10 agosto 2019

Porcelana



Todos los días, al salir de la escuela, se desvía adrede para pasar por la tienda de muñecas. ‘’Traídas de Francia’’, reza el cartel. Sabe que su padre, austero como pocos, le negará cualquier juguete por considerarlo ‘’innecesario para su desarrollo intelectual’’. Tampoco su madre la apoyará en esto. ¿Para qué quiere una muñeca tan cara y delicada?, le preguntaría. ‘’Tus hermanitas van a destrozarla no más la vean’’, le diría. Y en eso tendría razón. Ser la tercera de aquella prole numerosa, le ha quitado protagonismo a su infancia que debió durar más de lo debido.
Apoya suavemente la frente en el cristal de la tienda y se queda observando a la muñeca: sus rizos de cabello natural (ella la quisiera rubia) y sus grandes ojos coronados por miles de pestañas que pueden abrirse y cerrarse (esto la hace diferente del resto de las muñecas cuyos ojos eternamente abiertos la asustan) la hacen realmente única.
¿Cómo reunir el dinero? Le parece terrible que teniéndolo, no lo tenga a su alcance. Frunce el ceño y bufa, ‘’cuando crezcas’’ es lo que le responde su padre siempre. Pero cuando crezca, ya no querrá jugar con muñecas.
Contrariada, enfila hacia el almacén. Entra por la puerta trasera y agarra el delantal que aún le queda bastante grande. Abre la puerta que separa el mostrador del patio interno de su propia casa. Su hermana mayor le lanza una mirada reprobatoria por su tardanza. Ella ni se inmuta. Era importante constatar que la muñeca – su muñeca – seguía estando en la vitrina, esperándola.
Sin mediar palabra con su hermana, se sienta en la caja registradora, no sin antes colocar la banqueta sobre algunos libros para quedar más alta. Su hermana la reprime, pero ella no le presta atención. Pocas veces lo hace, de hecho.
Asume su turno, como todas las tardes, con estoicismo. Es una lástima que ninguno de sus hermanos varones hubiera alcanzado la pubertad porque estarían ahora, en su lugar, y ella estaría jugando con sus hermanas, con sus conejos, con sus perros y con sus gatos. Pero no. Quiso el destino que sobrevivieran todas ellas y que a su padre se le ocurriera emplearlas en el almacén, en vez de contratar personal.
Cuando su padre descubrió cómo ella se entendía tan bien con los números, la asignó a la caja y después le enseñó a llevar el inventario, todo para ahorrarse sueldos. ‘’Prefiero que el negocio esté en manos familiares’’ le había explicado, o mentido, mejor.
Perder todas sus tardes infantiles por estar en el mostrador, cobrándole a los clientes, la fastidiaba en gran medida. Su padre dando vueltas por toda la tienda, enseñando la fina mercancía. La gente entrando y saliendo con sus compras. Aquel desfile frenético de desconocidos. Su pequeña vida diluyéndose en algo que no le competía.
Hasta esa tarde de lluvia. Estaba sola en el almacén, sin nadie que la atormentara, ni siquiera su padre que sabía que los días así, nadie portaba por ahí. La gran araña de cristal de roca pendía elegante y arrojaba de cuando en cuando lucecitas de colores sobre el piso y los espejos del salón.
Estaba tan extasiada contemplando el fenómeno que no notó a la viuda, cuando entró empapada, con su gran sombrero de fieltro negro deformado por el peso del agua. Al verla, se asustó y contuvo el aliento. La viuda se acercó al mostrador y se quitó el sombrero, que dejó a la vista su cráneo calvo y reseco. ‘’No te asustes’’ le dijo con voz hueca.
Su padre le había prohibido la entrada muchos años antes y les había ordenado a sus hijas que jamás la dejaran pasar y si eso ocurría, debían avisarle de inmediato. Ella recordó la orden paterna, pero no pudo moverse del mostrador, hipnotizaba como estaba al ver por primera vez a aquella mujer, que creía más una leyenda urbana que otra cosa.
