza diciendo. ‘’Pensé que podíamos solucionar esto o que al menos te mostrarías dispuesto. El tiempo es implacable, a estas alturas Mario, y tú…’’ Él la ataja, antes de que continúe con su discurso lastimero: ‘’Querida, pero ¡dispuesto siempre estuve para esos menesteres, hasta que envejecí!’’ y no puede no reír. ‘’No es que no quiera ayudarte, es que simplemente ya no tengo fuerzas. Digamos que es una cuestión biológica, química, anatómica, ¡qué sé yo! y también de ganas. Lo que propones, no me interesa y además, fíjate en tu apariencia, tampoco es que me es atractiva. Y siento ser tan rudo, pero ese es el estado actual de mi vida, querida’’. Perpleja ante tal declaración, toma con fuerza su bastón y se levanta. ‘’No te hagas la ofendida. ¿Ya te quieres ir? Ni siquiera has probado el té’’ replica. Sin responder, la anciana camina lentamente hasta la puerta. ‘’Ten al menos la amabilidad de pedirme un taxi, Mario’’. ‘’Como gustes’’, responde el hombre, encogiéndose de hombros. Cuando el auto aparece en la puerta, el viejo hace el intento de acompañarla, pero ella lo aparta con un ademán y con un ‘’no nos volveremos a ver jamás’’ seco y hosco. La ve alejarse y responde: ‘’Tampoco es que nos queda mucho tiempo de sobra para eso’’ y ríe divertido, como si fuera un niño nuevamente, que se burla de sus mayores adrede. ‘’Cuánta diversión en una sola tarde’’ piensa. ‘’¿Quién sería esta mujer? ¿Por qué me llamaría ‘’Mario’’? Empieza a dudar. Se dirige a la cocina y bebe el té de la taza que antes le había ofrecido a la anciana. Hoy le preguntará a su hija, cuando venga, cuál es su nombre. ¡Hay tantas cosas que olvida a diario, que se le escapan! ¡Tantas!

26 junio 2020

El polvo del Sahara




Poco a poco, se extiende sobre las ciudades, sobre todo, las de la costa, que es donde ella está. Ha tenido la precaución de encerrarse en su propia casa y ha tapado cada rendija de cada puerta y ventana con pedazos de tela, con ropa, empapados en vinagre, para evitar que se cuele. Nada extraño entrará a su hogar; no al menos si ella pueda evitarlo.

Corrió los muebles de la sala hacia un costado. Le dio vuelta al sofá grande y con él tapió la puerta principal. Verificó que cada espacio entre las bisagras de esa puerta y de las ventanas quedaran selladas. Hasta que no pase el peligro, no se moverá de su casa.

Mantiene la radio y la televisión encendidas todo el día para no perder ningún detalle. Anota en un papel cómo se van desarrollando los hechos, como si de un diario se tratase. Eso sí, para no molestar a los vecinos, mantiene el volumen bajo, para que nadie sospeche que está nerviosa con todo esto.

Responde los mensajes que le llegan a su teléfono de manera casi telegráfica: ‘’Sí, estoy bien’’, ‘’todo ok’’, ‘’tranqui’’ y cosas por el estilo. No quiere distraerse. Tiene la sensación de que, si se descuida, su casa puede ser invadida y no es la idea.

Desde que la alerta nacional comenzó, ha visto alterado su sueño y su rutina diaria. Ahora pasa la mayor parte de su día sentada en el piso de la sala, oyendo las noticias, haciendo anotaciones, verificando que ninguna corriente de aire, por mínima que sea, entre en su casa. No tiene ni idea de cuánto durará todo esto, pero podrá sobrevivir algunos días así. Los necesarios. Ella solo quiere ser una de las sobrevivientes.

Duerme en el suelo de la sala, incómoda, pero tiene que hacerlo, tiene que mantenerse alerta. Si durmiera en su cama, correría el riesgo de no estar atenta. Sabe que el enemigo es sigiloso y también poderoso, así que no quiere darle tregua.

Por momentos, cuando está muy cansada, piensa en claudicar; sin embargo, desecha esos pensamientos y redobla sus propios esfuerzos para no fallar. ‘’Sacudirse el polvo’’ es la expresión que usa para animarse, cuando las fuerzas le fallan. Hasta ahora ha sobrevivido, cada vez con más esfuerzo, eso sí.

