Nadie recuerda cuándo empezó a moverse, pero todos coinciden en que fue un lunes. El calor se pegaba al aire como un sudor viejo, y sin embargo, ella seguía intacta, tras el vidrio. Su piel no parecía cera. Tampoco parecía piel. Era algo en medio, algo que solo existe cuando la luz se detiene demasiado tiempo sobre lo inmóvil.
Cada día, al pasar frente a “La Popular”, sentía que los ojos del maniquí me seguían, lentos, pacientes. No con curiosidad, sino con reconocimiento. Como si esperara que yo recordara algo.
Con el tiempo, empecé a notar cosas. El velo no estaba siempre igual. Había mañanas en que caía distinto, como si lo hubieran acomodado con una respiración. Una vez juraría que su anillo giró apenas, con un destello húmedo, mientras el resto del cuerpo seguía rígido.
Una tarde de lluvia me quedé sola frente a la vidriera. Afuera olía a tierra y a electricidad. Apoyé la mano en el cristal. Estaba tibio. No por el sol —era una tibieza viva, pulsante, como la de una muñeca humana.
Entonces, algo se movió detrás del velo. No fue un gesto completo, más bien un temblor en el aire, una vibración pequeña, parecida a la respiración que uno contiene cuando alguien lo observa sin parpadear.
Desde esa noche sueño con ella. En el sueño, el local está vacío. Solo hay vestidos flotando, suspendidos como cuerpos bajo el agua. Pascualita me mira, pero su rostro cambia con cada paso que doy hacia el vidrio. A veces es el mío. A veces, el de alguien que nunca vi, pero que sé que fui.
Dicen que quien se queda demasiado tiempo frente a ella empieza a verse distinto en los reflejos.
Yo no sé si es cierto.
Solo sé que, desde hace días, el vidrio empañado deja marcas de dos manos.
Y yo juro que solo puse una.
