21 octubre 2018

Rituales (Segunda y última parte)




Una vez en el recinto, ayuda a sus compañeros a disponerlo todo para la misa, que en breve comienza. El calor ha disminuido un poco, así que ahora hay más gente. Él se ubica donde siempre, para tener más control de la situación, en caso de que sea necesario.

Le duele un tanto la cabeza, así que una vez que comienza la misa, apoya la espalda contra la pared y por minutos, cierra los ojos. Al abrirlos, muy cerca de él, está la mujer del pelo negro e hirsuto, que lo mira con esos ojos profundos como un pozo. ‘’Te pregunté qué dónde estaba el baño, niño’’ le dice, recalcando cada palabra. Se sorprende que sea la misma pregunta de la mañana y más se sorprende que su respuesta y reacción sean tan iguales también: ‘’Perdone, señora, no la oí. Al fondo, por este pasillo’’.
A medida que la mujer avanza, él no la pierde de vista. Pero en algún punto, entre el tumulto y el espectáculo de la tarde, se distrae de su objetivo. En medio de la agitación, ve a la mujer de pie en el tercer banco. ¿En qué momento salió del baño? Antes ella no estaba ahí.
Quiere acercarse para preguntarle, pero el cura le ha hecho el consabido guiño y él debe estar atento para servir de contención a los que protagonizan el show de la misa vespertina. ‘’Pobre gente desesperada de atención’’ piensa. Intenta observar a la mujer, que permanece de pie, mirando al infinito con esos ojos tan vacíos y llenos de nada.
El cura va esparciendo agua bendita. El monaguillo, a su vez, va detrás con el incienso. Hay unos que lloran, otros que claman por misericordia. Lo mismo de siempre. Él está inquieto y le ha costado concentrarse por primera vez en esos cinco años de perfecto desempeño. Es tal su despiste, que deja sin sostén a un par de señoras que caen con todo el peso de sus cuerpos al piso. ‘’Mala cosa’’, piensa avergonzado. Incluso el cura lo ve con cara de asombro.
Cuando van aproximándose al banco donde está la mujer, se da la vuelta. Y esos ojos oscuros centellean como candelas. Chilla en el justo momento en que las gotas de agua bendita empiezan a caer sobre su cuerpo. Todos gritan.
‘’¡Es el diablo! ¡El mismísimo Satán!’’ gritan las señoras de siempre. La gente se persigna, llora, se agita. Hay una gran confusión. La mujer de pelo negro ya no chilla, aúlla. Presa de un pánico nuevo, el cura empieza a gritarle frases en latín y a tirarle más agua bendita. Algunos huyen despavoridos. Los más valientes, presencian aquel espectáculo del inframundo sin poder creerlo del todo.
Él no sabe qué hacer. El miedo se ha apoderado de su cuerpo y permanece rígido, observando la escena, como si fuera una película. De repente, la mujer cae al piso e empieza a reptar por los bancos. Su pelo ya no es su pelo, sino miles de serpientes negras diminutas.
En medio del paroxismo de lo que está pasando, el muchacho logra reaccionar. Le arrebata al cura la copa que contiene aún algo de agua bendita, se abre paso entre la gente y la vacía entera sobre el cuerpo de la mujer reptil. Esta se agita sin cesar, como oleadas frenéticas de dolor.
Miles de pústulas llagan aquel cuerpo deforme y lo van consumiendo. El olor es insoportable. Los que aún permanecen rezan diferentes oraciones. Algunos de rodillas, con los rosarios en las manos, claman por el perdón de todos sus pecados, que el mal no los alcance, que los protejan.
Siente que el corazón se le va a salir del pecho. Exhausto cae también de rodillas, sudando. Apoya la frente en el piso y llora, para darle rienda suelta al pánico que lo embarga. De la mujer solo queda manchas negras en el piso y un olor más nauseabundo que antes.
Tiene los ojos cerrados firmemente, a espera de que toda esa pesadilla haya pasado. Su propia respiración entrecortada le impide pensar con claridad. Todavía siente la opresión en el pecho. Intenta abrir los ojos para ponerse de pie y serenarse y ayudar a los que pueda. Cuando lo hace, su madre lo está mirando con cara de estupefacción. ‘’¿Qué pasó, mi vida? ¿Otra pesadilla?’’.
Abre los ojos y mira a su alrededor. Es la sala de su casa, está en el sofá de su casa, en la tarde soporífera de su propia casa y con su madre que lo observa entre asustada y confundida. ‘’Estabas dando unos alaridos terribles’’ le dice. El muchacho se seca el sudor de la frente y solo atina a preguntar qué hora es. ‘’Ya debes irte a la iglesia, son casi las seis’’.
Aún perturbado por lo que experimentó en las horas previas, enfila hacia la iglesia. Se concentra en hacer su trabajo lo mejor que pueda. Hay poca gente. Se nota que el calor les ha hecho desistir de ir a misa. Es más fuerte el estupor de la tarde, que la necesidad de lavar sus propios pecados. Respira hondo.
De pie, en el mismo sitio de siempre, espera que alguna brisa fresca le haga llevadero el rito, que nadie exagere en sus representaciones de siempre, que nadie se desmaye, ni nadie finja emociones sin sentido para obtener un poco de atención.
Se apoya contra la pared y cierra los ojos por segundos. Al abrirlos, muy cerca de él está la mujer reptil. Él la mira con pánico, sin poder creer que la esté viendo, que está ahí, a escasos centímetros. La mujer se sobresalta y sin entender el por qué de la reacción del chico, le pregunta si la conoce. ‘’Te conozco muy bien’’ le espeta. La mujer abre los ojos desmesuradamente: ‘’Es la primera vez que piso esta iglesia, joven’’ y se lleva las manos al pecho, a modo de protección.
Se ubica en un asiento de la tercera fila, al tiempo que dice ‘’hay locos en todas partes’’. Las otras mujeres que están sentadas a su lado asienten. ‘’Es un muchacho con problemas’’, le dice una a modo de confesión. Otra añade, en voz baja ‘’tiene algo de retardo porque estuvo en drogas’’. La mujer del pelo negro asiente. ‘’Pobre’’, piensa, ‘’siempre hay alguien que me confunde con el propio diablo’’. Y en silencio, empieza a rezar el rosario.

La primera parte aguarda aquí.

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