Sin embargo, esa noche, el cansancio dio cuenta de tantos días en tensión y venció su resistencia. Se durmió profundamente, acurrucada en el piso de su sala, por lo que no notó cuando el enemigo fue avanzando lento y sigiloso desde el desaguadero de la cocina.

Se fue formando poco a poco y se fue filtrando por los espacios de la rejilla, único lugar que no tuvo a bien de ser taponado con trapos impregnados en vinagre, porque ¿acaso el polvo habita también en los desaguaderos, en las cañerías? Improbable, según ella.

Lo cierto es que fue avanzando con tanto poderío, que hacerle frente ella no hubiera podido. El polvo fue ocupando todos los espacios, como si de una tormenta silenciosa de arena hubiera tenido lugar en su propia casa y hubiera decidido quedarse, hasta cubrirlo todo, hasta devorarlo todo en silencio.

Cuando por fin despertó del profundo sueño, estaba toda cubierta de una polvareda pesada y densa que casi no le permitió abrir los ojos ni respirar normalmente. Tuvo a bien gritar, lo más que pudo, alguien tenía que escucharla, alguien tenía que socorrerla, alguien tenía que apiadarse y salvarla de este enemigo mortal.

‘’¡Auxilio! ¡Ayúdenme!’’ gritó, mientras se sacudía y revolcaba en el piso, intentando librarse de su prisión de arena, pero el polvo era cada vez más denso, más espeso, más pesado y la iba consumiendo, hasta tragarla infinitas veces y dejarla ahí, tirada, sin aire, en el piso de su propia casa.

Mientras tanto, los vecinos, acostumbrados a sus gritos, no se sobresaltaron ni un ápice. Pusieron música a todo volumen, continuaron con sus vidas como si nada. A fin de cuentas, ella, la loca del tercero, solo espera que alguna cosa mala le pase en serio y esta vez le tocó el turno al polvo. Al polvo del Sahara.


25 mayo 2020

La tienda de pelucas




Hace tiempo ya que no recibe noticias de su amiga, la de la tienda de pelucas. La última vez que supo de ella, fue hace seis o siete meses. Se encontraron en un café del centro para despedirse. Estaría lo que quedaba del año en Caracas, atendiendo su negocio de pelucas, que infelizmente no iba muy bien, dada la crisis.

Se contaron las mismas cosas de siempre, pero de manera diferente para que sonaran a nuevas. Su amiga tenía la ilusión de empezar a vender las pelucas online, de hacer su tienda virtual. Siempre estuvo a la caza de oportunidades, de reinventarse y más en circunstancias tan rudas como las de vivir en Venezuela, su país adoptivo.

‘’Vente a España, de una vez, ¿para qué tanto lío?’’ le decía. Su amiga hacía caso omiso y le daba mil explicaciones de por qué quería quedarse, a pesar de todo. ‘’Allá las mujeres son más coquetas’’, esgrimía, entre tantos argumentos. Ella resoplaba. Le preocupaba el hecho de que ya ambas se estaban haciendo mayores y, en el caso de su amiga, no tenía quién velara por ella. Si algo le pasaba, estando allá, ¿quién se ocuparía?

En esos meses sin saber si estaba bien o si algo le había pasado, había pensado todos los escenarios posibles. No tenía a quién recurrir, no sabía con quién comunicarse, y aunque lo intentó con el consulado, y otros medios oficiales, no tuvo éxito.

Ingenuamente, a todos los recién llegados de aquel país con los que se topaba, les preguntaba por la tienda de pelucas. ‘’La tienda de pelucas de Chacao, ¿la conocen?’’. Se sentía ridícula y algo tonta haciendo la misma pregunta siempre, pero tenía la esperanza de que alguien le diera una respuesta que la dejara tranquila, así fuera una mala noticia o la que ella más temía.

Sin embargo, nadie conocía la tienda, ni a su dueña. Ella sabía que era una utopía preguntarlo, pero no quería dejar de hacerlo. En las ciudades convulsionadas por sobrevivir, nadie da cuenta de la falta de una única persona.