‘’Tienes los mismos ojos fieros de tu padre’’ le dijo en voz baja. ‘’Debes tener entonces su mismo carácter’’ y sonrió a medias. Ella pudo observar que le faltaban algunos dientes anteriores y los que tenía, estaban renegridos. El asco se le notó de inmediato porque la viuda la miró con ira y abrió más la boca.
‘’Sí, eres igual de desdeñosa que tu padre’’. Le dio la espalda y empezó a caminar despacio por todo el salón, arrastrando la sucia bolsa que llevaba en la mano y que parecía pesada. Ella creyó en algún momento que iba a romper algunas de las porcelanas o a derribar las estanterías llenas de cristalería.
Se bajó de la banqueta y despacio, sin dejar de mirar a la mujer, fue caminando sigilosa hasta la puerta trasera, para dar aviso a su padre. Pero cuando estaba por abrirla, la viuda se percató de la maniobra y con una agilidad impropia de una mujer de edad avanzada como ella lo era, la tomó de la muñeca y la arrastró hasta el centro de la tienda.
La niña se retorcía del dolor y gritaba, pero el escándalo de la lluvia ahogaba sus gritos. ‘’Ahora va a saber tu papá lo que es el dolor’’. La tomó de la otra muñeca y le hundió las sucias uñas en ellas, hasta hacerla sangrar. ‘’Te acordarás de mí por el resto de tus días’’.
La bofetada que le propinó la hizo perder la noción de sí por momentos cuando su cabeza golpeó el piso y a partir de ese momento, todo fue una bruma confusa. La viuda la levantó como si de una almohada se tratase y se la llevó, tan rápido como pudo.
Cuando volvió en sí, abrió lentamente los ojos. Le dolía la cabeza y todala habitación le daba vueltas. Empezó a toser y a convulsionar. La última cosa que vio, antes de perder de nuevo el conocimiento fue los tímidos rayos del sol que se filtraban suavemente por la ventana de su propio cuarto.
Sigilosamente, su padre entró en la habitación. Se arrodilló junto a su cama y comenzó a rezar, al tiempo que sostenía la mano de su hija. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Se prometió a sí mismo no ser tan permisivo con las niñas, no dejarlas salir a jugar los días de lluvia, a cuidarlas más. Si él se hubiese mostrado firme, nada de esto habría pasado.
El tiempo transcurrió lento, como era su costumbre, cada vez que alguien en aquella casa caía enfermo. ¿Sería la vida tan cruel que les arrebataría a una de sus hijas, como ya había pasado con sus hijos? Era un pensamiento recurrente en la mente de los padres, pero tenían el tino de no confesárselo el uno al otro para no angustiarse ni atraer los malos augurios.
Sin embargo, a veces la vida da giros inesperados y aquella mañana, temprano, la niña despertó del todo. Aún desorientada, comenzó a observar su alrededor. La puerta estaba entreabierta. Temblando, se incorporó. ¿Y si la viuda abría la puerta y la golpeaba? Se fue acercando y la abrió, intentando hacer el menor ruido posible.
El chirrido de los goznes alertó a la madre, que fue corriendo hasta el cuarto. Lanzó un grito cuando la vio apoyaba en el marco, pálida, pero en pie y antes de que se desmayara, la levantó y resguardó entre sus brazos.
Los días siguientes fueron diáfanos y tranquilos. Su recuperación era lenta, pero cada vez ganaba más peso y vigor. Las ojeras habían desaparecido y su piel de niña volvía a tener la lozanía de porcelana perfecta, tan perfecta como la muñeca de la tienda, que ahora estaba sobre su cómoda, mirándola atentamente. No era rubia, como ella hubiera querido, sino que tenía el pelo negro, largo y brillante y los ojos oscuros, tan oscuros como los de la viuda.