20 febrero 2022

El ascensor


 

Casi cuatro meses fuera de casa son suficientes para extrañarla. Si bien fueron meses entretenidos, echaba de menos su casa, tan grande, tan espaciosa, tan moderna y elegante.

Haber quedado viuda fue lo mejor que le pudo haber pasado. Era dueña absoluta de una libertad que nunca había experimentado antes. Toda su vida tenía ahora los mismos espacios amplios y libres de su casa. Todos esos espacios estaban llenos de la luz cálida que se filtraba juguetona por los vitrales. Nunca había sabido lo que era la felicidad, solía decir, pero estaba segura de que tenía que ver mucho con esta nueva sensación de libertad que vivía a diario.

Había decidido viajar cada tanto, aunque le marearan los viajes en barco y fueran extenuantes. De todas formas, la travesía valía la pena. Llegar a París era maravilloso y desde ahí planear travesías por Europa, más aún.

Sin embargo, con casi cuatro meses le bastaba. Casi cuatro meses de aventuras, paseos, reuniones sociales, diversión. Había tenido la astucia de permanecer en contacto con los otrora socios comerciales de su marido, por el ‘’nunca se sabe’’. No estaba particularmente dotada para los negocios, pero sí para moverse en ese estrato de la alta sociedad al que había entrado por obra y gracia de su marido.

Regresar a su magnífica casa, después de tanto tiempo, era su recompensa. Había decidido despedir a la servidumbre, poco después del fallecimiento de su esposo y contratar personal por horas. Se sentía una pionera en una ciudad en la que eso todavía no se veía.

Le gustaba no tener que toparse con criados a cada rato. Además, eran un gasto innecesario. ¿Para qué tanta gente a su servicio, si ella se bastaba sola? Una cocinera y una mucama por horas. Y el jardinero cada tanto también. De resto, quería disfrutar de su enorme casa para ella nada más.

En sus últimos dos viajes, había dejado a una señora al cuidado de la casa, no más para mantenerla aireada, limpia, quitarle el polvo, abrir y cerrar cortinas, barrer la entrada de las hojas de los árboles para que no se acumularan, entre otras cosas menores. Nada del otro mundo. Lamentablemente, para este viaje no pudo contar con ella y tuvo que apresurarse para encontrarle reemplazo.

Entrevistó a varias chicas, pero ninguna la convenció, hasta que dio con la indicada, a escasos días de su partida a Europa. Parecía una chica discreta, confiable. Había llegado a la capital desde provincia hacía poco, por lo que aún no se había contaminado de los malos hábitos de los capitalinos y mucho menos de su arrogancia. Le agradó tanto que hasta le ofreció que se quedara en la casa, en vez de ir y venir; cosa que la muchacha aceptó gustosa, así que dos días antes de su partida, la chica se mudó al caserón para familiarizarse con sus tareas.

‘’Esta es la primera casa de toda la ciudad – y me atrevería a decir de todo el país – que tiene ascensor’’ y acto seguido le enseñó el funcionamiento. La chica dio un respingo cuando vio descender la cabina enrejada desde el segundo piso. ‘’Es muy fácil: Aprietas este botón, si la cabina está en este piso, y viceversa. Traba bien ambas puertas. Si dejas la de adentro mal cerrada, el ascensor puede no funcionar o atascarse’’.

Hizo que entrara con ella para subir y bajar un par de veces. La chica se pegó de unas las paredes, entre atemorizada y asustada. ‘’¡Señora, me mareo del susto!’’ y rio. Ella también lo hizo. ‘’Es cuestión de acostumbrarse a la modernidad’’. Después dejó que lo hiciera sola. ‘’¡Esto parece magia!’’ dijo la chica mientras subía al segundo piso, sonriente.

Sin saber por qué, esa conversación fue lo primero que se le vino a la mente cuando el carruaje se detuvo en el portón de su propia casa. Era tal el estado de dejadez que el cochero le preguntó dos veces si estaba segura de la dirección, si esa era en realidad su casa.

La cantidad de hojas secas y ramas en la entrada formaron un manto grueso que se extendía desde el pórtico hasta la entrada principal. Le indicó al cochero que dejara el equipaje, pero que no se fuera. El hombre obedeció.

Antes de entrar, dio vueltas por su propio jardín que lucía mustio, salvaje, desordenado y bastante seco. El asombro y el desconcierto sobrepasaron la rabia que debía haber sentido en su lugar.

En su mente solo se repetía una pregunta: ¿Qué pasó? Entró por la puerta trasera, la que daba a la cocina. El polvo y algunas telarañas habían cubierto sin miramientos los muebles y alacenas.

A medida que avanzaba en su recorrido, se hacía más notoria la falta de meses de mantenimiento. ¿Dónde estaría la muchacha? Estaba claro que no en la casa.

Cuando llegó a la sala, abrió las cortinas y las ventanas. Le hizo señas al cochero para que trajera el equipaje. Una vez que todo estuvo todo adentro, fue a pagarle. El hombre miró alrededor y dijo: ‘’Se van a necesitar muchas manos para limpiar esta casa, señora’’. Ella no respondió de lo contrariada que estaba. Antes de ponerse el sombrero, el cochero añadió: ‘’Y también quien le arregle la cabina esa’’ y apuntó con la cabeza el ascensor. La mujer no se había percatado aún. El aparato se había quedado detenido entre el primer y el segundo piso.

Se acercó y presionó el botón, pero no hubo reacción. Probó sacudiendo las rejas. Nada funcionó. ‘’¿Sabe cómo destrabarlo?’’ le preguntó al cochero. El hombre se acercó a inspeccionar. ‘’No debe ser muy complicado’’ y se dispuso a revisar el mecanismo de funcionamiento del ascensor. Después de varios minutos, consiguió desatascar la traba que estaba en la parte superior izquierda de la puerta tijera para accionarlo y devolverlo al primer piso.

Abrió las puertas e iba a proferir triunfante ‘’¡listo!’’ cuando se dio cuenta de lo que había en el interior de la cabina. ‘’¡Señora! ¡No vea!’’, pero ya era tarde. La mujer lanzó un horrible grito ante la no menos horrible visión: El cuerpo – o lo que quedaba de él – de la muchacha que había quedado a cargo de la casa, rodeado de los artículos de limpieza, yacía sentado en una esquina de la cabina del ascensor.