Del otro lado del mundo, deambula por las calles. Va y viene, viene y va, sin rumbo, con su saco de pelucas a cuestas. Un día salió de su casa, la cerró con ganas. Pasó por su tienda y guardó algunas pelucas, las más lindas. Se recogió el pelo y se colocó una, platinada, que combinaba con todo lo que siempre había querido ser: extravagante, diferente, nunca anónima. Cerró bien el local y empezó su huida. Huyó sobre todo de su propia vida.

 


17 mayo 2020

Nuevo ebook: Alles geht vorüber




Mi más reciente ebook ya está disponible en Amazon. Se adquiere aquí y no, no está en alemán. Esa versión vendrá después ;)

21 abril 2020

El zoológico




Estaba en esa edad incierta en la que se sale de la niñez, pero todavía no se es un adolescente. Ya no le interesaban las cosas que hasta hace poco le habían interesado, pero tampoco llamaban su atención las cosas de adultos. Vivía fluctuando entre lo que iba a ser su adolescencia, cuando entrara de lleno, y el recuerdo reciente de su infancia tranquila y sin sobresaltos.
Así que, a sus 13 años, pasar vacaciones con sus primos y resto de la familia que no veía a menudo, no era un plan divertido, como hasta hace poco lo había sido. Sus primos seguían siendo niños, mientras que ella había ido cambiando, creciendo.
La idea de pasar todas las vacaciones en el mismo lugar de siempre, le pareció aburridísima. En vano intentó convencer a sus padres de que la dejaran hacer otra cosa. Se mostraron reacios. Iban todos o no iba ninguno y de su decisión dependería entonces que sus hermanos se la pasaran encerrados en casa. No tuvo otra que aceptar, a regañadientes, eso sí.
Tres meses estarían sin volver a casa. Prefería aburrirse en su propia casa que en la de sus primos. Todos los planes que armaban para entretenerlos, no la divertían. Quería ir al cine, a ver pelis B-12, ir a pasear sola a la plaza, merendar con chicos de su edad, no con la ristra de niñatos que aún habitaban la tranquilidad de la infancia.
Sus padres estaban ocupados con sus amigos, haciendo cosas de adultos. No podían – y tal vez no querían – ocuparse exclusivamente de ella o al menos idearse planes más acordes para la edad de su hija mayor.
Sin embargo, un buen día, a una de sus primas mayores, de esas felices que no se habían casado nunca y disponían de todo el tiempo del mundo, se le ocurrió un paseo al zoológico. Al principio no le pareció tan buena idea y además, seguro los niños querrían ir, pero cuando supo que estarían las dos solas, el interés despertó en ella.
Así que una mañana soleada, su prima la pasó a buscar y la llevó a recorrer el famoso parque zoológico. Pasearon para arriba y para abajo. Reconoció a todos los animales que pudo, dado su escaso, por no decir pobre, entendimiento del mundo animal.
Al llegar a la jaula del único oso del lugar, estaba sentado sobre las patas traseras nada más. La jaula era pequeña, así que el oso, negro y robusto, la ocupaba toda. Le quedaba chica, tendría que decir mejor. Se paró enfrente. Detalló sus patas, tan gigantes. Detalló el pelaje hirsuto y brillante. Y los ojos. Los ojos negros inyectados de sangre.
El oso se acercó lo más que pudo a la reja y la observó. Bufó y su bufido la asustó. Dio un salto y se echó para atrás y casi pierde el equilibrio. ‘’No pasa nada, está enjaulado’’ le dijo su prima, a modo de burla.
