18 marzo 2020

36 horas



Mi hermano siempre fue un poco tonto. No en el sentido intelectual, sino en el de la vida práctica. Por eso, cuando empecé a sentirme mal, no le dije nada. No porque fuera un tipo nervioso que se ofuscara fácilmente, sino porque es tonto, como ya dije. Tonto para la vida.
Yo caí en ese grupo de ‘’población de riesgo’’, por la epilepsia. Empecé a presentar los síntomas, pero no me alarmé; total, a mí a cada tanto, cualquier gripe se me instalaba en el cuerpo por días. La verdad es que no le di importancia.
Era de esperarse que mi hermano no notara si yo pasaba más tiempo en cama que dando vueltas por la casa. Era de esperarse que tampoco se diera cuenta de que tenía una tos seca persistente. Eran de esperarse muchas cosas, en lo que a él y a su falta de visión se refiere.
Deliberadamente, mi hermano no quería hacerse cargo de nada que tuviera que ver conmigo, ni mis ataques, ni nuestra ‘’hermandad’’, ni nada. Muchas cosas rutinarias, de la vida cotidiana le cuestan, no les pone empeño. Así que cuando todo esto comenzó tan de pronto, él no supo qué hacer. A veces creo que ignoró olímpicamente todas las señales de mi enfermedad para tener que evitar involucrarse.
Ahora lo observo sin lástima. Al principio confieso que sí me dio algo de lástima. Intentó reanimarme con un boca a boca, pero eso fue porque lo vio en algún programa de la tele o tutorial de YouTube, no porque supiera cómo hacerlo.
En un momento de nuestras vidas, antes de que nuestros padres fallecieran, nuestra madre intentó que todos hiciéramos un curso de primeros auxilios. Lo hizo pensando en mí. No lo hicimos. Le fuimos dando largas, mi hermano, sobre todo.
Así que cuando empecé a quedarme sin aire, intenté guardar la calma; pero solo lo intenté. Si me sobrevenía uno de los ataques, ¿qué iba a hacer? Y era eso lo único en lo que pensaba, en que no me pasara, o no al menos ahora, que me estaba costando respirar.
Traté de acomodarme lo mejor que pude. Coloqué las almohadas sobre el respaldo de mi cama y me senté. Mi hermano escuchaba música a todo volumen en la sala, así que tuve que mandarle un WhatsApp. Hasta eso habíamos llegado.
En ese tiempo entre el mensaje que envié y cuando mi hermano lo leyó, me sobrevino uno de los ataques. El último. Las convulsiones y la falta de aire, más la debilidad de mi cuerpo por el virus de moda, me hicieron exhalar mi último y sofocado suspiro.
A las mil y tantas cuando mi hermano se percató de todo y entró en mi cuarto, hacía rato que yo estaba inerte en la cama, con la boca abierta, con un hilo de saliva, y la vista fija clavada en el techo. Hubiera preferido morir de otra forma, pero mi deceso fue una unión de coincidencias típicas del destino.
Ahí fue cuando empezó con el show, el pobre inútil. Empezó a gritar, me agitó por los hombros, intentó reanimarme con un boca a boca y al final, como era de suponer, se echó a llorar. Me pidió perdón, me abrazó. Cerró mis ojos, me limpió la boca. Acomodó mi cuerpo con delicadeza y me cubrió. Eso me sorprendió y enterneció a la vez. No es mal tipo mi hermano, solo tonto. Tal vez, si hubiera nacido en otra familia, hubiera encajado bien, pero en la nuestra, estaba destinado al fracaso.
Llamó a los paramédicos, quienes amablemente le informaron que en breve pasarían por casa. Yo lo dudé mucho. Vivíamos en un pueblito, si bien estábamos cerca de la capital, llegar demoraba cerca de una hora, hora y media. Todavía había nieve en la carretera, así que eso hacía más lento todo.
Mi hermano esperó un par de horas y volvió a llamar. Al tercer intento, ya estaba bastante alterado. El servicio de paramédicos le dijo que no podían pasar a buscar mi cuerpo, ni mucho menos constatar si era verdad que había muerto, porque se había declarado la cuarentena oficialmente y nada se podía hacer.
¿Y qué iba a hacer el inútil de mi hermano conmigo durante 15 días? ¿Meterme en el congelador? Lo pensé. Pensé mil alternativas, pero ¿cómo se las comunicaba? Yo estaba acostumbrada a ese accionar burocrático y estúpido de los organismos públicos de nuestro país, pero él no, porque siempre se había hecho a un lado y había dejado que otros resolvieran su vida práctica. Así que ahora, que tenía que lidiar con esta tragedia, no se le ocurría qué hacer. ¡Pobre!
Yo en su lugar, hubiera envuelto el cuerpo cuidadosamente, lo hubiera puesto en la maleta del auto y habría enfilado al hospital, el que nos quedaba a una hora. Pero a él, lo único que se le ocurrió fue subir stories a su Instagram y un video a YouTube.
Cada tanto, entre lágrimas y sollozos, enfocaba mi cuerpo y pedía ayuda. ´´¿Qué hago con mi hermana muerta? ¡Nos han abandonado!’’. Me entretuve un tiempo leyendo los comentarios bizarros de la gente, que iban desde darle las condolencias, hasta decirle que me picara en trocitos y me guardara en el frízer hasta que viniera la ambulancia o la funeraria. Otros comentarios eran más sarcásticos, pero esos me los reservo; y también los comentarios de otros inútiles como mi hermano, me los reservo.
Al cabo de unas horas, se encerró en su cuarto. Cada tanto salía para ver si había ocurrido el milagro de mi resurrección y para revisar los nuevos comentarios y subir alguna que otra story nueva sobre nuestro caso. Si hubiera podido dejarle un comentario, le hubiera escrito: ‘’De esta no se vuelve’’, pero…
El primer día transcurrió así: Mi hermano entrando en mi habitación, mi hermano llamando a los paramédicos, mi hermano subiendo actualizaciones de estado. 24 horas así. No sé cuándo comienza el cuerpo a descomponerse, pero mi hermano ya estaba frenético buscando información al respecto.
Yo pensaba ‘’¿y si se va la luz? ¡Se muere mi hermano también!’’. En este punto, juro que ya era de risa nuestro caso. O por lo menos lo era para mí. Cada llamada a los paramédicos daba el mismo resultado: ‘’No podemos atender ningún caso fuera del hospital porque estamos en cuarentena’’.
Al término del segundo día, mi hermano tenía unas ojeras muy marcadas. Estaba durmiendo mal y ahora se le había instalado el miedo en el cuerpo. Si yo no hubiera sido compasiva, como lo fui en vida siempre, lo hubiera asustado, pero era tonto mi hermano solamente. No era mal tipo, nunca lo fue, así que era inmerecido. ¡Pero hubiera sido muy divertido!
En fin, pasadas 36 exactas horas, por fin llegaron los paramédicos. No fue por la insistencia caótica y desesperada de mi hermano, sino porque una influencer se apiadó de sus lastimeros videos y ejerció presión entre sus seguidores para hacer todo un lío y que al final vinieran por mí.
Muy moderno todo, la verdad. Pero no por ello deja de ser patético y triste. Supongo que la vida, como está concebida ahora, no da lugar a la practicidad y a la naturalidad (mi muerte tenía que pasar en cualquier momento, no es a eso a lo que me refiero) y sí a hacer de ella una especie de obra de teatro a la que asisten inútiles o tontos, como mi hermano. En todo caso, a final de cuentas, podemos ambos descansar en paz.

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