Tenía 34 años, una planta medio muerta en el balcón, y un algoritmo que sabía más de ella que su terapeuta. En teoría, su vida era ordenada: trabajo remoto en marketing digital, café de especialidad, playlists curadas para cada estado de ánimo. En la práctica, coleccionaba citas fallidas con la misma eficiencia con la que respondía correos de clientes.
La última había sido con un tipo que hablaba exclusivamente con frases motivacionales y no creía en que siempre había espacio en cualquier cuerpo para los postres. Al salir del restaurante, caminó sin rumbo hasta llegar a la Iglesia de San Antonio. No porque creyera, sino porque quedaba de paso entre la decepción y el metro.
Entró, miró la imagen del santo y sintió algo entre burla y hastío. Sacó un papel y escribió con letra enojada: “Ya que eres tan bueno emparejando, ¡hazlo tú!” y lo dejó en la urna con la solemnidad de quien tira una servilleta.
Esa noche, tuvo un sueño raro. Un fraile de rostro familiar la miraba desde un espacio blanco y digital, como si habitara entre nubes de datos. Le hablaba de compatibilidades del alma, de emparejamientos no por filtros sino por verdades profundas.
—Las almas no hacen swipe. Se reconocen.
Al despertar, tuvo una idea absurda. Una app de citas distinta. No para mostrar tu mejor ángulo ni listar tus pasatiempos como ingredientes de un plato vegano. Una app donde las personas escribieran lo que realmente deseaban. No descripciones, sino deseos. “Quiero alguien con quien callarme y estar bien”. “Quiero alguien que me oiga reír sin que le importe el sonido de mi risa”. Así nació Antonio.app.
El primer código lo hizo en pijama, con una taza de té y cero expectativas. Pero algo en esa simplicidad extraña conectó. Gente que nunca hubiera coincidido se encontraba. Una profesora de matemáticas y un panadero. Un escritor de horóscopos y una entusiasta del ajedrez. Un tipo que odiaba el mar con una nadadora profesional. Y funcionaba. Sin explicaciones.
Ella misma no entendía por qué. Ni cómo. Al principio pensó que era el algoritmo, o un bug generoso. Luego empezó a sospechar. Cada vez que se frustraba, recibía una opinión inesperada en el foro. Firmada por un tal antonio.conventual.
“Las personas se buscan como si fueran rompecabezas, pero no son piezas. Son mapas”, decía uno. Otro: “No elijas por lo que hace falta. Elige por lo que podrías compartir”.
Una madrugada, pensó en cerrar todo. Estaba agotada. Pero al revisar las historias que le enviaban los usuarios, vio un mensaje:
“No sé cómo esta app me emparejó con alguien que cree en los fantasmas, cuando yo no creo ni en los semáforos. Pero desde que la conocí, empiezo a mirar las cosas como si pudieran estar vivas. Como si todo pudiera tener otra dimensión.”
No sabía si lo suyo era fe, suerte, San Antonio o un algoritmo medio loco. Pero entendía esto: pedir desde el corazón tenía más poder del que pensaba. Y que a veces, la magia empieza cuando dejas de intentar controlar todo.
Nunca supo si ese fraile digital era un sueño, un glitch o una manifestación celestial con wifi. Pero desde entonces, cada vez que alguien le escribía agradeciendo, ella respondía con lo mismo:
—No fui yo. Fue Antonio.
4 comentarios:
🫶🏼
Vaticino sin temor a equivocarme que a esa app le queda poco para caer en malas manos. Al tiempo.
Ay Antonio, Antonio! En pareja, lo que corresponda!😇😉💫
San Antonio... !
Publicar un comentario