Se quedó unos instantes observando al oso enorme, peludo, feroz, quien a su vez también la observaba, con más rabia que calma. La rabia de un animal enjaulado. La chica se llevó las manos al pecho para tratar de tranquilizarse. ‘’Vendrá por mí’’ pensó. ‘’Esta noche vendrá por mí’’.
Se fue alejando de la jaula del oso, apoyada en la baranda de metal, sin darle la espalda. El animal no dejaba de verla. Acomodó su cuerpo en aquel reducido espacio para seguirla con la mirada. Mientras más la veía, más sangre le llenaba los ojos.
El paseo la dejó intranquila. De regreso en casa, lo único que hacía era pensar en el oso. Durante la cena, se lo contó a sus padres, quienes la miraron extrañados. ‘’Es imposible que un oso escape del zoológico y venga a buscarte. ¡Tendría que atravesar toda la ciudad!’’. Ella insistió. ‘’Vendrá por mí esta noche’’ les dijo categórica. Sus padres desestimaron sus palabras. ‘’Cosas de adolescentes sin nada en la cabeza aún’’ dijeron.
En la tranquilidad de su cuarto, se aseguró de cerrar bien la ventana y ponerle traba a la puerta. El animal vendría a buscarla, pero algo de resistencia iba a encontrarse. Se tiró en la cama y se arropó tanto como pudo, hasta quedar hecha un bollito. Le costó conciliar el sueño. Cerraba los ojos y lo único que veía era la mirada letal del oso.
Mientras tanto, en su confinamiento y al amparo de la noche, el oso empezó a golpear los barrotes de su celda, hasta lograr sacar los necesarios para salir. Se paró erguido, por primera vez en tantos años de cautiverio. Respiró hondo y en segundos emprendió el camino hasta la casa de la chica.
Olfateó su rastro. Tuvo el buen tino de escabullirse silencioso amparado por la oscuridad de la ciudad. A la hora que todos dormían, el oso se deslizaba por las calles, con una agilidad impensada ni puesta en práctica jamás.
El olor de la chica se hacía cada vez más poderoso. ¡Estaba ya cerca de su presa! Se detuvo unos instantes, se relamió de puro gusto. Avanzó cauteloso, con la nariz pegada al piso, como si fuera un sabueso.
Llegó al jardín de la casa. Tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre la ventana del cuarto de la muchacha. Apoyó ambas patas delanteras y de un cabezazo rompió los cristales. El impacto hizo que la chica se despertara y empezara a gritar.
Sus gritos, que se fueron transformando en aullidos, alertaron a toda la casa. Sus padres intentaron entrar al cuarto, pero la puerta estaba cerrada por dentro. Mientras tanto, ella estaba en una esquina, gritando enloquecida, presa del pánico. El oso la miró con ferocidad y lascivia. Levantó una de las patas y sacó a relucir las garras. Le asestó un golpe seco, pero delicado en la pantorrilla. Como una caricia que era un rasguño.
La sangre empezó a brotar descontrolada de la herida. La chica lloraba y gritaba con toda la fuerza de su voz. Sus padres habían podido derribar a machetazos la puerta y observaban la escena entre aterrorizados e impactados.
El oso les dirigió la misma mirada de rabia con que había visto a la muchacha esa misma mañana, en el zoológico. Hizo un movimiento rápido y enganchó la pierna herida entre sus fauces, sin morderla, para arrastrarla hacia sí. Y con la misma rapidez, salió de la habitación, con ella al hombro, tan frágil, tan delicada, tan posible. Tan suya.

