21 abril 2020

El zoológico




Estaba en esa edad incierta en la que se sale de la niñez, pero todavía no se es un adolescente. Ya no le interesaban las cosas que hasta hace poco le habían interesado, pero tampoco llamaban su atención las cosas de adultos. Vivía fluctuando entre lo que iba a ser su adolescencia, cuando entrara de lleno, y el recuerdo reciente de su infancia tranquila y sin sobresaltos.
Así que, a sus 13 años, pasar vacaciones con sus primos y resto de la familia que no veía a menudo, no era un plan divertido, como hasta hace poco lo había sido. Sus primos seguían siendo niños, mientras que ella había ido cambiando, creciendo.
La idea de pasar todas las vacaciones en el mismo lugar de siempre, le pareció aburridísima. En vano intentó convencer a sus padres de que la dejaran hacer otra cosa. Se mostraron reacios. Iban todos o no iba ninguno y de su decisión dependería entonces que sus hermanos se la pasaran encerrados en casa. No tuvo otra que aceptar, a regañadientes, eso sí.
Tres meses estarían sin volver a casa. Prefería aburrirse en su propia casa que en la de sus primos. Todos los planes que armaban para entretenerlos, no la divertían. Quería ir al cine, a ver pelis B-12, ir a pasear sola a la plaza, merendar con chicos de su edad, no con la ristra de niñatos que aún habitaban la tranquilidad de la infancia.
Sus padres estaban ocupados con sus amigos, haciendo cosas de adultos. No podían – y tal vez no querían – ocuparse exclusivamente de ella o al menos idearse planes más acordes para la edad de su hija mayor.
Sin embargo, un buen día, a una de sus primas mayores, de esas felices que no se habían casado nunca y disponían de todo el tiempo del mundo, se le ocurrió un paseo al zoológico. Al principio no le pareció tan buena idea y además, seguro los niños querrían ir, pero cuando supo que estarían las dos solas, el interés despertó en ella.
Así que una mañana soleada, su prima la pasó a buscar y la llevó a recorrer el famoso parque zoológico. Pasearon para arriba y para abajo. Reconoció a todos los animales que pudo, dado su escaso, por no decir pobre, entendimiento del mundo animal.
Al llegar a la jaula del único oso del lugar, estaba sentado sobre las patas traseras nada más. La jaula era pequeña, así que el oso, negro y robusto, la ocupaba toda. Le quedaba chica, tendría que decir mejor. Se paró enfrente. Detalló sus patas, tan gigantes. Detalló el pelaje hirsuto y brillante. Y los ojos. Los ojos negros inyectados de sangre.
El oso se acercó lo más que pudo a la reja y la observó. Bufó y su bufido la asustó. Dio un salto y se echó para atrás y casi pierde el equilibrio. ‘’No pasa nada, está enjaulado’’ le dijo su prima, a modo de burla.
Se quedó unos instantes observando al oso enorme, peludo, feroz, quien a su vez también la observaba, con más rabia que calma. La rabia de un animal enjaulado. La chica se llevó las manos al pecho para tratar de tranquilizarse. ‘’Vendrá por mí’’ pensó. ‘’Esta noche vendrá por mí’’.
Se fue alejando de la jaula del oso, apoyada en la baranda de metal, sin darle la espalda. El animal no dejaba de verla. Acomodó su cuerpo en aquel reducido espacio para seguirla con la mirada. Mientras más la veía, más sangre le llenaba los ojos.
El paseo la dejó intranquila. De regreso en casa, lo único que hacía era pensar en el oso. Durante la cena, se lo contó a sus padres, quienes la miraron extrañados. ‘’Es imposible que un oso escape del zoológico y venga a buscarte. ¡Tendría que atravesar toda la ciudad!’’. Ella insistió. ‘’Vendrá por mí esta noche’’ les dijo categórica. Sus padres desestimaron sus palabras. ‘’Cosas de adolescentes sin nada en la cabeza aún’’ dijeron.
En la tranquilidad de su cuarto, se aseguró de cerrar bien la ventana y ponerle traba a la puerta. El animal vendría a buscarla, pero algo de resistencia iba a encontrarse. Se tiró en la cama y se arropó tanto como pudo, hasta quedar hecha un bollito. Le costó conciliar el sueño. Cerraba los ojos y lo único que veía era la mirada letal del oso.
Mientras tanto, en su confinamiento y al amparo de la noche, el oso empezó a golpear los barrotes de su celda, hasta lograr sacar los necesarios para salir. Se paró erguido, por primera vez en tantos años de cautiverio. Respiró hondo y en segundos emprendió el camino hasta la casa de la chica.
Olfateó su rastro. Tuvo el buen tino de escabullirse silencioso amparado por la oscuridad de la ciudad. A la hora que todos dormían, el oso se deslizaba por las calles, con una agilidad impensada ni puesta en práctica jamás.
El olor de la chica se hacía cada vez más poderoso. ¡Estaba ya cerca de su presa! Se detuvo unos instantes, se relamió de puro gusto. Avanzó cauteloso, con la nariz pegada al piso, como si fuera un sabueso.
Llegó al jardín de la casa. Tuvo que contenerse para no abalanzarse sobre la ventana del cuarto de la muchacha. Apoyó ambas patas delanteras y de un cabezazo rompió los cristales. El impacto hizo que la chica se despertara y empezara a gritar.
Sus gritos, que se fueron transformando en aullidos, alertaron a toda la casa. Sus padres intentaron entrar al cuarto, pero la puerta estaba cerrada por dentro. Mientras tanto, ella estaba en una esquina, gritando enloquecida, presa del pánico. El oso la miró con ferocidad y lascivia. Levantó una de las patas y sacó a relucir las garras. Le asestó un golpe seco, pero delicado en la pantorrilla. Como una caricia que era un rasguño.
La sangre empezó a brotar descontrolada de la herida. La chica lloraba y gritaba con toda la fuerza de su voz. Sus padres habían podido derribar a machetazos la puerta y observaban la escena entre aterrorizados e impactados.
El oso les dirigió la misma mirada de rabia con que había visto a la muchacha esa misma mañana, en el zoológico. Hizo un movimiento rápido y enganchó la pierna herida entre sus fauces, sin morderla, para arrastrarla hacia sí. Y con la misma rapidez, salió de la habitación, con ella al hombro, tan frágil, tan delicada, tan posible. Tan suya.