27 octubre 2014

El ascenso


Aunque es otoño, hace algo de calor. Es algo que no había previsto. Así que el abrigo (el grande y pesado que su hermano le prestó), le estorba.  Arrastra la maleta y trata de que las ruedas no hagan tanto ruido al golpear los adoquines, pero no lo logra. Entonces el abrigo, la maleta y su ruido incesante, el inesperado calor y sus ganas de deshacerse de la ansiedad, acaban por hacer de él un cóctel algo explosivo.
Tiene que recorrer seis largas cuadras hasta la casa de ella. Después subir los ocho pisos hasta su apartamento (el mismo que compartieron el verano pasado) y tocar la puerta ¿o abrirla? ¿Convendría abrirla y darle la sorpresa? Todavía tiene la llave, porque ambos, al momento de él irse, estaban seguros de que todo aquello seguiría.
A cada cuadra recorrida, piensa en cómo la saludará: ‘’He vuelto’’. Ella se le quedará mirando y él la abrazará, para atenuar el impacto y la emoción de verse. ‘’Volví’’, pero empezar así es algo obvio, manido, aburrido. ¿Qué tal quedaría decir ‘’¿Me extrañaste?’’. No, no.  Muy pueril.
La última cuadra la transita con el inusitado calor recorriéndole las sienes, el cuello, la espalda. Va lentamente, arrastrando la maleta, el abrigo y respirando pesadamente, tanto como el clima que lo envuelve.
Al llegar a la puerta del edificio, se cerciora de que esté en el sitio correcto: Marina del Rey, 201. Saca la llave que guardó durante un año y abre la puerta de entrada. Deja la maleta y el abrigo en la entrada, para no tener que subirlos por los ocho pisos que lo esperan (ya tendrá tiempo de sobra para buscarlos) y empieza el ascenso.
Los primeros cuatro pisos los sube con una tranquilidad poco común en él, pero a partir del quinto piso, no pudo controlarse más y los subió corriendo, como si de esa carrera dependiera de repente su pasado, su presente y su futuro.
Así que al llegar al octavo estaba exhausto. Se limpió un poco el sudor al tiempo que respiraba hondo para recuperarse. Colocó la llave en la cerradura, pero antes, apoyó el oído en la puerta, para descubrir algún sonido. Solo el vacío.

Abrió sigilosamente. Asomó la cabeza primero, después el resto del cuerpo. A su alrededor, la nada misma. Recorrió cada rincón. No había nada, nadie. Ni  ella. Solo una cosa quedó, en una esquina de la habitación que habían compartido aquel verano estaba un marcalibros arrugado, el mismo que él infantilmente le dedicó cuando compraron libros aquella tarde que él tan bien recordaba: ‘’Nunca sin mí, nunca sin ti. Te amo. R’’ .

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