18 marzo 2020

36 horas



Mi hermano siempre fue un poco tonto. No en el sentido intelectual, sino en el de la vida práctica. Por eso, cuando empecé a sentirme mal, no le dije nada. No porque fuera un tipo nervioso que se ofuscara fácilmente, sino porque es tonto, como ya dije. Tonto para la vida.
Yo caí en ese grupo de ‘’población de riesgo’’, por la epilepsia. Empecé a presentar los síntomas, pero no me alarmé; total, a mí a cada tanto, cualquier gripe se me instalaba en el cuerpo por días. La verdad es que no le di importancia.
Era de esperarse que mi hermano no notara si yo pasaba más tiempo en cama que dando vueltas por la casa. Era de esperarse que tampoco se diera cuenta de que tenía una tos seca persistente. Eran de esperarse muchas cosas, en lo que a él y a su falta de visión se refiere.
Deliberadamente, mi hermano no quería hacerse cargo de nada que tuviera que ver conmigo, ni mis ataques, ni nuestra ‘’hermandad’’, ni nada. Muchas cosas rutinarias, de la vida cotidiana le cuestan, no les pone empeño. Así que cuando todo esto comenzó tan de pronto, él no supo qué hacer. A veces creo que ignoró olímpicamente todas las señales de mi enfermedad para tener que evitar involucrarse.
Ahora lo observo sin lástima. Al principio confieso que sí me dio algo de lástima. Intentó reanimarme con un boca a boca, pero eso fue porque lo vio en algún programa de la tele o tutorial de YouTube, no porque supiera cómo hacerlo.
En un momento de nuestras vidas, antes de que nuestros padres fallecieran, nuestra madre intentó que todos hiciéramos un curso de primeros auxilios. Lo hizo pensando en mí. No lo hicimos. Le fuimos dando largas, mi hermano, sobre todo.
Así que cuando empecé a quedarme sin aire, intenté guardar la calma; pero solo lo intenté. Si me sobrevenía uno de los ataques, ¿qué iba a hacer? Y era eso lo único en lo que pensaba, en que no me pasara, o no al menos ahora, que me estaba costando respirar.
Traté de acomodarme lo mejor que pude. Coloqué las almohadas sobre el respaldo de mi cama y me senté. Mi hermano escuchaba música a todo volumen en la sala, así que tuve que mandarle un WhatsApp. Hasta eso habíamos llegado.
En ese tiempo entre el mensaje que envié y cuando mi hermano lo leyó, me sobrevino uno de los ataques. El último. Las convulsiones y la falta de aire, más la debilidad de mi cuerpo por el virus de moda, me hicieron exhalar mi último y sofocado suspiro.
A las mil y tantas cuando mi hermano se percató de todo y entró en mi cuarto, hacía rato que yo estaba inerte en la cama, con la boca abierta, con un hilo de saliva, y la vista fija clavada en el techo. Hubiera preferido morir de otra forma, pero mi deceso fue una unión de coincidencias típicas del destino.
Ahí fue cuando empezó con el show, el pobre inútil. Empezó a gritar, me agitó por los hombros, intentó reanimarme con un boca a boca y al final, como era de suponer, se echó a llorar. Me pidió perdón, me abrazó. Cerró mis ojos, me limpió la boca. Acomodó mi cuerpo con delicadeza y me cubrió. Eso me sorprendió y enterneció a la vez. No es mal tipo mi hermano, solo tonto. Tal vez, si hubiera nacido en otra familia, hubiera encajado bien, pero en la nuestra, estaba destinado al fracaso.
Llamó a los paramédicos, quienes amablemente le informaron que en breve pasarían por casa. Yo lo dudé mucho. Vivíamos en un pueblito, si bien estábamos cerca de la capital, llegar demoraba cerca de una hora, hora y media. Todavía había nieve en la carretera, así que eso hacía más lento todo.
Mi hermano esperó un par de horas y volvió a llamar. Al tercer intento, ya estaba bastante alterado. El servicio de paramédicos le dijo que no podían pasar a buscar mi cuerpo, ni mucho menos constatar si era verdad que había muerto, porque se había declarado la cuarentena oficialmente y nada se podía hacer.
¿Y qué iba a hacer el inútil de mi hermano conmigo durante 15 días? ¿Meterme en el congelador? Lo pensé. Pensé mil alternativas, pero ¿cómo se las comunicaba? Yo estaba acostumbrada a ese accionar burocrático y estúpido de los organismos públicos de nuestro país, pero él no, porque siempre se había hecho a un lado y había dejado que otros resolvieran su vida práctica. Así que ahora, que tenía que lidiar con esta tragedia, no se le ocurría qué hacer. ¡Pobre!
Yo en su lugar, hubiera envuelto el cuerpo cuidadosamente, lo hubiera puesto en la maleta del auto y habría enfilado al hospital, el que nos quedaba a una hora. Pero a él, lo único que se le ocurrió fue subir stories a su Instagram y un video a YouTube.
Cada tanto, entre lágrimas y sollozos, enfocaba mi cuerpo y pedía ayuda. ´´¿Qué hago con mi hermana muerta? ¡Nos han abandonado!’’. Me entretuve un tiempo leyendo los comentarios bizarros de la gente, que iban desde darle las condolencias, hasta decirle que me picara en trocitos y me guardara en el frízer hasta que viniera la ambulancia o la funeraria. Otros comentarios eran más sarcásticos, pero esos me los reservo; y también los comentarios de otros inútiles como mi hermano, me los reservo.
Al cabo de unas horas, se encerró en su cuarto. Cada tanto salía para ver si había ocurrido el milagro de mi resurrección y para revisar los nuevos comentarios y subir alguna que otra story nueva sobre nuestro caso. Si hubiera podido dejarle un comentario, le hubiera escrito: ‘’De esta no se vuelve’’, pero…
El primer día transcurrió así: Mi hermano entrando en mi habitación, mi hermano llamando a los paramédicos, mi hermano subiendo actualizaciones de estado. 24 horas así. No sé cuándo comienza el cuerpo a descomponerse, pero mi hermano ya estaba frenético buscando información al respecto.
Yo pensaba ‘’¿y si se va la luz? ¡Se muere mi hermano también!’’. En este punto, juro que ya era de risa nuestro caso. O por lo menos lo era para mí. Cada llamada a los paramédicos daba el mismo resultado: ‘’No podemos atender ningún caso fuera del hospital porque estamos en cuarentena’’.
Al término del segundo día, mi hermano tenía unas ojeras muy marcadas. Estaba durmiendo mal y ahora se le había instalado el miedo en el cuerpo. Si yo no hubiera sido compasiva, como lo fui en vida siempre, lo hubiera asustado, pero era tonto mi hermano solamente. No era mal tipo, nunca lo fue, así que era inmerecido. ¡Pero hubiera sido muy divertido!
En fin, pasadas 36 exactas horas, por fin llegaron los paramédicos. No fue por la insistencia caótica y desesperada de mi hermano, sino porque una influencer se apiadó de sus lastimeros videos y ejerció presión entre sus seguidores para hacer todo un lío y que al final vinieran por mí.
Muy moderno todo, la verdad. Pero no por ello deja de ser patético y triste. Supongo que la vida, como está concebida ahora, no da lugar a la practicidad y a la naturalidad (mi muerte tenía que pasar en cualquier momento, no es a eso a lo que me refiero) y sí a hacer de ella una especie de obra de teatro a la que asisten inútiles o tontos, como mi hermano. En todo caso, a final de cuentas, podemos ambos descansar en paz.

29 febrero 2020

La espalda




Cuando la chica despertó y besó la espalda tatuada del muchacho, este se dio la vuelta y le dijo: "Lo siento. Anoche estaba muy borracho". Y volvió a darle la espalda.

11 enero 2020

Soma somnus




Al primero lo vi arrastrándose lentamente por la puerta del congelador de mi nevera. No le presté atención. Tal vez había salido de alguna fruta. Lo maté.
Un par de días después, encontré otro en el fregadero. Este me la hizo fácil: lo ahogué. Ya iban dos. Aun así, no me preocupé. Tampoco revisé si había algo en mal estado en la cocina. Lo dejé pasar, como siempre. Porque las cosas que no son cotidianas hay que dejarlas pasar, si no, se corre el riesgo de que se conviertan en fascinación o en un horror y yo no estaba para ninguna de esas dos cosas.
Ese mismo fin de semana no lo pasé en casa. O no recuerdo si fui solamente a dormir. Es irrelevante esto, en realidad, pero en cuanto estuve más de tres horas seguidas, noté que había algunos en el techo. Tres, para ser exactos. Me sorprendí y no para bien.
Le tomé una foto con mi celular y se la mandé a mis amigos. Los veredictos iban desde ‘’mal de ojo’’, pasando por ‘’envidia’’ hasta ‘’rata muerta’’. El más imaginativo dijo que seguramente se había muerto por fin la vieja del segundo y que era su cuerpo en descomposición lo que había producido la aparición de estos bichos.
No desestimé ninguna teoría. Bueno, en realidad, sí. La del animal muerto y la de la vieja del segundo no iban. El resto podía tener sentido. Antes de agarrar el haragán y empezar a aplastarlos con la goma, inspeccioné si no había más. En realidad, había varios.
Si hacía la cuenta de cuántos iban ya, me acercaba a la docena. Y todo esto en menos de una semana. Ya empezó todo a parecerme muy raro.
Me puse a leer literatura en internet al respecto. Sumé más teorías a mi banco de teorías. Me pedí el día en el trabajo para llegar hasta el meollo de este asunto. Entiéndase por ‘’meollo’’ como ‘’limpieza profunda’’ de mi casa.
Compré un spray de esos que matan hasta lo que no tienen que matar, guantes, cloro, vinagre, entre otros artículos. Todo lo que pensé que podía ayudarme a deshacerme de estos cositos invasivos y desagradables.
Limpié. Llegué hasta los rincones más recónditos de mi propia casa. Le saqué brillo a todo, eliminé hasta el polvo invisible. Quedé extenuado. Me di un baño prolongado y me tiré en la cama. En minutos ya dormía.
Al día siguiente y cuando sonó la alarma, abrí lentamente los ojos. ¿Qué es lo primero que vi? Otro arrastrándose lenta, suave y parsimoniosamente por la pared. Lo maté de un zapatazo. ¡Ya esto era el colmo! ¿Cómo había sobrevivido uno solo a mi limpieza del día anterior? No lo sé. Aún no lo sé.
Me preparé para irme al trabajo. Al llegar a la oficina, mis compañeros me notaron pálido y ojeroso. Les dije que no tenía nada, que estaba cansado nada más. Pero en realidad me dolía todo el cuerpo, sobre todo la espalda, a la altura de los pulmones. Ese día resolví no fumar la tanda de cigarrillos del día.
La jornada laboral fue un suplicio de lo larga que fue. Tuve todas las reuniones posibles ese día, una más inútil que la otra. Yo no podía prestar atención de lo cansado que estaba. Al llegar a casa, miré hacia el techo: había ya cuatro.
El cansancio no me impidió subirme en la escalera, armado de una servilleta y apretarlos uno a uno contra el propio techo, hasta oír que crujían y se deshacían bajo la presión de mi mano. Ya esto era una batalla y yo estaba decidido a ganarla.
Al día siguiente iría al vivero a indagar sobre estos bichos. Tal vez vivían entre mis plantas y yo no me había dado cuenta. No estaba de más darme una vuelta.
Después de matarlos, me desplomé en mi cama y me dormí, aún con la ropa puesta. Lo bueno es que al día siguiente era sábado y podía recuperarme, podía pasar en la cama todo el día. No entendí en ese momento por qué estaba tan cansado. Se lo atribuí al estrés en el trabajo, a la limpieza de mi casa, a estos bichos que no me dejaban pensar en otra cosa que no fuera en ellos mismos.
Lo cierto es que el dolor en la espalda se fue acentuando durante el fin de semana. Me faltaba la respiración si hacía algún movimiento medio brusco. No pude dormirme boca arriba, como era mi costumbre, por el dolor.
Pasé buen rato tirado boca abajo. Con la mejilla izquierda apoyada sobre el colchón, los ojos cerrados y la respiración entrecortada, empecé a sentir hormigueos. Lentos. Suaves. Parsimoniosos. Después se hicieron más intensos, tanto como el dolor que me laceraba.
Como pude, me senté en el borde de la cama. Ya nada de esto era normal. Tenía que llamar al médico. Me pasé la mano por el cabello y para mi sorpresa, atrapé algunos entre mis dedos. ¡Asco! Eso fue lo que sentí. Asco del más puro, como nunca antes.
De mis oídos, de mi nariz, salían muchos. Lentos. Suaves. Parsimoniosos. Empecé a gritar como un enajenado, pero a cada grito, me dolían más y más los pulmones. Creo que me desmayé en algún punto.
Cuando finalmente abrí los ojos, quién sabe después de cuánto tiempo, estaba todo recubierto por estos bichos. ¡Todo mi cuerpo estaba cundido! Sin fuerzas casi, llamé a emergencias. Después de eso, no sé bien qué más pasó. Hay una especie de agujero negro en mis propios recuerdos.
Sé que hubo quejidos, pero tal vez eran los míos. Sé que hubo llanto, pero tal vez era el mío. Sé también que estos bichitos seguían saliendo, no sé si de mi cuerpo o de algo en descomposición en mi propia casa. No lo sé. Estuve esos días aislado, como desconectado. Y el dolor, ¡el maldito dolor! que no me dejaba en paz. Ya ni respirar podía.
En fin, nunca entendí bien ni cómo empezó todo esto ni cómo terminó. Supongo que tuve algún tipo de infección porque tuve mucha fiebre, o es lo que creo (ya no estoy muy seguro de lo que viví esos pocos días) o algo raro relacionado con esos bichos que vaya usted a saber qué eran.
Solo tengo un único recuerdo muy nítido y es el de mamá, inclinándose sobre mí y besándome en la frente, como cuando me leía un cuento por las noches para hacerme dormir. Y sus lágrimas cayendo sobre mi rostro y yo durmiéndome, descansando finalmente, como si cayera en un sueño eterno, lento, suave y parsimonioso.